Plano. Pasadizo. El riesgo de una novela no está en lo que se narra sino en lo que se decide ocultar. Lo que hay entre el plano y el pasadizo: el espacio hueco, que no vacío, donde no ocurre nada o tuvieron lugar los momentos más importantes de una historia. Pero para poder escribir así hay que saber «leer desde la memoria», llevando en cada trabajo de escritura, por mínimo que sea, la mochila de libros que nos han cambiado la perspectiva. Esos escritos a los que volvemos, como mandamientos que son, para entender mejor la vida, y también la literatura. En Trigo limpio, de Juan Manuel Gil (Seix Barral) encontramos una novela arriesgada y llena de caminos sinuosos que se ramifican y que, por momentos, nos desconciertan. «Concebir la literatura sin riesgo es algo que ni siquiera voy a entrar a discutir», le escuchamos decir al narrador. Tampoco vamos a discutir, me parece, que estamos ante una de las grandes novelas del año. Que nadie se la pierda.
Este comienzo no es el principio
El comienzo de Trigo limpio no es el principio de la historia sino un apunte sobre su identidad. El narrador nos habla de la máquina de rayos equis y sobre la importancia de dar con ella antes de avanzar en la historia. Encontrar la singularidad, el vórtice que atrae los acontecimientos del relato y los encadena, es fundamental para atraer al lector. Y luego confiesa que en su caso ese magnetismo está en un recuerdo de la infancia.
Un niño entra corriendo en los andariveles de aterrizaje de un aeropuerto para buscar un balón perdido. Emprende una carrera frenética por la ancha pista, visualizando sólo el balón que bota y bota. Lo que no imagina es que su vida está a punto de ser sacudida frenéticamente. Lo que no sabe es que desde ese día no volverá a mirar el mundo de la misma manera. Una charla en la comisaría con un personaje extravagante y su relación con el barrio serán los eslabones que se encadenarán a este recuerdo y desde los cuales irá fluyendo toda la historia.
La novela hace pie en un epígrafe tomado de esa otra maravilla literaria que es Grandes éxitos de Antonio Orejudo, donde leemos: «yo, que me he pasado media vida entre libros, también he acabado percibiéndola como si fuera una obra de ficción». Asoma así la nariz el gran tema que atraviesa esta novela: ¿cuál es la distancia entre vida y literatura? Una pregunta que irá retorciéndose por otros derroteros: ¿desde qué lugar se puede contar una experiencia vivida para que parezca inventada? ¿de qué manera defender un recuerdo como verdad incuestionable? Y cuando queremos darnos cuenta ya estamos totalmente enredados en una serie de inquietudes excitantes para cualquier amante de la buena novela.
¿Cómo justifica un narrador el viaje al pasado? Esto es algo que me obsesiona especialmente. Generalmente a los escritores no les interesa decirte por qué es imprescindible abandonar el tiempo preciso de la narración para catapultarse a un tiempo remoto. A Juan Manuel Gil, sí. Por eso esta novela es tan difícil de clasificar. Y no porque haya un intento de combinar apuntes teóricos con ficción, sino porque cada giro, cada nuevo impulso y también los silencios están justificados desde el punto de vista del narrador. Y esto nos permite una doble experiencia fascinante: la de acompañar al personaje a través de la historia y la de acceder a ese rincón vedado para el lector con el objetivo de sostener mejor esta buena mentira que es la literatura.
Hallar el aeropuerto
A medida que avanzamos en Trigo limpio vamos entendiendo de qué manera la propia vida del narrador se ve modificada por el tiempo y el movimiento de la escritura pero, también, intuimos cómo el pulso de la composición literaria atraviesa y desordena la realidad del narrador. Y es que lo relevante de la escritura de Juan Manuel Gil no es solamente lo que ocurre, sino también la forma en la que se ponen en palabras esos acontecimientos. La prioridad es desarmar los mecanismos que vuelven eficiente el relato y cuestionar pilares inamovibles de cualquier teoría de escritura, para evidenciar que no hay fórmula secreta que convierta una mala historia en un relato inolvidable. Y aquí viene lo fundamental. Por encima de toda teoría está la ficción, la construcción de una historia que nos atrapa. Y aquí tenemos una historia que se alimenta de misterio, humor y un discurso magnético y que nos permite intuir algo que ya deberíamos saber: para disfrutar de una gran novela no necesitamos grandes acontecimientos sino grandes narradores.
Lo relevante aquí es pensar en directo cómo se escribe una novela pero introduciendo poco a poco los diversos elementos que dan movimiento al relato. Por ejemplo, ¿de qué manera justificarte, querido lector, que voy a llevarte al pasado? Contándote un reencuentro, un pedido y el surgimiento de un misterio que como narrador me va a poner en camino. Lo que ocurre y da forma a este libro es la aparición de uno de los viejos amigos de la infancia en la vida del narrador, que pondrá en marcha una serie de pensamientos y de urgencias narrativas que le permitirán desarrollar la historia. Aquí viene uno de los puntos interesantes: Juan Manuel Gil tiene la habilidad de construir un narrador que repudia la autoficción y que está convencido de que un relato en primera persona, incluso narrado desde un tono intimista o personalísimo, no tiene por qué ser autoficcional. Los límites entre vida y literatura se difuminan y la novela no hace más que llevarnos al fondo, despertando interés, intriga y la posibilidad de volver a vivir el entusiasmo que sólo las grandes novelas pueden provocar en una.
La infancia y el aeropuerto funcionan como germen de una historia que irá desarrollándose poco a poco. El barrio, el deseo infantil de ser recordado y las regañinas de una madre autoritaria irán conformando un personaje huidizo que nos lleva de la mano. Un narrador que intentará correr el tupido velo que mantiene a salvo ciertas concepciones de la vida, cierta inocencia en la mirada, para darse contra una serie de historias y sentimientos que no sabía que estaban ahí. Y, en ese sentido, algo muy destacable de esta novela es el tratamiento de la infancia, que más se asemeja a un acercamiento feísta que nostalgioso. No existe el deseo de resaltar la luminosidad de la niñez. Todo lo contrario. Las anécdotas que van apareciendo, las voces interiores recuperadas y los colores de aquel tiempo perdido tienen siempre una de cal y una de arena; de hecho, la gran idea que flota en todo ese amasijo de recuerdos y experiencias pandilleras es el enorme extravío que supone ese tiempo primero de contacto con la vida.
Quienes saben de esto también dicen...
El narrador de esta novela apostilla cosas bajo la anáfora «Quienes saben de estas cosas...» pero luego va contradiciendo cada una de esas normas para construir una historia que parece descoserse o coserse desde la descomposición. Lo que sí tiene claro este narrador es que detesta a cierto tipo de lector que no sabe distinguir entre realidad y ficción. «Es lamentable cuando alguien que se dice lector no entiende nada de lo que ha leído, pero más triste es confundirlo todo. La vida con la literatura». Escribir para saber dibujar esa frontera y comprender mejor ambos territorios: quizá sea ésa la gran búsqueda a la que se lanza desesperadamente Gil en cada nueva historia.
Pero toda mirada al taller del escritor debe hacerse con arte: si te voy a decir qué no hacer, entonces te voy a mostrar cómo conseguirlo. No desde la erudición sino desde el entusiasmo. Y eso es algo que cualquier amante de los libros sabrá apreciar en éste. Porque Gil nos ofrece una historia entretenida, con diálogos para morirse de risa y un manejo del ritmo que nos hablan de un narrador experimentado y de incuestionable talento. Y aquí quiero apuntar algo. A veces se tiene la idea de que si un escritor profundiza demasiado en el propio oficio corre el peligro de volverse pedante. ¿Cómo solventar este problema? Creando una historia donde lo que ocurre es el propio acto de la escritura.
Si nuestro protagonista es un escritor que debe enfrentarse a determinados desafíos del oficio no vamos a cuestionarlo; como no cuestionamos que en una novela con un protagonista panadero se nos detalle acerca de la temperatura de leudado o de la importancia de no amasar demasiado la mezcla si queremos obtener un pan tierno y aireado. Pues bien, aquí el prota es un escritor, ¿por qué no vamos a querer meternos en su día a día, encerrarnos en su escritorio y vivir con él la experiencia de escribir? Esto hace Juan Manuel Gil. Y algo maravilloso: lo hace desde un lugar cercano. Y creo que gracias a ello, el disfrute es mayor. Porque no parece querer demostrarnos todo lo que ha aprendido sino, en todo caso, indagar en la experiencia que supone para el personaje el oficio de la escritura. Usar aquello que le pueda servir para mostrarnos mejor a su criatura. Estéticamente, podríamos decir que aquí está la máquina de rayos equis de la novela.
Puede que escribir sea esto
¿Qué implica la escritura? Ésta es otra de las grandes preguntas detrás de esta novela. Leemos: «Puede que escribir sea eso. No tener las cosas claras. Porque quien asegura tener todo claro no se detiene a escribir nada». El ritmo es engañoso: nos quiere convencer de que las cosas van fluyendo, que nada ha sido meditado, que las anécdotas se entremezclan y que el narrador tiene poco control sobre lo que sucede. Si a esto le sumamos los exquisitos diálogos que acompañan las anécdotas —precisos pero no superficiales. Orales pero con un sazonado de buen gusto literario que los vuelve potentísimos—, el resultado es una experiencia lectora asombrosa: como las buenas aventuras de la infancia.
Esta novela, narrada en varias capas, con tiempos superpuestos, se nos ofrece como una especie de relato con forma de uróboros. La escritura es esa gran cabeza ofidia que avanza sobre las experiencias y, en su desesperada búsqueda de sentido y coherencia, las reescribe. «Porque ahora parece que lo tuyo y lo mío es una misma cosa (...) pero no. El día de mañana cada uno contará una cosa distinta». Sobre la forma en la que recordamos y relatamos lo vivido encontramos aquí interesantes preguntas. Y ahora que hablamos de memoria, aprovecho para apuntar otro giro interesante: el narrador se enfrenta a la memoria de los otros para contrastar lo vivido en los fragmentos de ficción que cada uno se ha contado.
Indagar sobre lo vivido y trazar un mapa de ficción para que la experiencia pueda funcionar como material literario, es el gran desafío de nuestro narrador. La memoria es entonces un espacio de exploración que nos permite intuir o confirmar aquello de que también al recordar estamos escribiendo, es decir, que «recordar tiene más de creatividad que de acta notatorial». Estoy convencida, y creo que ya lo he dicho, que para escribir así hay que saber «leer desde la memoria». Y, lo cierto es que no es algo que me haya inventado, sino que se revela en esta lectura.
Leer desde la memoria
Trigo limpio es una novela en la que todos podemos vivir. Supongo que habría que ser muy duro para no sentirse atrapado por la prosa hipnótica de Gil. Nos cuenta una historia que no le pertenece al narrador sino a nosotros: la historia de esos libros que nos han cambiado la vida. «Las historias no pertenecen a nadie. Las historias hay que ganárselas», leemos. Y, en cierta medida, como lectores debemos ganarnos esta novela. Eso es lo único que se nos pide. Y, cuando finalmente lo conseguimos, nos vemos disfrutando de un viaje extraordinario.
Trigo limpio es, entre muchas otras cosas, un homenaje a la literatura como tabla de salvación, pero no de salvación en plan sublime, sino en cuanto a canción que nos acompaña e impide que las dudas de la vida nos acribillen. A lo largo de la historia pasearemos por algunas obras monumentales de literatura. «El tipo de novela que me gusta nunca es trigo limpio», afirma el narrador. Y, supongo, ninguna de las grandes historias que nos acompañan a lo largo de la vida lo es. Pero es precisamente eso lo que las vuelve inolvidables.
Trigo limpio nos ofrece la posibilidad de redescubrir la ilusión por la lectura y de repensar nuestra relación con los libros. Nos invita a situarnos en aquel primer flechazo que avivó en nosotros el fuego del entusiasmo y reafirmarnos en esa fascinación. Algo así como pensar la literatura como máquina de rayos equis que llena de energía nuestra vida. ¡Que nadie se pierda esta novela extraordinaria!
TRIGO LIMPIO. JUAN MANUEL GIL. PREMIO BIBLIOTECA BREVE. SEIX BARRAL. 2021
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