Estos procesos reclaman una predisposición de nuestra parte para comprender no sólo la sintaxis sino también para interiorizarla y crear una relación con los personajes. Esto lo afirma Keith Oatley en su libro "Ficción: Simulación de mundos sociales", una investigación en torno a cómo la literatura nos cambia y nos convierte en personas capaces de entender a los demás, de ponernos en el lugar del otro. En este libro plantea algunas de las preguntas que se viene haciendo desde hace una década en torno a la relación que existe entre el cerebro humano y la lectura. Por momentos, una lectura que puede resultar cansina, pero que nos permite entender a fondo, partiendo de diversos ejemplos cómo leemos y llegar a intuir por qué la literatura nos atraviesa y nos resulta tan necesaria y atractiva.
En un artículo sobre la capacidad de nuestro cerebro para amoldarse a los cambios, el neurobiólogo José R. Alonso reflexiona en torno a cómo nuestra predisposición para el lenguaje escrito, para la lectura y la escritura, también responde a una serie de prácticas y de rutinas. Quizá esto explique que cuando estamos más faltos de inspiración el mejor consejo que podemos seguir es el de continuar escribiendo pese a todo. Alonso, como Oatley y Morgado plantean la lectura como una práctica que nos sirve para completarnos como personas, en tanto y en cuanto fomenta en nosotros actitudes empáticas respecto a las demás personas. Oatley afirma que no es lenguaje lo que nos caracteriza como especie sino la capacidad para colaborar con los demás. Y para practicar nuestra empatía y nuestra conciencia del mundo, la lectura es una de las mejores actividades.
Si volvemos al libro de Ignacio podemos confirmar que son muchísimas las actividades que se presentan como positivas para el funcionamiento de nuestro cerebro; pero seguramente la lectura es una de las más completas. Así que, ¡leamos más, para amar mejor!
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