Hunter Thompson, ese cohete que escribía

Hunter S. Thompson. Miedo y asco al borde del abismo. Escritura y bipolaridad.


Foto: Archivo de Michael Ochs


Déjame con el Thompson de Depp, que es ficción y fantasía onírica


Paul Kemp despierta en su habitación. Un helicóptero sobrevuela la ciudad, el sol entra a raudales por la ventana y el camarero aporrea la puerta. La vida comienza con una sombra de incertidumbre y el porvenir es algo que todavía no se ha inventado. Esa es la primera imagen que me viene cuando pienso en Hunter S. Thompson. Porque es difícil separarlo de aquella película, con la que el mundo entero tuvo que aceptar que ese hombre no era de esta galaxia. Esa primera escena de Los diarios del ron es uno de los grandes momentos del cine; no sólo por la estética sino porque nos zambulle en una de las mejores películas sobre libros que se han hecho en la historia. Johnny Depp nos presenta a un Thompson caricaturizado —ése que supo hacer de la autoficción un espacio de tormenta y fantasía— maravilloso, fiel al libro al punto de que al verla somos atravesados por las mismas emociones que nos asaltan cuando viajamos a través de la lectura a la Puerto Rico de los años sesenta. Esa habitación, el helicóptero y la luz para siempre en nuestra memoria.

Pensar en Thompson es intentar ver más allá de los tópicos. Lo cual es sumamente difícil. Por un lado, porque él mismo jugó a ser un personaje —parecía reírse de la idiotez humana—, y por otro porque el acercamiento que se ha hecho siempre hacia su persona y hacia su obra ha sido dentro de un marco donde adicción y locura eran los motores prefijados —esos prejuicios de los que no nos desprendemos jamás los periodistas—.

Leer lo que otros han escrito sobre Thompson es llegar por un camino u otro a los tópicos y a una observación siempre teñida de juicios y prejuicios. Y me temo que esa forma en la que se lo ha mirado y contado ha colaborado con una frivolización y un descrédito hacia lo que todo lo que Thompson defendió, una forma contundente a través de la cual el sistema ha conseguido desprestigiar o quitar importancia a un pensamiento filosófico y de oficio que nos vendría muy bien asumir. Así que, no es fácil querer llegar a Thompson, porque todo lo que se ha escrito sobre él no parece querer llevarnos realmente al hombre sino a chocar contra una visión estereotipada del personaje. Cuando leo sus artículos, disfruto de su voz, de su estrenada mirada sobre asuntos viejos, y me hace sentir por un ratito que la vida —y mi elección del oficio— son experiencias todavía a estrenar. Lo leo y quiero saber realmente qué pensaba; y aunque soy consciente de que eso jamás podré tenerlo —siempre la percepción es íntima, vulnerada por nuestra propia experiencia—, y reconozco que la objetividad sólo puede ser aproximada; quiero intentarlo.


Desde hace un tiempo estoy interesada en las cuestiones determinantes del Trastorno Bipolar y en la relación sintomatológica entre su evolución y el trabajo creativo. Existen similitudes muy peculiares entre personas con trastorno bipolar y su forma de trabajar la escritura, y esto junto a las consecuencias emocionales que devienen de esta experiencia abrasiva me interesan especialmente. Al acercarme a Thompson descubro ciertos mecanismos y líneas de comportamiento que me llevan a intuir que aunque no fue diagnosticado, al menos no que se sepa, es posible que haya sido bipolar. Mi interés doble por la raíz y evolución de este trastorno emocional que atraviesa la historia de la literatura y mi amor por Thompson me han llevado a indagar más y más. Y aquí van algunos apuntes de mi deshilachada cavilación.

Pero antes de continuar quiero aclarar algo. Lo que escribo aquí no es (ni pretende ser) un estudio científico sobre la bipolaridad. Tampoco es una lectura teórica sobre la obra de Thompson. Es un acercamiento de ánimo y luz hacia la voz de uno de los periodistas que más me fascinan: al hombre, a la criatura sufriente detrás de la lucidez. Y el esbozo de una idea que surge de la comparación entre lecturas científicas y deseo de encuentro para entender un alma atribulada y en ella, lo que nos afecta como sociedad. ¿Habría sido Thompson diagnosticado de trastorno bipolar si hubiese acudido a la consulta? ¿Qué relación existe entre bipolaridad y arte? Inicio así un pequeño mapa de una idea sobre la que estoy trabajando y que tiene como eje conductor la relación entre esta patología del ánimo y la literatura.

Foto: Rose Hartman/Contributor/Archive Photos/Getty Images


Breve acercamiento al trastorno bipolar

Me interesa muchísimo la forma en la que la bipolaridad ha colaborado con el florecimiento de las artes. Algunas de las mentes más brillantes de la historia padecían este trastorno. Existen numerosos estudios, de hecho, que apuestan por la revisión del trastorno dentro del paradigma de la creación artística. Lo cual ha desvelado interesantísimas ideas. En ese sentido la lectura de Una mente inquieta de Kay R. Jamison, me resultó sumamente estimulante. Me sirvió para entender más a fondo la relación entre los procesos que atraviesa una mente bipolar y las evidencias del mundo, así como también me iluminó en torno a la chispa creativa que parece ser otra condición que comparten muchas personas diagnosticadas con este trastorno.

En cualquier manual de psicología moderna, podemos encontrar información precisa sobre el trastorno bipolar. En el Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales que publica la Asociación Estadounidense de Psiquiatría (APA) se define como un trastorno del ánimo cuyas características no coinciden con la sintomatología de trastornos de depresión y manía unipolar. La combinación de diversas etapas dentro de la misma patología exige, por tanto, un tratamiento independiente.

Su relación con la creatividad no parece tan evidente. Sin embargo, la expansividad anímica que experimenta una persona con trastorno bipolar produce sensaciones similares a las que se experimentan ante un golpe de inspiración. Las alteraciones en el ánimo se encuentran dentro del estado maníaco del trastorno conocido como hipomanía y se caracterizan por una sensación de euforia e irritabilidad combinadas con una cierta tendencia egosintónica que produce la necesidad de planificar nuevas aventuras y el deseo de comerse el mundo; el curso del pensamiento también se acelera y es en estos momentos que personajes ineludibles a la historia han contribuido con obras maravillosas, como es el caso de Virginia Woolf o Juan Ramón Jiménez, por mencionar tan sólo dos que me son muy queridos. Este período puede durar un par de meses y ciertamente en cada persona produce y deviene en comportamientos distintos. Lo que le sigue es un período de depresión que lleva al aislamiento y a la fuga del mundo. El vaivén entre un estado y otro produce un desgaste emocional y físico que puede ser muy duro de sobrellevar.


Es importante señalar que fue recién en 1980, gracias al trabajo de gente como Wernikle y Leonhard que se estableció una definición precisa del trastorno bipolar y comenzó a tratarse como una patología independiente, muy diferente al trastorno afectivo de la depresión unipolar. Hasta ese momento se consideraba una anormalidad dentro de la manía o la depresión, dependiendo cuál de los dos períodos tuviera prevalencia en el paciente. Los tratamientos, por tanto resultaban sumamente contraproducentes puesto que las terapias contra la manía, intensificaban los procesos depresivos, y los tratamientos contra la depresión, facilitaban la predominancia de la manía. Esto sin ponernos a conversar en torno a la estigmatización que sufrían los que la padecían, sobre todo si eran mujeres.

El primero, sin embargo que se acercó a una descripción apropiada para la bipolaridad fue Jean Pierre Falret, quien en su libro Clínica de las alucinaciones recoge las preguntas que atravesaron todo su estudio hasta llegar a definirla; aunque entonces su nombre era "locura circular". Falret estaba convencido de que la forma unidireccional en la que se estaba analizando a los pacientes con estos síntomas era incorrecta. Y basó su carrera en intentar demostrarlo. Más tarde, Francois Baillarger habló de la "locura de doble forma", compuesta por cada uno de los estados que conforman el trastorno bipolar. Su relevancia radica en que fue el primero en separar esquizofrenia y trastorno bipolar. No obstante, el término de psicosis maniaco-depresiva, que fue el que se mantuvo hasta hace relativamente poco —en 1980 fue reemplazado por el de trastorno bipolar—, fue el producto del trabajo de Carl Wernicke y Jules Gabriel Baillarger. La bipolaridad ya se define con más exactitud, así como se aíslan sus diferentes y marcados estados: depresión y exaltación. Décadas más tarde Emil Kraepelin publicó Manic-Depressive Insanity and Paranoia que fue una de las luces para la psiquiatría del siglo XIX, al introducir el trastorno bipolar dentro de los tres grupos de trastornos del ánimo y dio algunas referencias para entender su desarrollo y características.


El arte como punto de fuga

«Mil palabras, muy pocas para llenar el horrible vacío». La vida de Hunter Thompson estuvo circundada por ese pozo ciego que a veces resulta infranqueable. Su buen humor. Su actitud despierta. Su hiperactividad. Y sus momentos de melancolía; así como también el abuso de sustancias y su flirteo con el alcoholismo, me han llevado a pensar que ese pozo en él a veces triste a veces alterado. Si a esto le sumamos que su madre también tenía problemas con el alcohol y un humor cambiante, y si tenemos en cuenta que una de las causas vinculada a la bipolaridad es de tipo genética, podríamos intuir que a ambos los unía esa debilidad emocional.

En el documental Gonzo: Vida y Obra del Doctor Hunter S. Thompson la mayoría de los que participan hablando sobre Hunter señalan que los dos rasgos más destacables de su personalidad fueron la inmensa creatividad y los constantes cambios de humor. Con esta información se confirma un poco la idea. No creo que sea realmente importante saber si Hunter fue o no bipolar, nadie le podrá quitar el sufrimiento que encarna cargar con un trastorno tan poco entendido y tan estigmatizado, pero sí que podría servir para seguir profundizando en los misterios de la mente y, específicamente, en la relación que existe entre el desarrollo de este trastorno y la búsqueda artística. Por todo esto cuando llegué a esta hipótesis me puse a indagar, pero me ha resultado realmente sorprendente que a nadie más se le ocurriera esta idea: no he hallado un sólo texto en el que se relacione a Thompson con bipolaridad. Y aunque esta no es más que una opinión, parece que en su caso, el personaje nos dibujó el mapa con bastante claridad como para no prestarle atención. Igual en mi caso lo que ocurre es fruto del deslumbramiento que él me produce. Hunter es uno de los hombres que habría valido la pena amar.


Ese constante ir y venir de un punto a otro, esa desesperación que se arraiga a las entrañas y que sólo quien ha sufrido de este mal o conoce a alguien que lo padezca puede hacerse una ligera idea de lo que es, llevaba a Thompson a escribir cosas como «No tiene sentido llorar por la esperanza perdida y un esfuerzo inútil que no fue más que un pie en la puerta, pero al menos la puerta estuvo abierta mientras el pie estuvo allí». Lo dice de la política, de su fallido intento de gobernar; y sin embargo, el hombre siempre está detrás de sus afirmaciones, el niño huérfano, el desclasado, el adolescente que comienza a delinquir para probar la tesitura de la realidad y sus normas. Nunca la naturaleza de un hombre son sólo las palabras. Por eso, en este caso creo que es menester salirnos del contexto e interpretar esta realidad más allá de lo político, en el fondo del abismo donde Thompson nadaba.

«Sartre es una cotorra elocuente y yo preferiría ir al grano y sin rodeos». ¿Es la sinceridad sin filtro una actitud propia de una mente bipolar? Me temo que sí. Quién se atrevería a hablar así de uno de los filósofos más valorados del siglo XX. Una característica, por otro lado, que podría o debería tenerse en cuenta como uno de los síntomas del trastorno y que suelen compartir la mayoría de las personas que lo padecen. Atreverse a decir lo que sea de quien sea es algo que sólo he visto en personas con este vaivén emocional. Y es otro de los indicios en los que me baso para pensarlo a Hunter en ese grupo. La búsqueda de una estabilidad que jamás llegará, que la mente sabe que no existe pero necesita y que deviene la creación de un mundo de fantasía —y a veces para alcanzarlo se necesitan de ciertos alicientes químicos— que permita soportar el viaje emocional que supone ser bipolar. Una características que a veces puede llevarse a extremos peligrosos que pueden borronear el límite entre bipolaridad y esquizofrenia.

Thompson era el primero en asumir que no pertenecía al grueso de la gente, que era especial, tan especial y auténtico como para escribir «Toda mi vida, mi corazón ha buscado una cosa que no puedo nombrar»; una declaración filosófica tan profunda que cuesta hilvanarla con el personaje enfurecido y desagradable que la prensa ha creado y que la literatura sostiene alrededor del hombre. Pero ¿cómo observaba —y me pregunto ¿con qué ojos?— Thompson el cielo raso de su pieza al acostarse? Cuando todos los focos se apagaban, qué sostenía la luz en su mirada. Posiblemente Thompson estaba perfectamente al tanto de lo que le ocurría, y como conocía el mundo, los motores que hacen posible el funcionamiento del estructurado sistema que nos contiene, pensó que lo mejor era trabajar en la creación de un personaje, y conociéndose —como se conoce aquel que se ha hurgado— sabía que no pasaría desapercibido. «Si vas a volverte loco tienes que conseguir que te paguen o si no acabarán encerrándote». La normalización de los trastornos y las patologías mentales es algo a lo que también le temo. Pero no creo que sea necesario ser diagnosticado y medicado para entender que uno puede encuadrar en un determinado trastorno, es decir, para intentar entender de qué materia estamos hechos.

Thompson fue un verdadero rebelde. Pero no está la rebeldía ligada a la delincuencia y al abuso de las drogas, sino a la libertad del cuerpo, a la conciencia de lo propio y a la defensa del decir colectivo. Conocernos es el mejor punto de partida para encauzar nuestra lucha, pero a veces el mundo dibuja un mapa de lo que somos, que no nos favorece, y eso es lo que le ocurrió a Thompson. No se ha hecho justicia con él, con su pensamiento filosófico tan valioso y profundo, de su manera de trabajar el hermoso oficio del periodismo desde una perspectiva más humana y encarnada. Ojalá que algún día le entendamos mejor. Thompson también dijo «Estoy prácticamente asociado con los dioses del inframundo; no de la delincuencia, sino del inframundo». No soy una maldita reportera, lo que quiero es hacer música con el lenguaje. Eso me lo enseñó Hunter S. Thompson y por eso sentí la necesidad de compartir estas chispas de luz, porque estoy convencida de que Hunter no fue un maldito drogata como nos lo quiere vender la crítica, se parece más a las criaturas que pueblan el universo de los monstruos, ese espacio donde la necesidad de huida deja al descubierto la mecha y sugiere el tipo de combustión que puede lanzar toda la estructura —que es persona sintiente— por los aires. A la vista de todos. Para el espectáculo. Pero no dejemos que la literatura y las personas sean eso: espectáculo. Aprendamos a leer debajo de los signos y nunca olvidemos que venimos «de una larga lista de buscadores de la verdad, amantes y guerreros», como Paul Kemp y Depp.

La llamada, de Remedios Varó (1961)


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