La filosofía nos enseña a ser autónomos y eso colabora con que podamos llevar una buena vida, dice Jorge Freire. En su libro Agitación:sobre el mal de la impaciencia —XI Premio Málaga de Ensayo— (Páginas de Espuma), Freire reflexiona acerca de nuestra gran dificultad para entregarnos a la lentitud y al aburrimiento en estos tiempos donde prima lo productivo. Conversamos sobre todo eso y también acerca de las razones que cimentan este libro. Leer y pensar(se) como un gesto indispensable de sublevación e independencia en este mundo abocado al consumo es una de las grandes ideas que flotan en esta obra imprescindible. ¡Que nadie deje de leerla!
P—Publicas el libro y al poquito tiempo comienza la cuarenta que nos obliga a parar todas nuestras actividades de forma obligatoria. ¡Menudo golazo!
R—Un confinamiento forzado no enseña a dominarse ni, por desgracia, a convivir con uno mismo. Desconfiemos de quienes dicen haber descubierto las bondades del dolce far niente. En cuanto se han levantado las restricciones, han vuelto a agitarse con el mismo ímpetu. Toda transgresión reafirma el orden.
P—Aunque, ahora que lo pienso mejor, quizá no hemos parado en el sentido que le das en el libro: porque se han disparado las interacciones en las redes y el consumismo… ¿Otra oportunidad que hemos desaprovechado?
R—Difícil es extraer enseñanzas bajo circunstancias tan aciagas como las que han motivado este parón. Por otro lado, las catástrofes pueden causar grandes males, pero no cambian actitudes. En realidad, las afianza y las consolida. Como ha escrito Juancla de Ramón, esta crisis no es un reactivo que vaya a cambiar la realidad, sino una capa de barniz que fija sus colores.
P—¿Te sientes defraudado por la sociedad?
R—Para nada. Deleuze dice al inicio de su librito sobre Spinoza que el filósofo es como un monje que se pasea de puntillas por un mundo que no es el suyo sin casarse nunca con nadie. Su lema es, por tanto, el non serviam. Me gusta esa idea del filósofo como un anacoreta, aunque en este caso me he servido de la figura del etólogo. Me paseo por las calles, por los mercados, por los bares, anoto una serie de conductas que me llaman la atención y luego reflexiono sobre ellas. En este libro apenas hay juicios morales. Diría que, en realidad, solo hay uno, porque la lucha contra el tópico y el rebaño es una tarea moral.
Me gusta esa idea del filósofo como un anacoreta, aunque en este caso me he servido de la figura del etólogo.
P—Agitación, ¿un libro en contra del ruido o a favor del silencio? ¿Cómo sería más acertado leerlo o presentarlo?
R—Concentrarse no es fácil, y menos cuando estamos sometidos a un sinfín de estímulos. Pero hay quien ha olvidado que, stricto sensu, la dispersión es lo contrario de la concentración. Sirvan de ejemplo aquellos pedagogos que se sirven de los últimos gadgets, pensando que basta con una tableta o con una pizarra digital para que los alumnos aprendan, como por ensalmo. Todos necesitamos silencio y reposo.
P—¿Somos incapaces de estar quietos?
R—A todos nos cuesta estar a solas y en silencio en la agitación de Pascal. Pero es la sociedad contemporánea la que ha llevado esta dificultad al paroxismo.
P—¿Qué influencia tiene en esa incapacidad de silencio nuestra percepción del tiempo? Y me refiero a esa idea de no tener presente, de estar mirando siempre hacia el futuro…
R—Estar proyectados hacia el futuro nos vuelve seres intempestivos. No son pocas las ansiedades que desaparecerían si pisásemos con decisión el sustrato firme del hic et nunc. Por eso trato de señalar que presente y actualidad no son términos equivalentes sino, en puridad, opuestos.
Presente y actualidad no son términos equivalentes sino, en puridad, opuestos.
P—¿Cómo definirías a los agitados?
R—Personas que mucho abarcan y poco aprietan. Ocuparse de muchas cosas es la mejor forma de no hacer nada. Por decirlo con Platón, los agitados carecen de dynamis, que es la capacidad simultánea de actividad y pasividad. La impaciencia del Homo Agitatus es sólo comparable a su indolencia.
P—Entre el ruido y la nada ¿está el capitalismo?
R—Supongo que el ruido nos sirve para tapar la nada. Por volver a Pascal, nos aterra el silencio de los espacios infinitos. La agitación es un movimiento apotropaico. Con él tratamos de espanta la calamidad. El capitalismo y la sociedad consumista atizan algo que está ínsito en la naturaleza humana.
P—Hay muchos fragmentos del libro en los que te rebelas contra la supuesta diversidad de nuestro tiempo. ¿Resulta conveniente para el sistema convencer al mundo de que ya no hay nada por lo que luchar?
R—Quedan grandes causas por las que luchar. Cosa bien distinta es creer que nuestro mundo se define por la diversidad. Hace seis décadas Lévi-Strauss avizoró una civilización producida en masa. El proceso de homologación que hoy se culmina es, a mi juicio, irreversible. Yerran los nacionalistas al pensar que basta con espigar aromas folclorizantes aquí y allá para restituirlo. Uno solo echa raíces en el sustrato firme de una cultura, y hoy la única que existe es la cultura de la agitación.
P—¿Qué podemos hacer para ir contra la uniformidad del discurso?
R—Marcar distancias. Este libro no busca abolir la agitación (tarea que, naturalmente, sería ímproba), sino mover a una cierta rebeldía. Si nuestra sociedad adopta las hechuras de un carnaval perpetuo, no hay mayor acto de insumisión que pararse a pensar.
P—¿Por qué crees que esa incapacidad para aburrirnos es un tema importante? ¿Por qué se merecía un libro?
R—La civilización se funda en el trecho que media entre un deseo y su satisfacción. El sujeto contemporáneo, sobrecargado de estímulos, encuentra en el hedonismo a corto plazo una versión perversa del genio de la lámpara. Puede que aprender a aburrirse no sea el bálsamo de Fierabrás, pero es en ocasiones condición sine qua non de la lucidez.
P—¿Una vida entregada al sacrificio intelectual (y me refiero al estudio del mundo y de los otros) es una vida bien vivida?
R—En absoluto. El saber tiene que enseñarnos a vivir. Plotino dice en la cuarta de sus Enéadas que que ni las matanzas o el saqueo de las ciudades deben conturbar la paz interior del sabio, cuya atención debe dirigirse siempre a cuestiones más elevadas. Eso me parece una idiotez. Por desgracia, predomina esa figura del intelectual como alguien que avizora el mundo desde el pináculo de su torre de marfil. Por voluminosa que sea tu biblioteca, no hay actividad libresca que baste por sí sola para el cultivo de uno mismo.
P—Dices que hay que aprender a aburrirse.
R—Sé que del dicho al hecho hay un trecho. Pero no está mal recordar ciertas cosas. Por ejemplo, que el exceso de información y de estímulos que nos ofrece esta época no es un avance, sino, a todas luces, un retroceso. Cuando Benjamin habló del aburrimiento como un «pájaro de sueño que incuba el huevo de la experiencia» debía de estar pensando en los niños. Estos, a diferencia de los adultos, sí saben aburrirse. Vale la pena perder el tiempo, que no matarlo, en el empeño de recordarlo.
P—¿Cómo conectarse con el aburrimiento en un tiempo donde lo no productivo es inane y, generalmente, se encuentra vinculado a lo reprobable desde un punto de vista clínico y social?
R—Por lo pronto, sacudiéndonos esa mala conciencia que nos induce a sentirnos culpables cuando somos indolentes. Tal es el talón de Aquiles de aquellos seres activos que, según Nietzsche, «ruedan, como rueda la piedra, conforme a la estupidez de la mecánica».
P—¿Te parece posible esa vida lenta en una sociedad capitalista?
R—Dice Zafra en El entusiasmo que, sometidos a un chaparrón constante de exigencias, el entusiasmo íntimo es muestra de libertad. Mi libro defiende una vuelta hacia el interior que nos permita dominarnos y, en la medida de lo posible, adquirir aquello que Nietzsche llamó «Pathos de la distancia». Es decir, aprender a renunciar. No hay que embestir todos los capotes que nos ponen.
P—He echado en falta la voz de pensadoras como Remedios Zafra o Judith Butler. ¿Hay alguna explicación para estas ausencias?
R—El entusiasmo, por decirlo con Zafra, es el carburante que pone en marcha esa gran noria en cuyos cangilones todos abrevamos. He leído mucho a Zafra y, de todos sus libros, mi favorito es (H)adas. En pocas ocasiones se ha explicado mejor la colonización del mundo de la vida por parte del mundo del trabajo. Acertaba al señalar que la creatividad es la añagaza de que se sirve la moderna explotación. Lo veo constantemente en amigos periodistas, diseñadores y creadores de contenido. Se uncen a un yugo que Zafra ya describió pormenorizadamente hace una década. Respecto a Butler, me interesa su crítica al individualismo, pero este es un libro breve y deja infinidad de frentes por abrir.
No hay actividad libresca que baste por sí sola para el cultivo de uno mismo.
P—Sé que la pregunta anterior puede parecerte insolente, pero voy a seguir en esa línea. Y digo: en el terreno de la filosofía todavía existe mucho sexismo. No sólo son pocas las mujeres que son leídas o contempladas en el canon, sino que lo universal continúa estrechamente vinculado a la masculinidad. ¿Me equivoco?
R—Estoy de acuerdo. Este libro bebe en gran medida de los clásicos y por eso las fuentes son esencialmente masculinas. Stendhal afirmaba que el genio femenino escapaba de la gloria, y basta hojear cualquier manual de historia, de matemáticas o de arte para darle la razón. Sin embargo, la realidad es algo más sutil que la frase de Stendhal. No se trata de que dicho genio, que no es sino un camelo urdido por el romanticismo, resultase inasequible, sino que el talento femenino no podía brillar mientras se educase a las mujeres en la conversación, el saber estar y las buenas maneras. Mary Wollstonecraft, Damaris Masham y Mary Astell coincidían en que, si se les seguía confinando a la esfera doméstica, vedándoles el acceso a la educación superior, nunca llegarían muy lejos.
P—Respecto al tono del libro te quería preguntar qué importancia le das al humor en tu escritura.
R—Al tratar temas pesados, intento ser ligero. Platón decía que la filosofía es el único saber que tiene alas y, sin embargo, buena parte de lo que se publica es plúmbeo, es indigesto. O sea, grave. Yo aspiro a la ligereza, que etimológicamente está emparentada con la alegría. Y para eso hace falta soltar lastre. Una de las peores rémoras del filósofo es la jerga académica. Yerra quien olvida que la filosofía es una rama de la literatura. Mis ensayos son literarios, son juguetones y, por ello, tienen mucho humor.
P—¿Para qué sirve la filosofía?
R—Nos enseña a ser autónomos y eso, mal que bien, ayuda a vivir una buena vida. Difícilmente la logra quien no es libre. Eso es lo que Platón defiende en el Protágoras cuando, por boca de Sócrates, recomienda ocuparse del alma antes que del cuerpo y de los bienes. En cualquier caso, acepto que, aún teniendo sentido, la filosofía sea inútil. Por eso al inicio de Agitación recupero a Céfalo de Siracusa, que llevaba una buena vida filosófica sin recurrir aparentemente a la reflexión filosófica. Para estupor de Sócrates, Céfalo renunciaba a las pasiones y sobrellevaba los achaques con verdadera sabiduría. Que dicho encuentro aparezca en el primer capítulo de la República de Platón, que es el libro que inicia la tradición filosófica de occidente, me parece un magnífico aviso a navegantes.
P—Y ligada a la pregunta anterior: ¿para qué sirve pensar en la naturaleza de la sociedad contemporánea?
R—Por un lado, para conocer lo que nos rodea; y, por otro, para conocernos a nosotros mismos. Nos guste o no, somos producto de la sociedad que nos alumbra.
P—¿Hay alguna esperanza para los agitados?
R—La habrá si hacen suyo el dictum de Persio y no se buscan fuera de sí.
Nos guste o no, somos producto de la sociedad que nos alumbra.
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