A menudo cuando deseo escribir sobre un libro la vida se antepone. Las experiencias transforman la lectura. Eso me pasó con Las ceremonias del verano, de Marta Traba (Firmamento). Aquí apunto las razones por las que creo que es éste un libro luminoso, necesario y que viene a recordarnos la gran voz que supo cultivar esta escritora, nacida en Argentina pero hija y madre de ninguna parte. Intento que mi vida no interfiera en mi juicio lector, pero no siempre es posible. No siempre resulta relevante o, incluso, ético, marcar una raya que deje fuera lo vivido de lo plasmado en una lectura compartida. A veces se puede explicar mejor una obra mostrando las heridas o dejando al descubierto la vulnerabilidad. Y, si no es así, al menos es la forma que tengo hoy de verlo y de contarlo. Que todo el mundo me lea este maravilloso libro.
El lenguaje como acervo íntimo
Leo a Marta Traba: «La vida debería ser una constante celebración secreta». El gran trabajo de mi vida es ése, celebrar la alegría. Y sin embargo... Leo a Traba en una época difícil y comprendo la fuerza que ha tenido siempre en mí el lenguaje: la posibilidad de comprender —de soportar— la vida a través de él, de poner en palabras la herida. Y son éstos precisamente los temas que atraviesan los tres relatos de Las ceremonias del verano, una narración asombrosa sobre el empeño de la luz por avanzar contra las sombras.
Mientras releía este libro recibí la noticia del fallecimiento de Margarita, mi hermana casi melliza. Aunque nuestra relación había sufrido brutales averías a causa del paso del tiempo y la distancia, un rayo atravesó mi esqueleto. Quise escribir ese mismo día algo, pero no pude. Yo, que me gano la vida escribiendo, me había quedado sin palabras. La última vez que nos vimos viajábamos en un colectivo de la línea 6, Constitución-Retiro. Fue muy poquito antes de que yo abandonara el país para siempre. Cuando nos despedíamos me dijo: «Volvé pronto de visita». Y yo: «Obvio». Mentí, pero no lo sabía; porque cuando sos joven tomás decisiones sin reconocer su carácter drástico o la dimensión de sus consecuencias. Recuerdo que le sostuve la mirada pensando «quiero recordarte». Me acuerdo porque es éste un mecanismo que he repetido con frecuencia a lo largo de mi vida. Y vuelvo a vivirlo-pensarlo porque es algo que también está muy presente en el libro de Traba: los mecanismos voluntarios para construir nuestra historia, para volver a los lugares y a las personas desde otro lugar. También la escritura como un mecanismo de reconstrucción permanente.
Quiero acordarme de esto. Buenos Aires era una fiesta. En El Patio de los Naranjos estaba la heladería abierta, aunque recién estábamos en noviembre. Quiero pensar en este día, con estos exactos colores, cuando mi ciudad sea otra —«ese día a las tres de la tarde en alguna parte del mundo, donde también habrá verano, deberá acordarse de este momento»—. En 15 años apenas hablamos. Construimos una distancia y la sostuvimos con el orgullo de nuestro apellido. Pero siempre ha vuelto a mi memoria esa noche porteña de promesas y helado. Y pienso ahora en la protagonista de «La Vermeeriana», una joven que se aferra a la rutina del presente, al niño y al perro que le acompañan, a Clementina, con su historia y su conversación incesante. Quiero acordarme de esto. También lo piensa, mientras observa el sol de la tarde sobre el jardín y dice: ¡qué bello, qué bello! Porque «eso es ella; una memoria agradecida ante esta naturaleza en proceso permanente de acumular belleza».
Y hay algo bellísimo en ese relato: la protagonista no tiene nombre. Es una mujer que ha decidido saltar el muro de las imposiciones sociales y ha rechazado un matrimonio seguro para criar sola a su hijo. Lo que sabemos de ella es que se ha lanzado en brazos de la vida con ansias de libertad. Y eso es suficiente. Tenemos entonces una ella esplendorosa, que quiere vivir al máximo y a quien la pobreza parece no importarle. Una mujer que ha perdido mucho por el camino y que, sin embargo, reboza de ilusión.
Y antes de esa ella liberada hay una niña. «Yo soy esa muchacha que llora sin parar, en el fondo de un cuarto oscuro», leemos en «Il Trovatore». Un primer relato contundente sobre una adolescencia rebelde, atravesada por la música de Verdi y la desesperación de Ana Karenina, que se plasma en las páginas con los colores de San Isidro: ese Gran Buenos Aires de árboles centenarios y jardines suntuosos, donde también hay dolor. Otra ella que ansía una vida distinta, y que sueña.
Ahora bien: ¿por qué quiso Traba narrar desde ese lugar? ¿Por qué insistió en difuminar la identidad de sus protagonistas? Se me han ocurrido muchas hipótesis. Me quedo con ésta: la libertad está en la disolución del yo, en la posibilidad de observar y entender el mundo desde una voz que narra a las muchas que nos habitan. En la posibilidad de construirnos, contra todo pronóstico, libres —siempre en movimiento, siempre ajenas a los mandatos patriarcales y sociales, siempre cantarinas—.
Cuatro voces, una mujer
Una adolescente que presiente el beso del futuro. Una joven renegada del amor en la peor ciudad del mundo para eso, París. Una madre soltera que sobrevive al paso del tiempo en un pueblo sin noche. Una mujer adulta que reconstruye con la lentitud del lenguaje lo vivido, el amor pasado-perdido, las voces de las otras yoes en cada recodo del camino. Todas mujeres distintas que podrían componer una misma mujer transformada por la experiencia de la vida.
Las ceremonias del verano se construye desde estas cuatro voces y conquista nuestra mirada por esa intención de luz en medio de la soledad o del desierto. Las voces se entrecruzan y allí donde había desidia surge la posibilidad revolucionaria de la risa y la alegría, transformándolo todo, también el lenguaje.
Podríamos pensar que estamos ante la construcción de un mismo personaje que trasciende todas las etapas vitales y que asume una identidad distinta en cada una de ellas. «Todo cielo es playa, aterida, constelada, despojada playa». Quizá en la comprensión de esta idea, de las muchas que nos forman, tan dispares, tan lejanas, tan odiosas a veces, resida la única armonía posible de la vida. Reconocerse en (y desde) el presente, quizá ésa debería ser la única meta posible para la existencia. Y nada más. La ceremonia íntima del Ahora, el viaje de lo posible —«y allí te mostraré un armario con espejo de luna, el más bello del mundo»—.
El pasado, eso que nos une (y nos separa)
A las cuatro mujeres les ocurre una cosa: tienen un pasado extraño que las ha obligado a hacer pie en un mar helado y a tomar decisiones drásticas. Lo que es la vida, si lo queremos. Y la familia impone una distancia en todas ellas que, por diferentes razones, las lleva a rumiar su soledad buscando luz en otra parte. Pasados difusos. Quizá sea ése el punto en que se encuentran. Y yo pienso que siempre los libros llegan a nosotras por algo. Como elixir balsámico me bebo de nuevo las palabras de Traba para entender. Y encuentro aquí maravillosos fragmentos sobre la relación con el pasado, la dificultad de ver con claridad y la potentísima perspectiva que supone la extranjería en ese proceso de reconstrucción íntima. También reviso nuestro pasado compartido. Una familia en común. Una infancia rural. Veranos en Manantiales. Y siempre en medio la guitarra. Y me atraviesa Hemingway, que también está presente en este libro de Traba, cuando dice: «que la cabeza no sea capaz de reconciliarse, es lo peor que pueda pasar».
Hay una escena brutal en «La Veermeriana». Siento volver a este relato pero estética y formalmente me parece el mejor de todos. El suicidio de la hija de Clementina. El desgarro de Clemé. La turbia tristeza cubriendo la rutina de la protagonista y sus intentos desesperados por recuperar la voz de su amiga parlanchina. ¿Dónde la luz?, me pregunto. En la narrativa de Traba las voces se naturalizan como si fueran parte de la propia experiencia: el humor tiene ese tono agridulce del Río de la Plata pero teñido con las modulaciones de lo viajado. Hay una lucidez que se manifiesta no sólo en el estilo (que fusiona ironía y desazón) sino también en las historias (la maduración de los personajes). Y pienso que para escribir algo así hay que pensar que lo único que tenemos es ESTO —cuerpo, piel, células— y una desesperada necesidad de disfrutar y de aferrarse al goce. «Ha descubierto una forma estable de la felicidad que es ver, sentir las cosas», leemos.
Ante esta forma de estar la muerte es un obstáculo que imprime temor y que adelgaza las vértebras. ¿Se puede encontrar luz en estas circunstancias? Yo, que soy atea y agnóstica —y sí, se puede ser ambas cosas y, en algunos casos, como el mío, se debe— y que no creo en nada que no pueda atravesar con mi cuerpo, intento captar un triángulo de luz. Y ahí está Traba y toda la literatura que más me importa recordándome que el único estado no físico posible de habitar es la memoria. Y ahora me encuentro con la voz de Siri Hustvedt, cuando en su maravillosa novela Recuerdos del futuro solapa —o hace coexistir— a una misma narradora en dos tiempos-espacios distintos. Leemos: «En esa sorprendente realidad de cuatro dimensiones, las dos podemos encontrarnos, en teoría, y estrecharnos la mano y conversar, porque en el universo de bloque el tiempo no fluye, ni gotea ni se escapa, y si uno viaja hacia el pasado o hacia el futuro, no cambia nada».
Suprimir la sinrazón de tiempo y espacio a través de la memoria
Mi hermana casi melliza tenía 39 años. En julio habíamos hablado y me contó que estaba haciendo un trabajo sobre la mujer en el mercado laboral. Era antropóloga. Crecimos juntas y nos parecíamos en la rabia que aguijoneaba en nosotras el silencio familiar. Y nos diferenciamos en las formas. En el silencio que ella adoptó y en la huida que fue mi única alternativa de supervivencia. Ese día quise recomendarle a Oliva Schréiner y El Entusiasmo de Remedios Zafra, pero no lo hice. También me habría gustado que pudiera leer este libro de Traba, tan lleno de luz. Nunca nos parecimos. Yo era una niña arisca pero de ánimo revuelto: vivía con la congoja en el cuerpo y la sensación de que había algo terriblemente malo en mí, porque no era capaz de sentirme amada. Este temor era extensible a mi relación con ella. Margui era misteriosa e inalcanzable. La familia es el mosquito prehistórico. Podés encerrarla en liquen, hacer como que no existe y sobrevivir a los años, pero tarde o temprano alguien toca ese diente de mármol, se diluye la viscosa y asoma el pasado como una fiera. De otra época son también las tristezas. Una cosa peligrosa la familia. Una cosa incomprensible la relación ex profesa que nos mantiene atados al dolor y a los otros. Una herida abierta a la noche, para siempre. Y no lo digo yo. Escribe Hemingway: «incluso cuando uno ha aprendido a no mirar a las familias y escucharlas ni contestar a las cartas, la familia encuentra algún modo de hacerse Peligrosa». La familia —que nunca son las personas sino el sistema que se impone entre ellas y socava la fluidez de la armonía— como una daga envenenada: lo que toca, carne que se vuelve putrefacta y que ya nunca volverá a unirse. Cómo deseé verte fuera. Cómo soñé que librábamos juntas esta batalla contra la cruz del pasado. Sólo yo sé cuánto. Y ahora vos.
No tengo fotos con ella. Sólo la instantánea de mi memoria: «quiero recordarte». Tenía 39 años, una dulce manada humana y un grupo de amigas maravillosas: Lore, Gabi y la Chana. Yo no creo en nada que no pueda tocar con los dedos pero sí en la memoria. Algo que me enseñaron los libros y que me recuerda Marta en este libro maravilloso. «Recuerda muy bien aquella playa negra, enorme y vacía. Dondequiera que esté cierra los ojos, y la playa se desenrolla como un tapete mágico, como la piel de una tierra redonda y caliente». No creo en la posibilidad de un reencuentro venidero sino en la posibilidad de vivir para siempre en los instantes felices. Revivir esos días intensamente como si volvieran a suceder.
Y me gustaría decirles a Luci, Uli y Luciano que ese lugar es posible, y habitable. Porque el único legado que tenemos es el de lo vivido, que se amplía en el presente —ese Ahora que es también memoria revisitada—. Aunque la memoria tenga forma de cuchillo, que también lo dice Hustvedt. Me gustaría decirles que la vida es una dulce celebración secreta. Quiero acordarme de esto. Quiero acordarme de todo. Con la voz de un lenguaje sucio que no perdona el abandono pero que anhela un sabor más dulce en la memoria y que se reconoce en la protagonista de «¡Pase! ¡Vea! ¡Entre! al laberinto del amor...» cuando «se para, cierra herméticamente la ventana, se acuesta y se cubre con colchas y edredones hasta que ya no se le ve sino un mechón de pelo perdido sobre la almohada; es pleno verano, pero tiene un frío atroz». Nadie debería dejar de leer a Marta Traba, que tiene una privilegiada capacidad para contar el dolor y la pérdida desde un lugar de luz y posibilidad. «Mi sombra viene conmigo y no la puedo arrancar», seguiremos guitarreando en la memoria, querida Melli.
LAS CEREMONIAS DEL VERANO. MARTA TRABA FIRMAMENTO. 2021
2 Comentarios
Maravillosa reseña, de verdad. Un abrazo y gracias
ResponderEliminar¡Muchas gracias, Verito! Me alegra mucho que te haya gustado. Un abrazo para ti también.
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