Francis Scott Fitzgerald. La literatura como redención

Francis Scott Fitzgerald, más allá de «El Gran Gatsby»


Con algunos escritores la perdición es inmediata. En cuanto llegamos a sus primeras palabras ya nos tienen conquistados, y es para siempre. Creo que eso es lo que a muchos nos ha pasado con la obra de Francis Scott Fitzgerald; quizá uno de los autores más sorprendentes de su generación. Hay algo de hipnótico en su escritura; todo lo que leemos sugiere un mundo subterfugio al que sólo podemos acceder con verdadera pasión lectora. Un universo íntimo que nos revela a un escritor sumamente exigente consigo mismo. Analizamos aquí su huella en las Cartas a mi hija, sus cuentos y su novela Suave es la noche.


Cartas a mi hija


Hay algo sumamente determinante en la escritura de Fitzgerald; algo que tiene que ver con el compromiso con su época. Al leerlo nos aventuramos en un viaje hipnótico a una época de despertar. El sueño aristocrático está cayendo en picado y la vida se muestra cruda, como siempre ha sido, sólo que ahora todos deben asumirlo. Y esto es lo que encontramos en todas sus historias: personajes que deben asumir las consecuencias de sus actos, que deben aceptar el final de una era, que se ven enfrentados a sus demonios más terribles y deben tomar alguna decisión al respecto. Al leer la biografía de Fitzgerald podemos intuir de dónde viene esa mirada. En su ADN se inscribe la pérdida prematura de dos hermanos que fueron, según manifestó el propio escritor, condicionantes ineludibles para dedicarse a este oficio.

En el prólogo de Cartas a mi hija, Scottie Lanahan, la destinataria de esas misivas, dice que su padre acompasó su vida para que se ajustara a la historia del país. Murió cuando hubo terminado la Gran Guerra y antes de que se complicara todo nuevamente y estallara la Segunda Guerra Mundial. Ese mismo año, le escribió a su hija, a propósito de un cuento que ella acababa de escribir: «No te valdrá ni la independencia económica ni la inmortalidad. Pero harás bien en publicarlo, si puedes, aunque no te paguen y sea tan sólo en una revista universitaria». En una correspondencia intensa Scott escribe a su hija: quiero que seas así. No obstante, no deja de ser un libro con un atisbo de ternura y de comprensión, así como una ventana para entender la gran afección que supuso para él su vida con Zelda, su esposa, que padecía esquizofrenia. «Creo que el peso que una persona afligida ejerce sobre una normal siempre tira hacia abajo, es deprimente y puede llegar a causarte una cierta parálisis». Una relación que lo marcó profundamente y que condicionaría su forma de entender la vida y la escritura. Asimismo, es un libro que nos permite intuir el altísimo grado de exigencia que tenía para consigo mismo y que proyectaba, inevitablemente, en su hija.

Resulta difícil creer que Fitzgerald haya tenido tantas dificultades económicas. Pero experimentó este problema durante gran parte de su vida. Aparentemente su deseo más profundo era dedicarse exclusivamente a la novela; sin embargo, tuvo que destinar muchísimo tiempo a la escritura de relatos y otros textos para poder mantenerse a flote y sostener a su familia. Resulta imposible pensar que alguien pueda leer a Scott Fitzgerald sin sentir una conmoción tan grande que lo vuelva incapaz de retomar su rutina. Este libro, estas cartas, nos permiten comprender mejor el alma de Fitzgerald: su preocupación por el futuro y su amor fraterno. «Me alegra que estés feliz, aunque nunca he creído demasiado en la felicidad. Tampoco he creído nunca en la tristeza. Son cosas que ves sobre un escenario o en la pantalla o en las páginas impresas; nunca te ocurren realmente en la vida».




Suave es la noche


Suave es la noche es un libro que empieza bien de entrada, haciendo pie en una de las odas fundamentales de John Keats. «¡Ya estoy contigo! Suave es la noche / quizá la reina luna esté ya en su trono / rodeada de sus estrellas Hadas / pero aquí no existe la luz». Una novela en la que el deseo irrumpe para poner patas arriba la quietud de una vida organizada. Nos cuenta la historia de Dick, un psquiatra que se casa con Nicole Warren, una de sus pacientes, y se compromete a cuidarla del dolor del mundo. La gran pregunta que atraviesa la novela es si alguien puede prometerle a otra persona tanto; si es posible cuidar hasta las últimas consecuencias. Hay algunos fragmentos extraordinarios que nos permiten intuir el gran conocimiento que Fitzgerald tenía sobre la convivencia con alguien con una patología mental brutal. Leemos: «La verdadera batalla comenzaría luego, cuando llegaran a casa y se tuviera que pasar horas y horas procurando recomponer el universo para Nicole»

Suave es la noche nos ofrece una escritura totalmente impregnada de delirio; quizá una historia que tiene mucho en común con otra importante historia de Fitzgerald que es El Gran Gatsby, pero que, a diferencia de ésta, está centrada en la vida interior de los personajes. Esto no significa que el contexto no modifique sus vidas sino que las experiencias íntimas tienen mucha más relevancia que los hechos, los acontecimientos sociales o económicos. Es como habitar momentáneamente esas casas, formar parte de la vida de estas criaturas dobladas por la vida.

Hay una cosa que a mí me interesa especialmente de este libro y es el manejo del tono en relación a los trastornos mentales. De alguna manera el ritmo de la novela y el tono nos van llevando por un mundo que de pronto se convierte en algo casi delirante; en determinado momento no sabemos bien qué es lo que está pasando, si lo que nos está contando es producto de la enajenación del narrador o si todo ocurre tal cual te lo está contando. Además, está estructurada en tres partes que nos permiten acercarnos a la historia en tres momentos distintos; permitiéndonos así una comprensión completa y compleja de las realidades de los personajes.


Los cuentos de Scott Fitzgerald


En los cuentos de Scott Fitzgerald hay muchos elementos interesantes pero lo que a mí más me deslumbra de ellos es que nos muestran una realidad pequeñísima pero de una forma muy amplia. Se centra en situaciones bastante comunes o sencillas a simple vista, que dan un giro rotundo ante la aparición de un elemento extraño. Por otro lado, Scott consigue con un lenguaje directo y claro poner sobre la mesa inquietudes filosóficas o políticas que podrían pasar desapercibidas sin que por ello la historia perdiera fuerza o importancia.

Si nos centramos por ejemplo en el cuento «El curioso caso de Benjamin Button» encontramos una historia sumamente interesante que tiene como tema principal nuestra relación con el paso del tiempo y las etapas de la vida; y, sin embargo, nos habla de un montón de otros temas, como la dificultad para ser felices o afrontar cada etapa de la vida con entusiasmo, con las herramientas que tenemos en ese momento. La idea le vino a Fitzgerald al encontrarse con una frase de Mark Twain en la que expresaba lo paradójico que resulta que cuando nacemos seamos tan incapaces de vivir y esa sea la etapa más importante de la vida y la más feliz, la más dichosa, y cuando morimos, con toda la experiencia reunida, tengamos la peor de las etapas.

De algún modo este cuento es una indagación en torno a cómo sería la vida si naciéramos viejos, si fuéramos rejuveneciendo a medida que cumpliéramos años; pero también permite un montón de reflexiones sobre la discriminación, sobre las exigencias sociales y la gran dificultad que tienen las personas extraordinarias para vivir, porque la sociedad les pone muchas trabas a su felicidad. Y todo eso en un relato hiperrealista con elementos de fantasía pero que concatenan perfectamente con la realidad, dado que ofrecen una metáfora contundente e ineludible. Este estilo se acompaña de reflexiones muy escuetas, a la vez que intensas y profundas. Y aquí, quizá, encontramos lo más interesante de Fitzgerald: su gran capacidad para, a través de un lenguaje directo y cercano, reflexionar sobre acontecimientos poéticos absolutos. En su voz tampoco falta lirismo ni color. Veamos por ejemplo este comienzo: «Las cinco de la tarde cayeron desde el sol y se hundieron silenciosamente en el mar. El collar dorado creció hasta ser una isla resplandeciente»

Hay una historia en los cuentos completos que a mí me fascina que se llama el El Palacio de hielo. Una chica del Sur se enamora de un joven del norte y se va a vivir con él. Toda esa fascinación que sentía por esa región lejana, se va transformando en animadversión cuando más lo conoce. Poco a poco se va dando cuenta de que echa de menos el sol, la alegría y el calor de su casa. En determinado momento, se encuentra perdida en un palacio de hielo, construido después de una gran nevada, y lo que tendría que ser un momento de diversión se convierte en una desesperada necesidad de volver a casa.

Hay muchos asuntos tratados magistralmente en este cuento. Podríamos citar la reflexión sobre las diferencias entre el norte y el sur, que es un tema recurrente en la obra de Fitzgerald y sobre el que también encontramos referencias en Cartas a mi hija. Pero también, y creo que es una de las cosas que más me interesan de este cuento, hay una mirada al desencantamiento amoroso: a medida que va pasando el tiempo y que la protagonista conoce mejor a su amante, la relación pierde fuerza y la experiencia se enquista.

Scott Fitzgerald es, evidentemente, uno de esos autores a los que vuelves con la ilusión del primer día, y nunca te defrauda. Y no me quiero dejar fuera la estrecha relación de su narrativa con el surgimiento del jazz. Su interés por la escritura y su empeño en el oficio, a pesar de que las condiciones no siempre fueron las más adecuadas, lo han convertido en el autor más destacado de la Generación Perdida, a caballo entre las dos guerras mundiales, al límite siempre, pero sobre todo, comprometido con el futuro. Los niveles de autoexigencia que manejaba se pueden percibir con claridad en sus cartas. «Sólo creo en las recompensas por la virtud (según el talento que uno tenga) y en los castigos por no cumplir con tus obligaciones, que sin duda se pagan caros». El temor de ser un lirio descompuesto, quizá, lo llevó a insistir hasta el último instante con una escritura renovadora y subversiva. «El lirio que se pudre huele peor que la maleza», le advierte a su hija en una carta, apoyándose en aquel aforismo de Shakespeare. Leerlo es recordar que todo lo que tenemos son nuestras capacidades que deben ser puestas a funcionar con voluntad y trabajo.

Pero podríamos seguir un poco más. Es posible que Fitzgerald haya experimentado en el oficio una especie de oportunidad para ahondar en los cimientos del alma humana; un camino de autoconocimiento pero también de espacio donde ordenar sus experiencias afectivas. Y, en última instancia, podría pensarse que obtuvo en la escritura la promesa de una cierta redención. Cada libro como una marca nueva que aliviara el peso que la muerte depositó sobre sus hombros siendo niño. La escritura y su ambivalencia: la comprobación del daño y el cauterizante para sobrevivirlo.


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