Es posible que la literatura no nos salve. Incluso, en mis días grises, llego a tener la sospecha de que quienes amamos las palabras terminaremos ahogándonos en ellas sin ser capaces de atrapar la belleza de la vida. Contra lo que pensaban los griegos, el lenguaje se me muestra como una cosa difusa, incapaz de representar lo que nombra. Pero después leo estos cuentos de Hubo un jardín de Valeria Correa Fiz (Páginas de Espuma) y confío; porque son las palabras lo único que tenemos para explicarnos y desconfiar de ellas es un camino sin retorno al vacío más absoluto. Además, vos y yo —y hoy me vas a permitir mi lengua gaucha— sabemos que un buen cuento puede salvarte un poco la vida, ¿verdad? Dejame decirte que el remoto jardín al que aluden estos cuentos es una fuente prodigiosa de luz, una plegaria para acompañar nuestra soledad.
El horror de la belleza
Se habla de encontrar la belleza en el horror, y tenemos muchos ejemplos de escritores y escritoras que han sabido mostrar esta parte de la vida con lucidez, pero poco se dice de la parte de horror que contiene la belleza. Quizás la vida es demasiado dolorosa como para buscar en la alegría la espina del pasado; sin embargo, me parece importante. Estos cuentos de Valeria Correa Fiz parecen escribirse desde ahí. La semilla está en la herida que asoma cuando somos felices. La perspectiva es importante. Este libro tuerce la mirada para mostrarnos lo insospechado: la cara olvidada de la historia, el punto de vista que impone la dulzura.
Cuando leés a Valeria la luz se filtra y es imposible no preguntarse por la belleza: ¿existe ésta antes que el horror? ¿Seríamos capaces de percibir lo maravilloso sin algo con que contrastarlo? Y la alegoría del lugar donde existió un jardín me parece perfecta para nombrar la belleza tétrica y luminosa que nos habita. Los jardines silencian en su planificación detallada la voz salvaje de la naturaleza que duerme en cada semilla, el horror que arrastra la vida en su suceder constante, y acá se los nombra para aludir a la brutal conmoción de la experiencia vital en su relación directa con la herida. En estos cuentos los personajes son sacudidos por una pena muy grande, un asombro o un descubrimiento a destiempo, pero el punto de partida es la luz o un chispazo de dulzura que se tiñe de sombras. Y estoy pensando en Vanesa que descubre las primigenias formas del deseo y con él asoma el dolor. Y también en Clap y el cuento «Donde mueren las perras», que en su tremebundo color enciende una llama que no se apaga cuando se termina el libro.
Lo que vas a encontrar acá son unos cuentos terribles en torno a la violencia psíquica, a las infancias rotas y a los futuros desesperados; una reflexión sobre la torpeza con la que nos movemos todos en este mundo, marionetas luchando con la propia vida huyendo de la muerte. Vas a encontrar también una invitación a los libros, una entusiasta defensa de las vidas posibles que permite la lectura. Y vas a descubrir a una de las mejores cuentistas contemporáneas. Los cuentos de Hubo un jardín, donde el terror de la vida se asoma descarnado, te van a entusiasmar tanto si lo que querés es pensarte mejor como si deseás encontrar un libro-plegaria que te acompañe en tus noches grises. Es un cuentario extraordinario donde caben también los nombres secretos, que son los que nos salvan. «Los nombres secretos son los más importantes porque con ellos nos apropiamos del mundo».
Las casas que nos sostienen
La arquitectura es una disciplina que parece obsesionar a Correa Fiz, que la incorpora a toda su obra y la aprovecha para sacarle el jugo a su material alegórico. En sus cuentos aparecen casas, ingenieros, jardines que se desplazan, monumentos, piedras, puertas... Y voy a citar de ejemplo uno extraordinario, «Hotel Eden». Una adolescente visita un hotel de historia ambivalente y oscura, deseando conocer el germen de las historias que ha leído. El hotel se nos muestra como una maravilla arquitectónica que ha sufrido la devastación del tiempo, pero que continúa atrayendo a los turistas. Pasó de ser «lugar de descanso para tuberculosos, pero su emplazamiento de lujo y, posteriormente la Segunda Guerra Mundial, lo han convertido en el spa de la burguesía». Entre las muchas lecturas que se pueden hacer de esta historia me quedo con esa fijación de la autora con los cimientos, que se ve reflejada también en el exquisito trabajo de la forma. Y esto me parece muy importante, sobre todo en el cuento. Valeria tiene la capacidad para construir libros ladrillo a ladrillo, obras de arte monumentales que se sostienen en el tiempo, y se deja el corazón en conseguir un equilibrio imposible entre estructura y sentido.
La gracia de un cuento está en la justa representación simbólica del universo tangible (que puede ser real o imaginario), es decir, en que los elementos que aparecen en escena permitan visualizar ese mundo y lo vuelvan creíble, lo que quiere significar, verdadero. Conseguir el equilibrio perfecto entre elementos y significantes es el mayor desafío para cualquier cuentista y Valeria Correa Fiz trabaja esta relación de una forma que me interesa mucho. Encontramos un juego narrativo en el que aparecen un montón de elementos armoniosos que son acompañados por uno que desentona, y esa rareza, ese elemento forastero, trae la chispa vibrante a los cuentos. Yo la leo y entiendo qué no me gusta de la mayoría de los otros cuentos que me parecen buenos pero no me fascinan. Yo la leo y entiendo que su visión del cuento es arquitectónica: piedra a piedra; aunque tampoco se olvida de la importancia del espíritu, la intensidad, la fuerza que permiten que el texto cobre vida. Sus cuentos son magistrales porque Valeria sabe tejer las tramas, construir personajes inolvidables, ordenar cada elemento de la narración y justificar cada una de las palabras que riegan sus libros. A esto se le suma su forma honda de mirar el pasado de los personajes, ofreciendo clemencia, ternura y amabilidad incluso en medio del desastre. Así reconstruye sus posibilidades con finales abiertos y luminosos, tal vez con el deseo de que vivan lo mejor que puedan. «Disfrutar a pesar de todo porque el pasado no se puede corregir».
Inmensidad, eucaliptos y pobreza
Hay una cosa que le ha ofrecido la literatura argentina a la vasta tradición de nuestra lengua, la idea de inmensidad. En ninguna otra tradición el paisaje se extiende ante los ojos con esa fuerza infinita. Por eso ese país de cuento es tan poderoso. Y por eso leer a Valeria es zambullirse en un contexto inmenso que parece que no va a acabarse nunca. La anchura de sus cuentos no sólo se nota en el paisaje, también en el punto de vista narrativo y en las experiencias vitales de los personajes. Ahora estoy pensando que a lo mejor todo esto tenga algo que ver con nuestra nostalgia hereditaria, esa cosa extraña que como país mestizo traemos de fábrica.
Lo veo en todos los cuentos. En el primero, por ejemplo, «La Celestial». El pueblo y el matadero. El loco y los animales. Los niños malos y el poeta. Y en medio, un monte de eucaliptos. Tenemos los elementos armoniosos y el que desentona, tenemos la noche pampeana y el monte de eucaliptos. Y en esa inmensidad oscura, la luz: «Atravesamos el bosque de eucaliptos con el cielo rajado por relámpagos como navajazos de luz». La amplitud se ve también en el tratamiento del horror partiendo de la belleza, que decíamos antes, y en las posibilidades del mundo desconocido al contorsionarse las fronteras entre lo real y lo imaginario. Ahí, en ese vórtice que se abre, fisura que elimina los dogmas y las teorías irrefutables, asoma lo verdadero, que siempre se nutre de dulzura y melancolía, un poquito de esto y un poquito de aquello. Leemos: «La luz y la oscuridad, lo comprendo ahora, pueden habitar un mismo pliegue».
Creer que los límites entre lo bello y lo siniestro están claros es asumir una vida de llanto constante; por el contrario, aceptar la grieta gris de la existencia como cosa que se nutre de esta desconcertante ambivalencia, a lo mejor nos ayuda a doblegar la angustia vital y a doblar las alegrías. Quizá algo de eso es lo que vienen a decirnos estos cuentos. Por mi parte, leo a Valeria y me siento en casa. Como te pasa, y seguro que a vos también, con aquellos libros que sentís que fueron escritos para vos, para que vos los leas. La leo para recordar por qué me fui de los sitios inmensos y también por qué no he podido volver. Explicar esa orfandad, que es todo lo que conocemos, esa orfandad heredada —un misterio inconmensurable lo que somos— que palpita en la sombra que somos, también a través de la literatura. «Quería entender el pasado de un país cuyo presente oscuro me parecía y me sigue pareciendo incomprensible». Y llego hasta acá y no quiero olvidarme de la interesante reflexión subterfugia sobre los orígenes de nuestro país, sobre el pasado y también el presente, sobre la precariedad y las gestiones políticas desastrosas, sobre la alegría de las palabras nuestras y la rabia de la violencia del sistema... Y seguro que hay muchas otras cosas que ahora se me escapan.
La casa y el jardín vacío
La soledad es otro de los grandes temas de este libro. Esa soledad de los raros, los despreciados, los que siempre hemos preferido los libros a la noche, los que no cabemos en el mundo de los otros porque nuestra manera de mirar se tuerce sin que nos demos cuenta. Lo piensa Merceditas: «Yo sentía aprecio por cosas que los demás despreciaban. Estaba sola en mis filias y también en mis fobias. Pensar diferente, lo sé ahora, es una de las formas profundas de la soledad». En ese sentido, me parece que también estos cuentos son una especie de jarabe contra la rareza que nos va dejando solos y solas.
Y me gusta pensar que los protagonistas de la mayoría de estos cuentos tienen el don de la videncia. Los veo capaces de ver por encima de la superficie y de analizar el mundo a otro velocidad, con otros colores, y a lo mejor eso es lo que empuja la narración con esa fuerza viva que nos arrastra. Y estoy recordando a Merceditas, Vanesa, al loco Claudio y a Marcela, a quienes los ojos les juegan una mala-buena pasada y quienes, pese a la sordidez de la realidad, parecen ser capaces de habitar ese jardín que estuvo antes y ahora ya no. ¿Es esta cualidad la que los vuelve inolvidables? Es posible, ¡criaturas mágicas que sostienen nuestra propia realidad con una luz fatua! Y gracias, Valeria, por ellos.
Me gustan las autoras que se fijan en los detalles. Que trabajan amparadas por una tradición contundente, pero que saben ir más allá, hasta arrancarle a la noche una voz propia inconfundible. Supongo que a esta altura coincidirás conmigo en que no hay un único cuento para nombrarnos pero que algunos nos cobijan mejor que otros. A mí me pasa siempre con Valeria. Lo que escribe me nombra y me renombra; su fijación con los objetos, con las tumbas, las puertas y los huesos alumbra más mi curiosidad semejante, y su manera de trabajar lo mínimo y lo simbólico me deja siempre perpleja —esponja asombrada que absorbe el lenguaje como una cosa nueva y lee: «Los objetos son huellas del pensamiento»—.
El duelo anticipado
Hay un cuento de Hubo un jardín que quiero subrayar especialmente. Es «El invernadero de Eiffel». Lo nombro porque me parece una pieza brutal y porque no he sido capaz de terminarlo sin conmoverme profundamente. El horror de las palabras es la mejor forma de belleza que existe, pienso. Vanesa es enviada a casa de sus tías porque a su madre van a operarla de un cáncer uterino. La niña no sabe qué ocurre, la mamá le dice que tienen que vaciarla, y nada más. «Vaciar. ¿Una mujer sin sus órganos reproductores es una cáscara?», piensa Vanesa. Este cuento es el testimonio de la herida eterna que suponen los silencios familiares; esa incomprensión del mundo adulto sirve de barbecho para que la imaginación extraviada construya su propio huerto del horror.
Este cuento es el relato de la anticipación del duelo, una experiencia que, como una raja, define la psique de una persona para siempre. Y lo destaco porque es un acto de maestría el modo en que Correa Fiz nos presenta ese dolor futuro de Vanesa. No ha sensiblería, más bien un texto rotundo y a veces tremendo que va creciendo desde un acontecimiento bello (el descubrimiento del deseo) hasta tocar el dolor. De esta manera, nos adentramos con ella en la belleza del jardín para descubrir que ahí también pueden crecer plantas con propiedades para matarnos. Esa herida que se abre no cierra cuando el mundo se acomoda, esto también lo vemos. Vanesa siente-sabe que tiene que prepararse para despedirse de su madre, y se aferra a esa nueva existencia, esa soledad, como puede, y ya no hay vuelta atrás. «Pero mi madre estaba ahí: no la habían vaciado», le dicta el desconcierto. Leo este cuento y me pregunto por las palabras que nos faltaron; palabras que habrían hecho menos doloroso, menos categórico y menos definitivo el desenlace de todas nuestras historias.
La literatura como un camino de construcción identitaria pero, sobre todo, como una posibilidad: reescribir lo que está roto. Creo que este es el gran motor de la obra de Valeria. Y pienso en la protagonista de «Un amor imaginario», que dice que escribe poemas mientras camina, que sus pasos marcan el ritmo del poema, y que la escritura sirve para recomponer algo que nunca debió averiarse. Me encanta, porque me gusta pensar que esos son los poemas que no olvidamos, los que intentan mejorar este mundo hostil que habitamos. «Parto de una situación que no me gusta y la corrijo en el papel, como un dios de tinta». Los cuentos de Valeria tienen el mismo efecto reparador.
Se suele decir que no hay que mezclar vida y obra, pero yo no puedo evitar hacerlo todo el rato. Me interesan los escritores que viven como escriben. Y te digo la verdad cuando afirmo que no puedo escribir sobre los cuentos de Valeria Correa Fiz sin sentirme emocionada y orgullosa; todo lo que escribe es brillante y además, ella es una de las escritoras más inteligentes y amorosas de la literatura contemporánea. Seguro que pensás que mi reseña no es del todo objetiva, y tenés razón; porque yo recomiendo a Valeria desde la admiración profunda, pero también desde el cariño. Además lo hago así porque creo que las mejores cosas de este mundo son cultivadas en el amor fraterno. También los libros. También la crítica. Y espero que te fijes en eso, en que hay amistad en cada una de mis palabras, pero ojalá que también puedas ver una observación que intenta alcanzar cierta objetividad, porque es mentira que el amor nos nubla la razón.
Hubo un jardín, de Valeria Correa Fiz es una joya que no te podés perder. Cuando creíamos que lo habíamos leído todo, Valeria. Cuando creíamos que el universo del cuento estaba creado, Valeria. Cuando decíamos que ya teníamos a la mejor escritora argentina y mencionábamos a Silvina, a Angélica, a Hebe... Valeria. Decía que es posible que la literatura no nos salve, pero ¿cómo no confiar en la fuerza rabiosa del lenguaje como medio catalizador para afrontar mejor este vacío vital? Estoy convencida de que estos cuentos y este jardín que ya no, podrían ser la mejor plegaria contra tantos golpes en la vida, tan fuertes... ¡Yo no sé!
HUBO UN JARDÍN
VALERIA CORREA FIZ
PÁGINAS DE ESPUMA
2021
VALERIA CORREA FIZ
PÁGINAS DE ESPUMA
2021
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