«Pensé / que me iba a matar / esta caída». En El tiempo es la madre Ocean Vuong —traducción de Elisa Díaz Castelo— (Vaso Roto) trabaja desde una poesía descarnada el proceso de duelo. Si bien la pérdida de su madre es el hilo conductor de los poemas, hay una posible lectura que se escapa de la tragedia, y afronta reflexiones sobre la identidad, el deseo y la aceptación de las propias decisiones. Las diversas etapas en el proceso del duelo le sirven para explorar los distintos momentos de la vida desde la perspectiva del vínculo maternofilial. Lo que en primera instancia parece el gran motor de la escritura (la reconstrucción del vínculo) pronto se desarma para mostrar una verdad más honda (todo lo que la muerte libera), y en esa ruptura encontramos la mayor potencia de este poemario. Es un libro doloroso en el que también la luz se asoma para mostrar el costado brillante de las cosas. Aquí la escritura no es una forma de despedir a la madre sino de amar al hijo, de volverse al ser y reconquistar su verdad, dejando atrás las presiones de un vínculo doloroso. Un poemario deslumbrante y visceral.
Un poemario deslumbrante y visceral.
La muerte es la experiencia más brutal de todas. Y no lo sabemos hasta que nos toca atravesar ese túnel infinito que intenta dejarnos sumidos en la oscuridad para siempre. Desde ese túnel escribe Vuong este poemario estremecedor, en un intento de establecer una conversación suspendida en el tiempo. Una charla que no tuvo lugar. Que no puede tener lugar. Y, sin embargo, que se vuelve extremadamente necesaria para él. El punto de partida de estos poemas es ése: disponer las palabras para sostener un diálogo con la madre muerta y poder calmar las heridas o, al menos, para decir aquellas cosas que no pudieron expresarse en vida. «Las palabras, dicen los profetas, no destruyen nada / que no puedan reconstruir de nuevo».
Un intento de establecer una conversación suspendida en el tiempo. |
Los poemas se articulan desde la rabia: la que produce la propia pérdida y la que es causada por una relación malograda. La voz poética es atravesada de pronto por la certeza de que la muerte evidencia que aquello que ya estaba quebrado no podrá remendarse jamás, y ésta es una iluminación tremenda que abre dos caminos: la tristeza por lo que ya se ha perdido para siempre pero también el alivio de una deuda que se desprende de toda posibilidad de ser saldada. Recuerdo que cuando falleció mi madre sentí una gran rabia porque me di cuenta de que era definitivo: de que para siempre nuestra relación estaba herida y así se quedaría, que ya no habríamos de tener la oportunidad de solucionar o conversar sobre el pasado.
A esta sensación le siguió un gran alivio: el deseo de remendar una relación maternofilial que ha estado condenada desde el inicio puede ser un lastre, porque supone un deseo de alcanzar algo verdaderamente imposible. La configuración del daño que parte de una relación primigenia que se ha visto truncada es brutal porque tira de nosotros hacia el pasado en un ir y venir constante, y no se me ocurre trauma más abisal e inútil que ése. Cuando la otra persona fallece ya no hay sitio al que volver, el imperativo de la muerte se vuelve verdad, ¡y qué alivio ese desprendimiento definitivo! Esa «herida que nunca se va curar» es la causante del desarrollo enfermizo del vínculo, y la muerte viene a aliviar eso. Y Vuong lo dice todo así: «Recordé mi vida / como el mango de un hacha, justo antes del golpe, recuerda el árbol. / Entonces fui libre».
El imperativo de la muerte se vuelve verdad, ¡y qué alivio ese desprendimiento definitivo!.
Los diferentes momentos del duelo están expresados con precisión. Vuong reconstruye los instantes y tamiza a través de ellos diversos recuerdos; asistimos en los poemas a la materialización de las sensaciones de otro tiempo, la incomodidad y el daño revisados desde el lenguaje, y la constatación de la relación maternofilial, sus luces y sus sombras. Así, pasamos del dolor, a la rabia, a la ternura y a la piedad, y vamos recorriendo ese camino junto al poeta. «Rose, susurré mientras cerraban la bolsa sobre el cuerpo de mi madre, sal de ahí. / Tus plantas se están muriendo». La escritura descarnada, la virulencia del daño que sabemos que no puede repararse son quizá las dos constantes de este libro. Pero, y aquí hay algo muy importante: la verdad del lenguaje no está en el relato del duelo sino en la oportunidad de construir un nuevo relato del ser: conquistar una verdad íntima, nombrar la propia identidad desde un ahora en el que no hay posibilidad de desencuentro con la interlocutora. En este punto se abre la más hermosa de las posibilidades: la libertad de decirnos, de encontrar las palabras acertadas sin miedo a la reacción de la madre. Creo que es una de las ideas más lúcidas para descifrar en los poemas de Vuong.
Gracias a esa libertad hay un acercamiento sin titubeos al lenguaje. Nos acercamos a las cosas, a las palabras, con la misma rigurosidad con que la muerte se asoma. «Así como la muerte entra / en cualquier cosa por completo / sin dejar rastro». Pero la poesía de Vuong sí deja una huella en nosotros, porque trabaja con un lenguaje que por momentos resulta rotundo, inflexible, categórico, y por momentos es débil, inseguro: tiembla la voz poética al acercarse a la timidez y a la incertidumbre de la infancia, pero también se vuelve firme cuando narra la voz interior que habita debajo de todo ese miedo y esa inseguridad. Creo que es gracias a este juego de intensidades que este libro se nos queda atravesado, no en la lengua, en la médula, pinchando el espinazo del modo en que nos arañan las palabras acertadas.
Da la sensación de que la gran búsqueda de este libro es también su ofrenda: la posibilidad de llamar a las cosas por sus nombres, con las palabras perdidas de la infancia, las palabras gastadas por el dolor y las humillaciones. Devolverles su sentido a las palabras es construir una nueva dimensión de la realidad, y calmar allí ese ser fragmentado, uniendo sus trozos en un nuevo relato. Pienso que leer este libro nos puede permitir también reconstruir nuestra propia idea de nosotros mismos. «Era una palabra abandonada por su lenguaje». Si lo pensamos, la revisión del pasado siempre entraña enfrentarse al duelo, ya sea material como imaginario, porque esa criatura que habita el abismo de la incertidumbre que es toda infancia, ha desaparecido, y sobre su cadáver se ha construido un nuevo yo. Ese volver a las palabras, repensarlas, redecirlas, es nuestro trabajo. Y la lectura de este libro podría ser una excelente forma de comenzar.
EL TIEMPO ES LA MADRE
OCEAN VUONG
VASO ROTO
2023
OCEAN VUONG
VASO ROTO
2023
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