Dos escenas americanas (Kriller 71 Ediciones). Lydia Davis (Nuestra aldea) y Eliot Weinberger (Un viaje por el Río Colorado) parten de dos textos ajenos y construyen desde ellos dos poemarios bellísimos en torno a la memoria personal y colectiva. Aunque son dos libros concebidos de forma independiente, funcionan muy bien juntos, leídos de forma paralela, porque permiten intuir diversas peculiaridades de la identidad estadounidense desde dos perspectivas poéticas distintas. Dos lecturas que vienen a confirmar que la literatura es un gigantesco palimpsesto donde todo está dicho y todavía queda todo por decir. Además de haber traducido meticulosamente estos dos poemas, Aurelio Major ha preparado un epílogo lúcido que nos puede servir para comprender con más precisión el trasfondo que rodea a estos dos textos hermanos.
Dos lecturas que se complementan.
Dos escenas americanas puede leerse como un díptico de dos poemarios distintos, que tienen en común no sólo el entusiasmo por la palabra sino también la intención de ver la poesía como un prolífico territorio para el registro íntimo y la reflexión antropológica. Fue el azar quien quiso que Lydia Davis y Eliot Weinberger descubrieran que ambos estaban trabajando en poemarios con un claro ejercicio de intertextualidad. El hallazgo asombroso del interés común por la construcción entrelazada de palabras los empujó a unirse para publicar en común The American Scene en New Directions, que recoge aquí Kriller 71 Ediciones en traducción de Aurelio Major bajo el título Dos escenas americanas, y que nos permite encontrarnos con «una meditación sobre la memoria» poética de estos dos escritores, atravesados por la propia memoria histórica del país. El epílogo de Major es una de las joyas necesarias de este libro, donde nos cuenta el surgimiento de este diálogo poético y nos ofrece algunas pistas para comprender los diversos hilos que sujetan libro. En ambos libros notamos cierta melancolía para el pasado y muchas preguntas en torno a las tradiciones y al progreso y a los malentendidos a los que esta idea nos ha llevado a lo largo de los siglos.
La sinergia entre la obra de Lydia Davis y Eliot Weinberger es ineludible. Leídas individualmente las obras de cada uno ofrecen una visión historicista a la vez que íntima de la vida; sin embargo, adquieren un sentido amplificado al leerlas en conjunto, lo que convierte esta edición en un verdadero acierto. Esta lectura bifocal nos permite desentrañar las pulsiones que conforman la identidad americana y todo lo que rodea esta identidad compleja y diversa. Dos escenas americanas es un documento exquisito en torno a las relaciones internas de uno de los países más odiados y más idealizados del mundo. Además de la peculiaridad de los estilos y la belleza poética de ambos trabajos, este libro tiene un innegable valor antropológico.
«Nuestra aldea», de Lydia Davis |
De las memorias de Sidney Brooks, tituladas Our Village, Lydia Davis hace un largo poema. En él encontramos un contundente homenaje a todos aquellos hombres y mujeres que confiaron en la construcción de una casa en América, construido desde anécdotas, paisajes y voces que van poblando su lenguaje y haciéndolo germinar. Partiendo del tono de Brooks, Davis avanza hacia el futuro, estableciendo puntos de encuentro entre la vida del pasado y del presente, mezclando sus propios recuerdos con los de Brooks y rindiendo un hermoso homenaje a la gran comunidad migrante que amó ese suelo y lo hizo suyo. En el caso de Eliot Weinberger el punto de partida es La exploración del Río Colorado y sus cañones, en el que John Wesley Powell cuenta la expedición geográfica que llevó a cabo en el año 1869. Este segundo libro tiene un tono más elegíaco y salmódico, que contrasta con el estilo directo de Davis. Unidos, estos dos textos pueden leerse como un testimonio complejo y completo de los hilos que van tramando la conformación de un sentir comunitario, donde el punto de partida es siempre íntimo. Nuestra aldea y Un viaje por el Río Colorado son dos textos asombrosos que pueden entenderse como una larga conversación entre dos largos y hondos poemas; un diálogo que nos permite internarnos en preguntas en torno a la identidad, la infancia, la tradición y la contradictoria relación que nuestra especie ha mantenido desde siempre con la naturaleza.
«Hace 50 años, este sitio era la imagen/ de la sencillez rural», escribe Lidya Davis, y construye una memoria poética asombrosa que va dibujando el mapa cuadro por cuadro, año tras año, infancia y madurez, pasado y presente. Davis juega con una voz poética difusa, que toma el tono narrador de las memorias en las que hace pie, pero va torciéndose hasta convertirse en una voz reflexiva que desde el presente mira ese mapa y trata de entender en qué momento la mirada se decantó por la desidia. La pregunta que atraviesa todos los poemas tiene que ver con la perspectiva rota para siempre, cuando el entendimiento con la naturaleza se vio interrumpido por la ambición desmedida, iniciando un camino a la noche sin retorno. Es muy interesante, sin embargo, lo honda que resulta esta pregunta sobre los caminos que oscurecen el futuro, porque esa misma ambición nace de una de las cualidades más hermosas que tenemos, la curiosidad. «Y la curiosidad nuestra por saber dónde termina el camino», leemos.
La contradicción que nos conforma es el hilo que conduce al poema y al destino, entendemos con Davis: el deseo de saber adónde lleva un sendero nos salva en la misma medida que puede hundirnos. ¿En qué momento esa curiosidad se volvió en nuestra contra? ¿Por qué no somos capaces de desandar ese camino buscando nuevas formas de construirla? Éstas son algunas de las preguntas que se hace la voz poética y que nos van conduciendo a través de este libro lleno de inquietudes y de sueños. Y en esa construcción los bordes importan. El deseo de la infancia siempre está ligado a una meta que, en determinado momento, se vuelve imposible. Caminamos a ciegas, y el sitio en el que terminamos tiene poco que ver con esa meta primigenia. Y, sin embargo, atreverse a caminar hacia lo desconocido sigue siendo la decisión más hermosa y con más posibilidades. «Comenzar el viaje de la vida en el umbral/ es la primera ambición de todo niño,/ alcanzar el borde del camino».
Atreverse a caminar hacia lo desconocido sigue siendo la decisión más hermosa.
Una de las cualidades más bellas de este libro es la exaltación de la lectura. Lydia Davis se detiene especialmente en elaborar un recorrido sobre su descubrimiento de la literatura y la forma en la que se fue desarrollando. Y este detalle no pasa desapercibido porque relaciona ese primer flechazo con elementos reales, intentando alcanzar una reflexión material de esa estrecha relación. La memoria lectora se encuentra ligada a un espacio propio, lejano ya, pero vivo en nuestro bagaje íntimo, entendemos cuando leemos. De alguna forma, Davis nos invita a creer que pensar la infancia es pensarnos como parte del bosque, y mantener viva la memoria de esas primeras emociones nos asegura mantener vivo nuestro entusiasmo por el lenguaje. La fascinación de determinadas historias, mezcladas con el propio paisaje de la infancia: la propia imaginación creciendo de lo material a lo fantasioso para concretar lo leído en una imagen única, propia. Leemos: «Ubiqué todas las escenas de mis lecturas/ en un campo o borde del camino cada cual, en nuestra aldea».
La gran capacidad de Davis para hacer suyas las memorias de Brooks valiéndose de su portentosa imaginación, hacen de esta lectura una oportunidad sin igual para experimentar el feliz descubrimiento del lenguaje como si fuera la primera vez. La añoranza de otra vida, el realismo de las formas en que la vida se ha ido torciendo y el placer por las buenas historias son algunos de los elementos que sostienen este largo y fascinante poema. Cuando hemos acabado la lectura, sin embargo, las palabras y las situaciones que hemos atravesado nos siguen acompañando. «Cada historia está vinculado a otra historia», escribe Davis, y se me ocurre que ese aforismo concretiza a la perfección la identidad del libro.
«Un viaje por el Río Colorado», de Eliot Weinberger |
En el caso de Eliot Weinberger, su poema tiene un tono completamente distinto al de Davis. El punto de partida de Un viaje por el río Colorado podría ser indagar en el entusiasmo que produce lo desconocido, es decir, en el afán de conocer lo que hay detrás del horizonte. Hay en él una aventura que se pone en marcha con la sensación de que el futuro inmediato será inaudito y mágico. «Izamos nuestros pendones y empujamos las barcas desde la orilla», leemos. Pero a poco que avanzan los viajeros —y con ellos, el poema— la realidad se tuerce, la naturaleza se vuelve brava e intempestiva y los exploradores van cansándose y sintiendo que alcanzan el ocaso de sus vidas. Entre las cualidades más asombrosas del poema me gustaría señalar la forma en la que Weinberger consigue plasmar el proceso de desencanto; paulatinamente los colores se van apagando y la mirada que al principio estaba bañada de entusiasmo es invadida por la desesperación que produce siempre la cercanía con la muerte. En el tono está el gran acierto: lo que comienza como una aventura épica, va convirtiéndose en una plegaria que busca romper con el hechizo del peligro, un salmo que aclama el regreso de la luz: «Aunque huelle los senderos de la muerte,/ y sombríos horrores se ciernan en la cultura,/ mal no temerá mi corazón resuelto».
La incertidumbre de los exploradores, que creen ir por «un largo camino hasta el mundo del sol» y que aseguran «No sabemos adónde nos dirigimos», es uno de los motores de la aventura y también del poema. Las palabras se convierten en un espacio para explorar esa incertidumbre y los miedos que pone ésta sobre la mesa. La desesperación obliga a la confianza, porque si no está en nosotros la salida alguien habrá ahí fuera que pueda reconducir las cosas: «Guíame por la sombra pavorosa». Weinberger construye un poema bíblico cerca de los salmos y vecino a los sentimientos de los que sienten que han sido abandonados por su dios, pero que parte de la humildad de los que pisan un territorio que saben que no les pertenece: «Mientras aquí yo sea un peregrino», dice.
A diferencia del libro de Davis, donde hay una concreción realista, en la poética de Weinberger encontramos un determinado lirismo que alude a lo panegírico y que, en su intertextualidad, conversa con el Salmo 23. El poeta se encomienda a las posibilidades de la palabra, de la poesía, ese dios dormido que nos salva, y espera una señal a la que aferrarse. Leemos: «Si en esta selva oscura me pierdo,/ sé tú mi luz, sé tú mi sendero». Es un libro que destaca por el tono y por la indagación sobre la mirada siempre puesta en las posibilidades que residen más allá de las sombras.
Quienes se acerquen a Dos escenas americanas encontrarán dos asombrosos ejercicios de intertextualidad donde el cuidado de la forma y el tono otorga sentido y valor a cada verso. Dos poemarios que, en su empeño antropológico, pueden servir para pensar las relaciones del ser humano con otros seres humanos y con el entorno, y en ese camino, formular alguna pregunta sobre la espiritualidad. Además, la lectura nos permite recordar y admirar la exquisita tradición poética de la literatura estadounidense, vinculada a la construcción de un legado que es memoria colectiva. Dos largos poemas que son una auténtica maravilla, y a los que volveremos con entusiasmo, estoy segura, y con deseo, una y otra vez.
DOS ESCENAS AMERICANAS
LYDIA DAVIS
ELIOT WEINBERGER
TRAD. AURELIO MAJOR
KRILLER 71 EDICIONES
2023
LYDIA DAVIS
ELIOT WEINBERGER
TRAD. AURELIO MAJOR
KRILLER 71 EDICIONES
2023
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