Todo lo que nos importa son historias que se entrecruzan. Cosas que pueden contarse. Y que podemos contarnos. Quizá sea ésta la gran premisa del libro La vida por delante de Magalí Etchebarne (Páginas de Espuma), que ha resultado merecedor del VIII Premio Ribera del Duero. El mejor libro de cuentos que he leído este año. Creo que de todos los que han conquistado este prestigioso galardón el de Etchebarne es uno de los mejores. Comparte con los buenos libros de cuentos un trabajo de artesanía extraordinario y no le falta algo de lo que sí adolecen otros más obsesionados con la forma, la pulsión de la escritura. Es algo en lo que me fijo mucho porque creo que más allá de la excelencia estructural los cuentos tienen que ser animales en movimiento que se quedan a vivir con vos cuando terminás de leerlos. Este animal se tiende sobre el pasado apoyándose en su propia sombra y apenas rozando el presente y nos ofrece una imagen sobrecogedora y permanente. El presente sólo existe como un cruce de vías para dar forma a ese acontecimiento extraordinario que se produce cuando la memoria se convierte en narración. «Qué es el presente, a quién le importa. (...) No existe, no dura, no cuenta una historia». Y sólo queremos historias.
Un libro de cuentos donde lo que queda por vivir bebe de lo vivido.
Si se hiciera una serie de este libro podría usarse como banda sonora cualquier tema de los álbumes El amor después del amor o Circo beat del monstruo de Páez. «Morir es una sensación./ Vivir podría serlo, pero es algo más real», escribe Fito. La pulsión de estos cuentos está ahí: una defensa de la vida, aunque esté rota, que se manifiesta en el desesperado anhelo de volver a desear; es un trabajo volver a desear después de los cuarenta, parecen decirnos estos cuentos. Las voces nos interpelan, nos invitan a viajar al pasado pero inaugurando una forma nueva de nostalgia, menos naif, que reside en la apreciación del pasado como combustión para las historias pero no como posibilidad habitable. Y eso me parece hermoso.
En estos cuentos la vida avanza deprisa y muestra que cuando las cosas empiezan a salir mejor siempre algo se desarma. El cansancio, el cuerpo y sus cicatrices, el terror de sentir cada vez más cerca la línea de llegada, los mandatos y su martillo pelando el deseo... todo parece empujar la mirada hacia el dolor; sin embargo, lejos de lanzarnos al desamparo, la autora sabe guiarnos hacia una forma de alegría en movimiento: siempre tenemos la posibilidad de aferrarnos al único grito de guerra que puede terminar más o menos bien, el amor. Aunque el amor también tiene su fecha de caducidad, nos recuerda que la vida pasa por el cuerpo. En esa espiral de intensidad avanzamos en la lectura y en la vida. Y en ese intersticio de luz y oscuridad parecen enraizar su pulso estos cuentos cuyo empeño no es otro que recuperar el deseo sin perder la perspectiva. El epígrafe de Adelia Prado ya nos lo advierte: «Cuarenta años: no quiero cuchillo ni queso. Quiero el hambre». De ahí partimos.
Magalí Etchebarne fotografiada por Isabel Wagemann |
Todos estos cuentos tienen mucho de nostalgia. El paso del tiempo, la enfermedad que amenaza con llevarse todo por delante, la herida de la infancia que retumba en un presente adulto dejando en evidencia la vulnerabilidad que siempre nos acompaña porque un día nos ocurrió aquello, la sensación de pérdida constante. Es una lectura que podríamos tomarnos como un viaje y, como en todo viaje, tiene sus curvas peligrosas pero también esos paisajes que nos recuerdan por qué necesitamos el movimiento. Destaco la forma delicada de plantear los sentimientos contradictorios que impone la vejez, esa estruendosa invasora que entra y lo rompe todo: «La vejez es una guerra y por eso su ejército». Toda esta grisura que nos acompaña adquiere forma a medida que leemos.
El pasado es nuestro tesoro acumulativo más peligroso, pero Etchebarne le da una vueltita que me gusta: establece una mirada al futuro como parte de ese pasado. Lo mejor es que esto se encuentra planteado desde el tono y la estructura: una luz medio tanguera de fondo que desemboca en finales que no son finales, ¡la vida por delante! Me encantan los mecanismos que encuentra la autora para construir una mirada impregnada de pasado pero mirando hacia lo incierto, ¡creo que ahí está toda la belleza de su escritura! El futuro es ese lugar al que no llegaremos nunca pero cuya existencia nos empuja cada día un poquito, y la aceptación de lo vivido con conciencia es una cosa buena, porque nos ayuda a dejar de anhelar un tiempo donde no fuimos felices. Y podemos también decirlo con Páez: «El pasado es real y el futuro es libertad».
Magalí Etchebarne nos presenta en estos cuatro cuentos a un grupo de mujeres que están en un momento de inflexión vital. Mujeres que están en el centro, quizás por primera vez, y que se reconocen con cierta extrañeza en el cuerpo, en la vida vivida, en sus relaciones acabadas, en su soledad plácida. Lo que comparten las protagonistas de La vida por delante es el deseo de volver a desear con la intensidad de otro tiempo pero con la despreocupación que aporta la madurez.
El miedo al paso del tiempo, el avance despiadado de la enfermedad, las difíciles relaciones materno filiales, la forma en la que se diluye el deseo cuando la vida comienza a acomodarse, las parejas que se normalizan y sus integrantes se pierden, son algunos de los temas que abarca Etchebarne con absoluto acierto, a través de un grupo de personajes sacudidos por la pena pero también anhelantes de posibilidades. Es deslumbrante el trabajo artesanal del lenguaje. Etchebarne teje los hilos de las historias y construye una enredadera frondosa de palabras. Gestiona la intensidad y el ritmo, cautivándonos desde la primera página, y nos empuja un poquito hacia delante con inteligencia, humor y una capacidad asombrosa para contar(nos).
Inteligencia, humor y una voracidad por el lenguaje.
Vivimos tiempos felices para la literatura latinoamericana escrita por mujeres. Una época diversa de voces en la que la predominancia del trabajo sobre el horror y la violencia pone sobre la mesa la rabia de siglos de opresión. ¿Cómo no íbamos las mujeres a escribir sobre ello? Hay muchas maneras de narrar ese dolor, todas válidas; en mi caso, estoy muy interesada en una nueva corriente de literatura argentina que narra el horror apoyándose en la estética del Romanticismo pero poniendo en el centro el cuerpo; un nuevo vanguardismo que podemos encontrar en autoras como Valeria Correa Fiz, Jota Richards o Marina Yuszczuk, donde el cuerpo sufre pero el valor artístico de la narración está puesto en la experiencia emocional. Más hijas de Silvina Ocampo que de Anaïs Nin.
En esta estética, me parece, se encuentran los cuentos de Etchebarne. El trabajo delicado de la enfermedad y la lucha contra las violencias del sistema, así como la rabia de tener que seguir luchando por algo por lo que otros no tienen que pelear, se plasman de una forma contundente: toda experiencia tiene un poco de cuerpo y otro poco de emoción. Esta manera, no más amable pero sí menos sangrienta, me parece esperanzadora, luminosa y tremendamente poética. Admiro, por ejemplo, esta manera de pensar la enfermedad: «Había sido un deterioro imperceptible, una muerte chiquita que había empezado en su corazón y terminó alertando a todo el cuerpo». Al tratar la violencia y el avance despiadado del tiempo sobre nuestras vidas, Etchebarne no se fuera la herida en la carne. Y es que, sobre todo en estos tiempos, resultaría imposible escribir cualquier cosa sin poner en el centro nuestros cuerpos.
Y quiero terminar con una revelación: todos los buenos libros nos tiene una reservada, creo. En este caso tiene que ver con la forma de iluminar la muerte. Todas las personas que nos importan eligen un sábado para morirse. Por ahí es lunes, pero el descoloque y el distanciamiento con la realidad es de sábado. Escribe Etchebarne: «Miré el cielo limpio, una tarde sábado radiante» y me catapultó a una idea similar de Andrés Neuman, que escribió: «Enterramos a mi madre un sábado al mediodía. Hacía un sol espléndido». La literatura cuenta historias sobre la muerte para transformarla en una experiencia con significado. El lenguaje es una forma de plegaria que escarba desesperadamente en el dolor para avivar la luz que se nos desvanece.
Escribimos y leemos porque contar(nos) y leer(nos) historias, hemos entendido, es la única manera de creer que tenemos toda la vida por delante. «Nadie detiene al amor en un lugar», dice Fito Paez. Nadie puede detener al tiempo tampoco, salvo la literatura, que retrocede y avanza infringiendo todas las leyes de la lógica. Y este libro nos lo recuerda. La vida es una experiencia monstruosa e imparable pero la literatura es esa chispita que nos salva(guarda). La vida por delante es una clarividente muestra de lo que la literatura y las historias nos hacen. «Está todo el cielo haciendo algo increíble con la luz», escribe Etchebarne; ¿hablamos de lo que hace ella con la luz? ¡Vuelen a leerla!
A continuación puedes ver la entrevista en la que conversamos con Magalí Etchebarne sobre La vida por delante (Páginas de Espuma).
LA VIDA POR DELANTE
MAGALÍ ETCHEBARNE
PREMIO RIBERA DEL DUERO
PÁGINAS DE ESPUMA
2024
MAGALÍ ETCHEBARNE
PREMIO RIBERA DEL DUERO
PÁGINAS DE ESPUMA
2024
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