El jardín que resiste: 4 poemarios para sobrevivir

Athena Farrokhzad y Svetlana Cârstean. Ramiro Gairín. Diana Bellesi. Angela Marinescu. Cele Aichino.

Los libros de Athena Farrokhzad y Svetlana Cârstean, Ramiro Gairín, Angela Marinescu y Diana Bellessi

Escribió Silvina Ocampo que lo único cierto es lo que nos sorprende «que todo pasa como si no hubiera pasado». La vida se impone siempre, con todo lo trágico y lo bello que esto supone. Los cuerpos se rompen pero algo los lleva al filo del precipicio a intentar un poco más. La violencia que fecunda palabras, el jardín que florece cíclicamente ignorando el peso del tiempo, la mirada que se posa en lo cotidiano, como si cada instante importara, la memoria. Las cosas que nos sostienen, al final, son las mismas que nos hunden. La poesía tiende un puente entre la experiencia y lo soñado, entre lo perdido y aquello que sobrevive al paso del tiempo en la memoria íntima. Estos cuatro poemarios reivindican ese canto vital que tiene tanto de desgarro y, al mismo tiempo, de luz.


«Trado», de Athena Farrokhzad y Svetlana Cârstean (Kriller 71 Ediciones)


La poesía es diálogo. Una conversación siempre abierta entre el pasado y la eternidad. Este libro fabuloso de Athena Farrokhzad y Svetlana Cârstean apostilla esta idea y pone en el centro del lenguaje la traducción. Un libro que tiene la peculiaridad de escribirse a cuatro manos: las dos autoras y sus traductoras, María Gabriela Raidé y Siri Björkström, establecen un diálogo que comenta una hermandad a fuerza de palabra: «traducirse fue iniciar una relación de dependencia», leemos en el prólogo. De la guerra y la inseguridad ambas poetas son capaces de sacar luz, hallando un refugio en el lenguaje.

Escribir, ¿desde qué lengua? Esta podría ser la gran pregunta del libro. «Svetlana me dijo: que no escribas en su lengua es como decir que llegaste sin mancha a este mundo». El lenguaje se tuerce para alcanzar un vuelo mayor y las voces se cruzan. La duda crece ante la imposición colonialista, ante la posibilidad de no elegir la lengua que salve. «¿Y qué lengua hago crecer para escribir?», leemos. El diálogo crece, las experiencias vitales y la rabia del destierro ocupan el lugar principal de la conversación y el pensamiento. La lengua es un arma silenciosa pero es también un camino de destrucción, porque permite poner de cabeza todo lo que existe. «Escribo para descubrir lo que mi escritura es capaz de destruir».

Farrokhzad y Cârstean reconstruyen en este libro la fuerza con que la censura cala los huesos y la indómita voz de la conciencia que busca todos los caminos posibles para brotar. El pacto de silencio con la tierra, con los antepasados, exige una entrega del ser que las voces no están dispuestas a ofrecer. A veces para cuidarse hay que saber traicionar lo que una vez se amó. Ésta podría ser la gran búsqueda de este diálogo, de este libro. Un camino que conduce a la soledad y a la culpa, pero que, a la larga trae paz. El poema allí, en el precipicio, crece, florece, permite nuevas maneras de mirar el mundo y de intervenir en él. «Tengo que seguir el poema hasta su abismo».

El poema tiene algo para decir que a veces el cuerpo no soporta. En esa sensación de fractura y debilidad surgen estos poemas extraordinarios, esta conversación que se nos pega a los huesos y nos habla de todas las posiobilidades que enciende la poesía. Un libro fabuloso donde tenemos un diálogo a cuatro voces atravesadas por la violencia pero sobre todo, hermanadas en la luz que permite siempre la poesía.


Portada de «Trado», de Athena Farrokhzad y Svetlana Cârstean (Kriller 71 Ediciones)
Athena Farrokhzad y Svetlana Cârstean entre la traición y la traducción


«Carreteras que brillan en el bosque», de Ramiro Gairín (Reino de Cordelia)


La vida se impone, como en este libro de Ramiro Gairín, Carreteras que brillan en el bosque, que ha ganado el XXVII Premio de Poesía Ciudad de Salamanca y ha sido publicado en Reino de Cordelia. A través de un conjunto de poemas que apelan a la belleza de lo cotidiano, el poeta se asoma al hondo suspiro que todas las experiencias portan y trata de reescribir su propia poesía, es decir, su mirada, desde otro lugar. «El mismo tono,/ la melodía eterna/ de lo invisible», leemos.

El eje del libro es una experiencia: la migración de la ciudad a un pueblo aragonés de pocos habitantes. El poeta se ve totalmente conmocionado por la belleza y es capaz de ver con otros ojos la vida que ha dejado atrás. Es un poemario que reivindica la fuerza de las pequeñas cosas, de los gestos mínimos, de los colores con los que la naturaleza nos sorprende cada día si la dejamos. La posibilidad de escribir se eleva desde la posibilidad de vivir, de construir un mundo propio, una casa que sea más significativa que el brillo del éxito.

La mayoría de los poemas giran en torno a la capitalización del amor. «Levantar una familia/ no es ninguna figura literaria/ es un trabajo físico/ que sólo puede hacerse con las manos/ con los pies en la tierra,/ ofreciéndose al cuerpo». Lo pequeño de la vida es lo que propicia lo grande. Las experiencias que nos transforman son las que a simple vista tienen poca posibilidad de vuelo, a los ojos del mundo, y son también las que exigen de nosotros un cuerpo dispuesto a torcerse por proteger o cuidar el vínculo con el otro. La vida se impone en los pequeños gestos.

Ramiro Gairín trabaja aquí con un lenguaje sencillo que está en órbita con los asuntos que le obsesionan: el amor, el cuidado de los vínculos, la mirada puesta en los colores de un mundo cíclico que despide belleza. El entrenamiento del lenguaje está en poder escribir notas mentales que sirvan como migas de pan para volver a casa, ante la temida posibilidad de extraviar el camino. Para saber volver al poeta se le vuelve imprescindible encontrar las palabras que lo orienten. Las carreteras elaboran un mapa verde y tierno que otorga seguridad y confianza, incluso con la dificultad que supone construirse lejos de la cartografía que impone el mundo. «Para saber volver./ Para saber traernos/ de nuevo si algún día nos perdemos». Un poemario delicado que rezuma belleza y entusiasmo por los pequeños gestos.


Portada de «Trado», de Athena Farrokhzad y Svetlana Cârstean (Kriller 71 Ediciones)
La belleza en lo cotidiano en la poesía de Ramiro Gairín


«Me como los versos», de Angela Marinescu. Traducción Corina Oproae (Godall Ediciones)


Sensación física de desasosiego. Así explica Corina Oproae la conmoción que provocaron en ella los primeros poemas que conoció de Angela Marinescu. La escritura de esta poeta rumana tensa las fibras del cuerpo porque se escribe desde el dolor físico pero también mental, contra todo lo que el mundo espera. En un mundo que se eleva desde torpes eufemismos ella construye una poesía abisal que no duda en escribir el dolor con todas las palabras posibles. Escribe sobre el cuerpo roto por las enfermedades y también sobre la forma en la que eso transforma la escritura. Parte de esa «imposibilidad de controlar/ tu expresión hasta el final» y llega al deseo que es todo vínculo con la posibilidad de la luz, pese a todo.

El silencio es uno de los objetivos de la escritura. Esto me parece tremendamente significativo porque, en una voz rota, visceral y material parece haber una especial atención a lo sagrado, a lo abstracto, a lo que el lenguaje no puede escribir, el silencio. Se me ocurre que la forma en la que la poeta consigue esto es en esa insistencia en lo que no aparece en el mundo pero que construye mundos. «Cuando escribo, tengo la mirada puesta en la noche», leemos. Y en esa búsqueda de palabra, también hay un rechazo de las fórmulas del mundo, de las convenciones, un ir contra todo pronóstico para construir una identidad que se sale de todo lo establecido. «Cuando escribo soy un hombre que reina como una mujer», escribe. Esa visión de la propia mirada, del ser construido a base de experiencias y de soledad me parece que es lo que le otorga a estos poemas una fuerza nueva, intensa, imborrable.

Los poemas de Angela Marinescu nos sacuden y, como explica Oproae en un prólogo que es una preciosa invitación a acercarse a la obra de esta poeta rumana, nos dejan una sensación física, no sólo nos atraviesan emocionalmente, nos hacen percibir cada músculo del cuerpo, sentir el dolor de la enfermedad y la cercanía de la muerte. Pero a pesar del lenguaje descarnado y de la expresión virtuosa del ser roto, la sorpresa de la poesía de esta autora está en la belleza. Escribir el horror tiene que dejar algo de luz, ¿no? Este es el gran acierto y el gran regalo de este libro. «Ahora no escribo sino que contraescribo provoco siempre algo que ya no está/ (...) mis manos tocan demasiado a menudo la belleza».


Portada de «Trado», de Athena Farrokhzad y Svetlana Cârstean (Kriller 71 Ediciones)
El poema sobre el abismo de Angela Marinescu


«El jardín», de Diana Bellessi (Bajo la luna)


«He construido un jardín como quien hace/ los gestos correctos en lugar errado». Volver a la poesía de Diana Bellesi es asegurarse entrar en un espacio donde las agujas del reloj se mueven más lento, donde lo pausado ocupa toda la atención poética. Un jardín que se levanta con las manos para conseguir un mapa del mundo nuevo, trazado sin espejo, con la esperanza de que haya unos ojos que observen, con el deseo de «hundirse en la belleza sin objeto». El jardín (Bajo la Luna) es uno de los libros vegetales más fascinantes que podemos leer.

Quizás la gran pregunta en este libro es ¿qué puede una mirada? Solemos preguntarnos por la capacidad de tolerancia de los cuerpos pero no parece inquietarnos cuánto puede soportar una mirada, cuántos de esos instantes nos acompañan a la eternidad. La voz poética de este libro es una voz que mira, que observa, y que intenta aferrarse a los microsegundos del mirar, soliviantando el derredor, potenciando toda la fuerza de unos ojos que se posan sobre el mundo y que lo construyen, que lo vuelven a construir en cada parpadeo. «Si todo orden/ es aleatorio, me sujeto/ a éste, aunque precario/ eterno en mi mirada».

No podemos pasar por esta lectura sin señalar la tremenda singularidad de la poesía de Diana Bellessi: auténtica, bella, comprometida. Ha construido un decir estético poniendo en el centro al paisaje natural y social, donde los ríos y los pájaros sirven para mirar el viaje de la humanidad, su preocupación por el pasado personal y colectivo, la memoria de los ancestros y la construcción de una identidad poética que se aleja de los grandes relatos históricos para centrarse en lo íntimo, y desde lo íntimo elevarse para contarnos. TRansmite toda su poesía una sensación de descoloque frente a la mirada normalizada y la búsqueda de un nuevo decir, íntimo, delicado pero también colectivo.

En el jardín, que se construye con las manos también hay muerte, porque «hay muerte en la cadena de las causas». Y parte del trabajo de esa mirada es saber ver lo que esconde la belleza, que siempre es pérdida. Este libro es una bella alternativa para conocer la fuerza que la tradición oral y literaria ha operado sobre su obra. Una manera de descubrir (o de volver a acercarse) a una poeta conmovida por el lenguaje pero interesada únicamente en las palabras que hunden sus raíces en la tierra. Una poeta magistral que entendió que «escribir más/ y más de lo mismo es/ otorgar consistencia/ al jardín».

Aquello que le escribió Anne Sexton a Linda Gray. «Escribí siendo infeliz pero he vivido a tope». Se me ocurre que desde ese lugar se escriben algunos de estos libros, asumiendo la infelicidad, que es lo mismo que decir: ambicionar siempre algo distinto, nuevo. Sólo desde ahí se puede construir un nuevo lenguaje, una mirada sobre el mundo que pueda transformarlo. Diseñar un jardín, con el cuerpo y en el cuerpo, y trazar posibles preguntas para explicar la existencia. Y siempre vivir. Vivir a tope. Se me ocurre que es la invitación que nos ofrecen todos estos poemas.


Portada de «El jardín», de Diana Bellessi (Bajo la Luna)
La singularidad asombrosa de la poesía de Diana Bellessi

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