«En literatura importa muy poco cómo recuerdas las cosas. Lo importante es que todo encaje». La vida se va gestando de forma casi azarosa, y es muy poco lo que podemos hacer para modificar el curso de los asuntos realmente importantes. La verdad o la experiencia van desenvolviéndose y nos catapultan para siempre a un futuro que nunca fue el que deseábamos o esperábamos. En retrospectiva desde ese futuro se va desarrollando Un hombre bajo el agua, de Juan Manuel Gil (Ediciones Polares).
Para bien o para mal la vida tiene mucho de sorpresa y de misterio. Por eso, a la hora de reordenar lo vivido, siempre la construcción a la que llegamos está más cerca de lo literario o de la ficción que de la verdad. Posiblemente porque la verdad tampoco se mantiene intacta al paso del tiempo. Un hombre bajo el agua es entonces un posible relato construido por un hombre herido para siempre por determinadas circunstancias del pasado; es una vuelta al pasado para intentar poner las cosas en su sitio y crear futuro de lo perdido. Una novela que explora el terreno de la memoria a través de una narración sólida y mestiza donde no importa tanto la veracidad de lo contado, sino el tejido que unifica las partes del relato. La verdad no como comprobación sino como estatuto mental —¡Esta idea maravillosa es de Sergio Chejfec—.
La pregunta técnica de la que parte Un hombre bajo el agua parece ser ¿qué tienen en común la vida y la literatura? Los caminos posibles para responderla podrían ser dos: construir un texto técnico que reflexione en torno a los bordes materiales de cada una de ellas, acompañándolo con ciertos trucos de oficio que sirvan para borrar las diferencias entre ambas. O bien, construir un andamiaje fabuloso de ficción que responda a la pregunta sin nombrarla, dando buenas pruebas de esos límites, manteniendo la sugestión y arribando a una conclusión certera que delimite el terreno de cada una. Y esto es lo que hace Juan Manuel Gil en una novela extraordinaria que nadie debería perderse, dotada de un armazón sólido y literario asombroso.
No importa tanto contar lo que ocurrió sino que todo aquello que se cuente, encaje. Esa idea no sólo se presenta como el objetivo del narrador, sino que, además, es la premisa que sostiene el edificio de toda la novela. Leí en Internet que Giorgio Vasari, el biógrafo de Uccello, criticaba del pintor su manía con la perspectiva —el esfuerzo obsesivo en plasmar objetos que rompiesen la armonía y permitieran captar la profundidad de la escena—; decía que esta obsesión le impidió a Paolo centrarse en mejorar el trabajo de los personajes principales, desaprovechando de alguna manera su gran potencial. Esto además de confirmarme la extrema prepotencia de ciertos biógrafos me ha llevado a entender por qué Juan Manuel Gil decidió integrar ese tríptico del pintor italiano en su texto; puesto que en esta novela procura establecer una mirada distinta sobre la verdad, para que, desde esa perspectiva se pueda captar la profundidad de lo narrado, de lo vivido, de lo soñado. Y la pregunta a la que podríamos llegar con todo esto es: ¿no está acaso en esas figuras aparentemente invisibles o insignificantes la simiente de toda obra, de toda historia? Así que, ¡qué acierto de analogía narrativa pictórica!
Corre el verano de 1993. Dos jóvenes se encuentran al borde de una balsa. Lo que suceda allí, en un instante casi anodino cambiará sus vidas para siempre. A una tarde idéntica que se tuerce vuelve el narrador. El pasado abre huecos en el presente y lo obliga a regresar a su pueblo para indagar sobre lo ocurrido en ese instante nimio. Éste, que a simple vista puede ser un punto de partida reconocible en la literatura —porque gran parte de nuestra tradición narrativa consiste en una exploración del pasado desde el presente—, en la dirección de Gil se mezcla con un nuevo registro que deviene en una novela asombrosa y fascinante. Juan Manuel Gil combina diversos registros: parte de la narración pura y dura, pero se interrumpe con un discurso reflexivo cercano al monólogo, para volver a partir el hilo de la narración aportando ideas, comentarios, anécdotas desde la entrevista, la misiva y los mensajes de texto. Y es precisamente la amplitud de registros —un recurso que en otras manos podría derivar en la diversificación del relato— lo que le otorga homogeneidad. Recurso que acompañado del sentido del humor y el oficio permiten que esta narración nos mantenga pendientes, atentos, disfrutantes —disfrutando con interés y curiosidad— .
A lo largo de la narración los personajes avanzan sobre el tiempo, se contradicen, discuten, intentan quedar mejor parados en la historia. Las únicas que no modifican su discurso son las piedras, los minerales, esos pedazos de materia inorgánica que le sirven de señuelos al narrador para encontrar el origen de las cosas, y atravesar el relato con pasión arqueológica. Dos cajas llenas de piedras, que son basura para su madre, y que para él han simbolizado la sintomatología de todo un oficio, esa ciencia de exploración tierra adentro que es la literatura. «Esas dos cajas fueron mi primer libro. Y es probable que no sea capaz de volver a escribir algo así». Esto que dice el narrador, y que hurga en su memoria con el deseo de recuperar esa ilusión, esa pasión, que los años le han ido arrebatando —viento y agua limando y gastando su espíritu—
La literatura va de inventarse la vida, o dicho de otra forma: «Todos construimos una vida que no es otra cosa que un relato». Quizá tener presente esta certeza es lo que permita la escritura de novelas tan imaginarias y maravillosas como ésta; en tiempos donde la autoficción explora un realismo soso de viajes y chalés. Juan Manuel Gil nos ofrece aquí algunos personajes contundentes, que ofrecen testimonio respecto a la vida de un hombre, y entre todos construyen su propio relato. Un personaje, Eduardo Huergo, que no habla sino a través de las voces de los otros, que pasa casi desapercibido en gran parte del relato, hasta que consigue enfocarse, hasta que la luz del escenario lo enfoca, y él se levanta y camina sobre el agua como un caballo blanco, como los contundentes personajes y objetos en escorzo que dibujaba Ucello. El gran logro narrativo de esta novela está ahí: en la construcción del relato de este hombre casi invisible, desde la memoria ajena, y prescindiendo de los típicos trucos de estrabismo temporal a los que nos tiene acostumbrados la novela contemporánea.
Una única balsa limpia, para que entre la luz, para que el oxígeno navegue hidrógeno adentro y purifique, y devuelva la verdad al cauce. Sólo una balsa con el agua limpia. Esta imagen tan apropiada para la historia también permite una extrapolación hacia nuestro empeño por estancarnos en la memoria. Gil parece sugerir la posibilidad de hacer que la literatura sirva de camino no tanto de sanación —porque lo escrito escrito está, y lo que se ha roto no puede volver a su origen— sino más bien de ordenamiento sobre las experiencias y que permita así la limpieza de las imágenes usando la esperanza. El agua limpia que ofrece la posibilidad de recordar sin la mugre, para que todo lo vivido no sea, como expresa Pensacola, mierda, sino más bien, futuro. El agua, que permite el curso de la vida. El agua que colabora con la fluidez de las ideas y con el sueño; que lava, que cura, que baña. El agua que permite una mirada clara sobre el pasado y devuelve la infancia a su sitio. Y que le sirve al narrador para encontrar la soga de futuro que alguien ha cortado, y revisar la memoria y las palabras de Eduardo Huergo, para siempre.
Para terminar, no nos vendría mal volver al origen: a esa eterna pregunta entre la frontera que separa vida y literatura. Esa pregunta que desde la autoficción se ha intentado responder y redondear sin éxito —sometiendo nuestra realidad literaria a una seguidilla de libros infumables que sólo tienen una razón de ser: alimentar el ego de sus autores, y pasar por la literatura sin quedarse— y que aquí se encuentra planteada en lúcida perspectiva. Un hombre bajo el agua es una novela que da un giro rotundo a la autoficción y que reivindica el vínculo entre biografía y ficción desde la imaginación; provocando en nosotros, como sólo pueden hacerlo las buenas historias, el deseo profundo de quedarnos para siempre a vivir en estas páginas. Juan Manuel Gil construye una trama redonda, donde nada está ahí por casualidad. La búsqueda de sentido narrativo está en conseguir que los pensamientos áridos y las intrigas del pasado se vayan sepultando a la luz de una nueva palabra, un nuevo relato, con el deseo de creer en él, aunque no sea cierto; porque ya dijimos que eso no es lo importante, mientras encaje en la memoria.
«El agua cristalizada que forma los icebergs también es mineral. Además de un cementerio de mamuts y exploradores. Caminad con cuidado sobre el hielo. El hielo y la vida son la misma mierda». Este pensamiento gris del Pensacola no deja de ser cierto. Y sin embargo, ya que estamos aquí, tratemos de creer en algo. Aunque no sea cierto. En este libro, por ejemplo.
UN HOMBRE BAJO EL AGUA. JUAN MANUEL GIL. EXPEDICIONES POLARES. 2019
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