Águila, incendios y extinción

Nuestra relación con la naturaleza ha emprendido un camino sin retorno hacia la destrucción de todo lo que conocemos.


Foto: Fotonatura.org

«Lo más difícil de ver es lo que está ahí». Llevamos dos años hurgando en el monte para verla de cerca. Sabemos dónde se esconde, pero no hemos querido molestarla. Sin embargo, nuestras miradas parecen estar de acuerdo en una cosa: queremos verla de cerca. Hoy, ha pasado tan cerquita que su sombra alargó el espejo del único eucalipto que da sombra en este páramo. Sentimos un temblor en el aire, y nuestras orejas se tensaron. Por fin la hemos visto, con su panza blanca y su inmenso cuerpo cubierto de plumas. Creo que es un Águila calzada (Hieraaetus pennatus). Lo he buscado en un libro ornitológico de referencia y ahora estoy más segura.

En un libro de Biología he aprendido el concepto «funcionalmente extinto» que se usa para referirse a aquellas especies que ya no tienen la suficiente cantidad de individuos como para reproducirse normalmente y que, de una forma u otra, irán muriendo hasta desaparecer. El concepto funcional me hace pensar en que su impacto sobre el ambiente es casi nulo, por lo que son criaturas prescindibles. No tiene que ver con esto, pero quién sabe qué pasaría por la cabeza del científico que lo acuñó. ¿Por qué pudiendo decantarse por otros adverbios como arriesgadamente, peligrosamente o casi extinto, escogió el de funcionalmente? Y lo que más me pincha es la ambigüedad del término. Sin duda sí que la extinción implica la incapacidad para cumplir con las funciones vitales; sin embargo, si hurgamos más allá caben otras preguntas, como ¿qué es lo que nos hace funcionales? y otra cosa que me interesa también también es ¿qué responsabilidad tiene nuestra especie en la condena de otras a esa extinción funcional?

En un sentido práctico podríamos pensar que somos funcionales en tanto y en cuanto contribuimos con el entorno (el sistema que habitamos), y dejamos de serlo cuando ya no podemos seguir haciéndolo. Esto significa, hablando fríamente, que una especie que rodea el contorno de esta definición no podrá impactar en el futuro del planeta, por ende, su existencia ya no cuenta para la Tierra, ni para nosotros. El peligro de este adverbio es que a veces las funciones de ciertas especies son realmente importantes para el entorno, no sólo la vida en tanto y en cuanto como espacio vital del individuo. Y aquí cabe algo que a los humanos sí nos importa pero que no lo tenemos en cuenta al pensar en los animales: la individualidad, y en ella, el sufrimiento, el deseo, la pasión, el disfrute de todas esas criaturas que fueron muriendo, hasta que su especie comenzó a formar parte del grupo de las «funcionalmente extintas».




Todas esas vidas. Tantas vidas. Me parece repugnante que con absoluta naturalidad podamos decir «nos hemos cargado a los koalas» y que lo que realmente nos preocupe sea que su extinción ponga en peligro la vida de los bosques. Que pensemos en las demás especies con tanta frialdad y generalización, en tanto y en cuanto funcionales a la naturaleza y no seamos capaces una de dos: o de vernos de igual forma, o de comenzar a verlas de forma distinta; desde un punto no egocéntrico. La extinción de los koalas, que con sus excrementos fertilizaban los bosques, supone el aumento de la mala hierba en esos hábitats en los que él residía y un desequilibrio en el ecosistema que ya comienza a notarse. Desaparece una especie. Desaparecen con ella individuos de carne y hueso, y a nosotros nos preocupa el planeta que vayamos a dejarle a nuestros hijos. Los humanos para considerarse la especie más inteligente de la tierra es verdaderamente la más estúpida.

Para el Águila calzada los arbustos son importantes, porque necesita un lugar donde poner sus huevos, que tardan hasta tres meses en dejar el nido. Una vida lenta que peligra si nos quedamos sin monte. Y nos estamos quedando sin monte. La tierra se está quedando sin monte. Algunos bosques por culpa del incendio, otros a causa de la sequía, los árboles, esos que con tanto empeño defendió Tolkien y les dio individualidad y protagonismo en sus historias, están desapareciendo. Sin árboles, tampoco habrá planeta que entregarles a nuestros hijos. Pero lo importante sigue sin ser eso. La pregunta es ¿serán nuestros hijos capaces de hacer algo mejor? De regresar al sitio al que pertenecemos; como parte de ese todo que es la naturaleza? Lo dudo. Ni siquiera los animales tienen fe en nosotros. «Cuando el que está de caza es el hombre, el peregrino se va a otro lado».

Hace 8 años vivía en Canarias, ahora algunos de los espacios naturales de esas islas se hallan arrasados por el fuego y a nadie le importa. Hace 15 años viajé a Entre Ríos y vi la costa de Brasil. Ahora el fuego está arrasando con la selva. Las razones para prender fuego una isla volcánica y un terreno fértil son muy diferentes. Algunos lugares arden porque a alguien le sirve que así sea. Evidentemente no se puede sembrar soja en un bosque pero sí sobre sus cenizas. Mientras tanto, preocupados por ese mundo que le dejaremos a nuestros hijos, dedicamos nuestro tiempo a burlarnos de aquellos que de alguna forma están intentando hacer algo frente a esta catástrofe. Pero ¿qué se puede esperar de nosotros? Si decimos que no, pero nos consideramos los más atrevidos por no cumplir con las normas ecológicas para proteger lo poco de tierra que le estamos dejando al resto de los animales. Pero no nos engañemos: no lo hacemos porque el planeta nos importe, el planeta nos la suda, lo que nos preocupa es qué mundo le dejaremos a nuestros hijos. Ante esta perspectiva el mejor consejo es contaminemos todo lo que podamos, para que la tierra estalle, y que pasemos al grupo de los funcionalmente extintos hasta que desaparezcamos. Quién sabe, igual en muchos miles de años una nueva explosión reconstruya esta vida que hemos estropeado, y la naturaleza escoja una mejor forma de autodestruirse, es decir, que no nos invente a nosotros para que acabemos con ella.

Vivimos rodeadas de campo, de tierra reseca en este tiempo de verano inagotable. En la cima, donde a causa de la falta de perdices ya no suben los cazadores, allí el Águila ha tejido su nido entre unos arbustos. Sabemos que es su casa y ahí no subimos. Pero nos miramos deseando saber un poco más de ella. Yo también protegería a sus hijitos como lo hizo Kitai en Después de la tierra. Las rapaces son criaturas de las que tenemos mucho que aprender. A raíz de nuestro encuentro con nuestra vecina he vuelto a la lectura de El peregrino, que es un libro maravilloso de J. Baker sobre los halcones de ese grupo. «Las criaturas salvajes sólo tienen vida de verdad en su lugar de pertenencia. En otra parte quizá florezcan como cosa exótica, pero más allá de ellas el ojo ha de buscar el hogar perdido». Volver a este libro maravilloso de Baker alivia la pena de tanta naturaleza estropeada, de tanta extranjería sin hogar, que es a lo que hemos condenado al resto de individuos en este sitio.

REFERENCIAS.

Los fragmentos citados han sido tomados del libro El peregrino de J. A. Baker. Traducido por Marcelo Cohen. Editorial Sigilo, 2018. Aquí tienes más información sobre él.

Blog de Ignacio García Dios, ineludible para cualquier amante de las rapaces.

El águila calzada de Ignacio García Dios.

0 Comentarios