Silvana Vogt: «Viviría yéndome de todos los lugares y de todas las personas»

Entrevista con Silvana Vogt en la que conversamos sobre su libro La mecánica del agua (Entre Ambos)




Foto: Arnau Cònsul Porredon

La mecánica del agua (Entre Ambos) Silvana Vogt aborda una historia que gira en torno a los conflictos de la extrañeza, desde una perspectiva íntima y con un lenguaje que nos invita a la reflexión y al disfrute. Conversé con ella en torno a las formas en las que nos cambia el viaje y sobre las mejores razones para abandonar la tierra natal. Silvana Vogt es también librera y cuando habla de literatura, es mejor que los demás nos quedemos en silencio.

P—No poder comprar libros, ¿es una buena razón para irse?

R—Lo fue para mí, que decidí hace tiempo que la parte más importante de mi vida es la literatura, el mundo interno. La trinchera, la llamo yo. No sabía que, además, la lejanía con el país de origen y su caos, me permitiría escribir. Sin la distancia, si la extranjería, yo no podría poner nada por escrito. Y, en su momento, el descubrimiento de la literatura catalana, la literatura escrita en catalán, me abrió un mundo de referencias que me educó como lectora. Digamos que me fui por un libro y lo que encontré al aterrizar fue una literatura y una lengua en la cuál refugiarme. Ahora, sin embargo, estoy volviendo a las raíces literarias latinoamericanas y, por lo tanto, a la lengua materna. Al único escritor que no abandoné nunca, en esta especie de exilio lector autoimpuesto, fue a Rodrigo Fresán.

P—¿Por qué se llama “La mecánica del agua”?

R—Porque es un libro que habla de la memoria y la memoria funciona como el agua, llega el momento en que el muro de contención en el que encerremos el caudal de un río, o el pasado, se quiebra. El agua horada la piedra, los recuerdos horadan el olvido. El mar separa los países de Vera. El mar es la promesa incumplida del chico que le rompe el corazón. Y el mar es, también, el lugar donde conoce a Benno, la única persona a la que Vera considera un igual. El agua como paisaje y el agua, la cadencia de las olas, como el recuerdo de la imposibilidad de escapar del destino.

P—Para algunos teóricos, el agua es un símbolo de fertilidad pero también de pérdida. ¿Se puede escribir algo, cualquier cosa, sin confrontar esos dos aspectos de la vida?

R—No sé, yo al agua la relaciono con la muerte, no con la fertilidad. Y la pérdida es el único mecanismo que nos impulsa hacia delante. Si no perdiéramos nada, seríamos espantapájaros clavados en el medio de un maizal. La pérdida es una de las mejores invenciones habidas y por haber. Sí, es cierto, el dolor está implícito, pero a mí el dolor no me molesta. No lo busco, pero no lo aboliría. Perder es una forma multiplicada del verbo aprender.

P—¿Dónde nace la esperanza en la extranjería?

R—En volverse invisible. Y en que los demás sean invisibles para uno. La sensación de que nada te lastima porque no esperás nada de nadie, simplemente, porque los demás son cuerpos. Humanos que ni siquiera tienen nombres. La gente vale por lo que está diciendo o haciendo, no hay experiencia previa, ni prejuicio, ni sospecha, ni marco teórico desde donde juzgar y ni idea desde qué lugar te están mirando, juzgando. Es la experiencia más impresionante de mi vida. Llegar a un país con una maleta y no conocer absolutamente a nadie. Sabiendo que todo lo aprendido: las reglas de convivencia, los horarios, el sentido del humor, la política, los códigos, las formas, las maneras, los recuerdos compartidos, todo, todo, hasta el más mínimo detalle, quedarán obsoletos. Y esa sensación es adictiva. Yo viviría yéndome de todos los lugares y de todas las personas. Y, después, me sentaría a escribirlas. Para recordarlas en la mejor versión posible. Escribir es memorizar sin fe de erratas.

P—Jugás con una forma de memoria que es hacia delante. Lo poco que sabemos de Vera son un par de situaciones en una ciudad a la que no regresará. ¿Por qué contarnos tan poco del pasado?

R—Porque el lector no necesita saber nada más de ella para entender por qué se va y por qué siente lo que siente y hace lo que hace. Tenemos demasiadas películas vistas, novelas leídas y experiencias vividas como para rellenar todas las elipsis de una historia. Cuando me plantee la escritura de La mecánica… sabía que no quería detalles, mi modelo era La carretera, de Corman McCarthy, y la película Días de pesca en la Patagonia, de Juan Pablo Sorín. Un libro y una película que explican lo que tiene que explicar y lo que sobra, el adorno, la parte de la “telenovela”, se elide. ¿De qué le serviría al lector de La mecánica… saber si la madre de la Vera estuvo de acuerdo o lloró cuando ella se fue de Argentina? A mí me gustan los libros con silencios y elipsis. Si en la oración no hay una idea y lo que hay es una floritura para que el autor luzca adjetivo, me aburro. Y eso me pasa, estoy segura, porque la gente escribe cada vez peor.

P«Escribimos para recordar lo que hemos perdido» dice Anice Koltz. ¿Son las pérdidas el motor de tu escritura?

R—En La mecánica…, probablemente. Pero ahora el motor es otro. Y lo dice bien Anne Michaels: escribir por si los muertos saben leer.

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