¿No vamos a hablar del fin del capitalismo?

El fin del capitalismo, no el fin del mundo.




En medio del caos, no dejemos de aullar. Usemos este tiempo de colapso para pensarnos y reactivar la idea de otredad y de vínculo. ¡Qué lindo sería de una vez por todas derribar este sistema capitalista de turisteo idiota y vidas superficiales! Ay, si pudiéramos sentir amor por la justicia social, como nos invitó a pensarlo el gran Bakunin. Al menos, que sea éste un tiempo para intentarlo, pensarlo y despertar del letargo.

Golpe al sistema capitalista

«Mil palabras, muy pocas para llenar el horrible vacío». Lo dice Hunter Thompson y me las repito desde hace días ante la incapacidad de sentar las bases de un artículo que he comenzado cuando se inició la cuarentena. Quiero escribir sobre lo que está pasando dentro y fuera. Y sobre lo que deseo que se mueva. En el hueco de mi casa, que ahora es mundo, y en la geografía social que me rodea. Ese mundo que me cuesta hacer mío, que siempre siento que les pertenece a los otros. Quiero escribir sobre la ilusión que me invadió al ver tanto mundo movilizado. En esos primeros días en los que habría sido hermoso plantearnos de verdad una huida hacia dentro, un abandono de las políticas de consumo que venían argumentando el hilo de nuestras vidas. Ese primer momento de parálisis en el que creímos que otro mundo era posible. Y por otro lado siento ganas de gritar otra cosa. El miedo en la calle. En el pecho. En los ojos de los que me cruzo en el supermercado mientras evitamos romper la distancia reglamentaria. No dejo de pensar en la cantidad de civiles que han muerto en esta década en las guerras estúpidas que emprenden países como los nuestros, continentes como los nuestros. Tampoco puedo reprimir cierta desolación por las voces apagadas por enfermedades que nadie ha tenido la voluntad de estudiar porque no bañaban de muertos nuestra casa. Y esto me lleva a pensar que el miedo que hemos experimentado no tiene que ver con la posibilidad de cambiar, sino con el deseo de que nada cambie.

Y ahora, que dicen que ya ha pasado lo peor me siento triste. Porque nos veo como piezas fundamentales que reactivan un sistema que ya no es sostenible (si alguna vez lo fue), porque seguimos aferrándonos a la idea de que es mejor lo malo conocido. Ha pasado lo peor, que era disponer de todo el tiempo del mundo (de ese mundo detenido) para reencontrarnos con la idea de tiempo, de cuerpo y de futuro. Y me temo que lo hemos desperdiciado. Sin embargo, como soy una indesrructible idealista sigo teniendo fe. Y me fío de aquello que dice Catalina la Grande «El alma valiente puede reparar incluso el desastre», por lo que intuyo que algo y alguien habrá cambiado. Que alguien algo habrá aprendido de toda esta experiencia.


Este comportamiento, descrito así suena violento, pero es la única explicación que encuentro al hecho de que ante el miedo de la crisis y el desabastecimiento, se hayan vaciado los supermercados: no es empeño de supervivencia como he leído por ahí. La supervivencia consiste en tomar lo necesario y gestionarlo correctamente para vivir. Eso se llama ambición y responde a seguir manteniendo un estilo de vida capitalista, en tiempos de guerra. Acumular. Comprar. Engordar el capital (en este caso las reservas).

Vivimos inmersos en un estilo de vida que no podemos sostener. Apostar por la sanidad pública es imprescindible, pero también lo es volver a estilos de vida más saludables. Detener la hiperactividad, resolver qué de todo lo que hacemos es imprescindible, qué nos estamos perdiendo, por qué cosas nos estamos perdiendo la verdad del fondo de las cosas. No sería mala idea aprovechar este tiempo de aislamiento para afrontar estas realidades. No poder estar solo es un problema. No se resuelve saliendo a gritar al balcón, sino quedándonos a solas, intentando llegar al fondo de nosotros mismos, a ese lugar que el sistema no quiere que lleguemos. Ese sitio donde reside la verdadera luz que puede ayudarnos a salir de esta situación: no la económica (siempre existirán formas de conseguir sobrevivir a este mal menor) sino la espiritual (esa palabra tan hermosa que nos han arrebatado las religiones, también el capitalismo, pero que nos pertenece, y nunca nos perteneció tanto).

«Lo mejor del mundo es saber cómo pertenecer a uno mismo». Lo dice Michel de Montaigne, y aunque suena una frase bonita supone un ejercicio de extrema autodeterminación esta pertenencia. Schopenhauer dice que para ser uno mismo es imprescindible la soledad, porque si no amamos la soledad no vamos a luchar por la libertad. De eso se trata: del reencuentro con uno mismo para ir al encuentro de los otros, de esos otros vulnerables (y más vulnerables). Aprender a vivir solos y aprehender nuestra soledad es el mejor camino de regreso a casa, y a la paz del espíritu. ¿No sería ésta una buena oportunidad para intentarlo?

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