La extrañeza que nos dejó Pablo Aranda

Un pequeñísimo homenaje al escritor Pablo Aranda y una invitación a leer sus novelas.



La extrañeza que nos dejó Pablo Aranda
Foto: Diario Córdoba

«Escribo, tengo que escribir. Imagino que podría vivir sin escribir pero sería menos feliz». Eso me dijo Pablo Aranda cuando hace unos años lo entrevisté para Poemas del Alma. Ahora que se nos ha ido no entendemos bien qué es la felicidad; porque la vida se rompe cada vez que la muerte avanza y nos sacude. No hay luz que valga, pero al menos saber que tenemos esa ciudad en la que dice Soler —su despedida en Diario Sur es absolutamente recomendable— que viviremos para siempre nos permitirá seguir, hasta que nos toque a nosotros. Querido Pablo, vamos a leerte.

La obra de Pablo Aranda


En la obra de Pablo Aranda hay dos elementos que ocupan un lugar fundamental: la extrañeza y el viaje. En todas sus novelas aparece la sensación de dislocación; quizá porque él mismo la vivió en carne propia. Sus personajes se proponen viajes interiores y exteriores movidos por el único ansia de encontrarse con algo que le de sentido a esto que llamamos vida. Y esta fiebre, que provoca una explosión atómica en su rutina, nos avisa del gran desierto que todas estas criaturas comparten: la vida tal cual está pautada no puede ser lo único, no puede ser suficiente. Con esa herida se lanzan al mundo, y nosotros a la lectura.

A través de novelas como Ucrania, Los soldados, El protegido y La distancia Aranda nos invita a ponernos en el lugar del otro. El otro siempre somos nosotros de alguna forma. Ese parece el gran mensaje de su obra. El otro es un abismo que podemos conquistar si torcemos la mirada y afilamos el miedo. Quizá en esta conquista duerma la esencia de toda su obra: el gran legado. Pablo, el inconformista, quiso entender el mundo desde la piel de un extranjero, de un huérfano, de un olvidado, y nos impulsa a alzar en alto la única bandera posible, la de la compasión. Un gesto que iba un paso más allá de la empatía, que surge del deseo de sufrir con el otro deseando aliviar su herida.

Y la compasión en la lectura viene ligada al viaje. Ciudades distintas que entrecruzan destinod. Leemos a Pablo y viajamos, descubriendo en ese viraje interior de sus personajes una grieta personal de reflexión, que es añoranza y es también luz venidera. Ese viaje es principalmente interior o metafórico. Porque justamente el material arquitectónico y paisajístico de Aranda es sencillo: la vida cotidiana de una ciudad cualquiera donde la duda siembra el relato. Y es ahí, en esa normalidad, donde inocula Aranda la rareza, la extrañeza, y nos transforma.

Los personajes planos de pronto giran sobre su eje al encontrarse con alguien que les demuestra que en su propio interior hay algo que no han sabido ver y que puede iluminarles su presente anodino. Esto es lo que más me gusta de sus novelas. Porque es como si cualquiera pudiera tener posibilidad de redimirse o de empezar de nuevo. Las vidas más rutinarias de pronto pueden volverse emocionantes por un golpe de suerte, o de mala suerte. Creo que leerlo es un poco asomarse a esa verdad: todo puede cambiar de un segundo al siguiente y de nosotros depende el rumbo que ha de tomar nuestra vida.

Periodismo y literatura


Pablo también diferenciaba el trabajo literario y periodístico. En esa misma entrevista me comparó las novelas con una carrera de fondo que le permite «volver a correr los kilómetros en los que lo he hecho de manera más torpe» y me dijo que el periodismo tenía eso de «inmediatez y una visión de algo que he leído en prensa el día mismo en que las escribo, y una necesidad de envolver esa visión que me permita el juego del lenguaje, mostrar lo serio con humor». Al leerlo en ambos registros descubrimos que nunca es el mismo.

En sus artículos periodísticos hay una crítica árida a la realidad; ha sido capaz de meter el dedo en la llaga, en todos las llagas, valiéndose de su exquisito manejo del sarcasmo. Ése era su punto fuerte. Ésa era la razón por la que desde hace años no me perdía ni una de sus columnas. Ésa será otra razón para echarlo de menos.

En sus novelas nos encontrábamos con otra persona. Un escritor capaz de ahondar en el estilo desde el trabajo de las tramas. Pero si tengo que escoger lo que más me gusta de sus novelas, me atrevería a decir que es algo que comparte con otros autores de nuestra época: el empeño en dar protagonismo a seres aparentemente anodinos.

Y también sobre eso me dijo algo en aquella entrevista que recuerdo y que todavía me resulta fabuloso: «En las novelas me ocupo de gente que en principio no tienen nada para ser protagonistas de una novela. Ese compañero por el que un día preguntaba un profesor, que si alguien sabía por qué llevaba tres días sin aparecer, y mirábamos hacia atrás y sólo entonces reparábamos en que no estaba». Esa preocupación por los antihéroes, por los invisibles, es algo que me conquista cada vez que empiezo una novela de Aranda.

«Un cálculo de distancias hasta llegar a un sitio donde se esté bien». Con este deseo me dedicó Pablo hace unos años El protegido (Malpaso). Y pienso ahora que quizá ese sitio donde se esté bien sea el mismo del que habla Soler. Ese sitio extraño y cálido que es la literatura, que nos encuentra, nos hermana, y que, pese a los golpes de la vida, nos permite sentirnos menos solos, acompañados de gente que ya no está aquí pero que vivirá para siempre en sus novelas maravillosas. Como Jaime. Como Jorge. Como Emilio. Como Pablo.

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