Gema Nieto: «Cuanto escribo proviene siempre de un silencio»

Entrevista a Gema Nieto, autora de «Quien esté libre de culpa» (Dos Bigotes).


Beatriz no lo sabe pero ella también. Esa idea avanza sobre nosotros a medida que leemos Quien esté libre de culpa de Gema Nieto (Dos Bigotes). También qué. También algo. Un misterio oscuro se cierne sobre ella y sobre nosotros como lectores. Y Nieto sabe manejar esa tensión, dándonos indicios en cuentagotas de lo que supone ser Beatriz. Una novela extraordinaria sobre nuestra relación con la naturaleza que puede ser muy apropiada para estos tiempos de solastalgia, en los que intentamos resarcir los errores del pasado. En esta entrevista, la autora nos desvela los hilos finos que se tejen y dan vida a esta novela, y nos presenta su propia visión sobre esta realidad deformada por el ego de nuestra especie. Pero dejemos que sea ella quien lo diga.

P—¿Cómo ha sido para ti la pandemia en términos creativos; qué consecuencias ha tenido sobre tu arte?

R—Pues quizá queda mal decirlo porque soy consciente de que la pandemia ha traído desgracias y tragedias para muchas personas, pero en mi caso estuve encantada de estar confinada y de que el mundo se parase durante meses. Soy una persona muy hogareña y muy acostumbrada a entretenerme en solitario desde niña, así que no me supuso ningún problema quedarme en casa, más bien todo lo contrario. Me fascinó esa posibilidad de parón colectivo, ese silencio que había en las calles… Y mi vida no se diferenció demasiado de la que suelo llevar en circunstancias normales; ni me inspiró más ni me afectó especialmente estar recluída ni me ayudó a desarrollar nuevas ideas ni me volvió más creativa, simplemente seguí leyendo y escribiendo como de costumbre, y dándole vueltas a los mismos fantasmas y temas que me obsesionan. Tal vez a los escritores nos es más fácil habitar el silencio o la soledad, o lo sobrellevamos mejor, porque siempre tenemos la compañía (para bien o para mal) de nuestras propias historias.

P—Controlar la vida ha sido la gran meta de nuestra especie. En tu novela finalmente es una posibilidad tangible, pero tiene sus consecuencias. ¿Por qué te interesaba trabajar sobre la ambición humana desde la procreación artificial?

R—Podría responderte que básicamente porque me irrita mucho esa soberbia del ser humano con respecto a sus propias facultades y posibilidades de dominio sobre el resto de las especies del planeta. Nos creemos los dueños absolutos no sólo de la vida, sino de la naturaleza al completo, como si toda entera estuviera a nuestra disposición sólo para satisfacer nuestros caprichos. Por supuesto que ese deseo de control, que es a menudo una pura fantasía, tiene sus consecuencias, a menudo terribles, pero el ser humano no es consciente de ellas ni llega a considerarlas. Piensa, una y otra vez, que puede estar por encima de los fenómenos naturales o de las propias condiciones de la vida y después se asombra cuando esa misma naturaleza le pasa por encima, arrollándole. El propio ser humano se ha convencido a sí mismo de ser el rey de la creación y ha legitimado ese papel a través de textos mitológicos que él mismo ha escrito. Y si es el rey de la creación y está por encima del resto de seres del planeta, entonces tiene derecho a servirse de ellos para conseguir sus propios fines y a aplicar la tecnología o todos los medios artificiales que existan sobre la naturaleza hasta destruirla.

P—¿Por qué Quien esté libre de culpa?

R—Si te refieres al título, forma parte de una de las oraciones bíblicas más famosas, «quien esté libre de culpa que tire la primera piedra», que siempre me ha parecido que posee una fuerza épica enorme. Además, es una frase que está muy relacionada con el argumento y con el final de la historia, y por tanto no desvelaré nada más…
»Por otro lado, Quien esté libre de culpa surgió de la necesidad de tratar algunos temas que han sido especialmente polémicos en nuestra sociedad durante los últimos años pero desde un punto de vista diferente. Quise llevarlos a mi propio terreno y conectarlos con mis propios temas literarios y obsesiones personales, por eso los lectores reconocerán muchos de los que ya he tratado y que son los que conforman mi particular universo de ficción, como la formación de la identidad, los condicionantes biológicos o culturales que nos definen, la memoria, los traumas y secretos que arrastramos del pasado o las siempre problemáticas relaciones familiares, además de la preocupación por darles voz a las presencias silenciadas.


El propio ser humano se ha convencido a sí mismo de ser el rey de la creación y ha legitimado ese papel a través de textos mitológicos que él mismo ha escrito

P—Dian Fossey, que dedicó su vida a defender a los gorilas de la caza furtiva, decía que las personas que son capaces de matar a los animales también lo son de asesinar a otras personas. ¿Estás de acuerdo?

R—Absolutamente. De hecho, maltratar o asesinar a un animal es uno de los peores crímenes que se me ocurre que pueden cometerse, junto a maltratar o asesinar a un niño, porque son criaturas que representan la inocencia. Quienes son capaces de hacerlo demuestran no poseer empatía ni sensibilidad ninguna hacia esa inocencia o ausencia de maldad de los animales, me parecen auténticos sádicos, como los toreros o quienes los jalean. Hay que tener el alma muy negra para torturar a un animal y no mostrar la más mínima pena ni remordimiento. Gandhi dijo que la grandeza moral de una nación podía ser juzgada por la forma en que trataba a los animales.

P—Te quiero preguntar por qué quisiste darles protagonismo a las gorilas.

R—Seguramente el lector no se plantearía el mismo cuestionamiento ético que propongo si las protagonistas no fueran gorilas, o si fueran otros animales que no se pareciesen tanto a nosotros… Escogí a las gorilas para darle mayor verosimilitud a ese planteamiento debido a la enorme coincidencia genética que compartimos ambas especies (más de un 90%), pero también por motivos emocionales: resulta más fácil empatizar con un primate, que se parece más a nosotros, que con una osa, una cerda o una elefanta (aunque los científicos de mi novela no tendrían ningún problema en utilizar a las elefantas si las gorilas llegaran a extinguirse). Por un lado, esto nos habla de la necesidad del ser humano de «humanizar» a otros seres, concediéndoles o proyectando su mismo aspecto sobre ellos para ser capaz de sentir empatía o compasión, y por otro lado es también revelador de su egoísmo y su soberbia: sólo consideramos dignos de consideración, de ayuda o de derechos a aquellos que se parecen más a nosotros (lo hemos comprobado también con refugiados o con inmigrantes). Además, y en relación con esto, el silencio y la impotencia de las gorilas me resultaban también esenciales para transmitir parte del mensaje que tenía en mente.

P—Eliminar a las mujeres de la ecuación solucionó el problema, dice el encargado de Syngest. La solución ha sido esclavizar a las gorilas apoyándose en ideas retorcidas como la de salvarlas de la extinción. ¿Es la violencia democratizada el gran tema del libro?

R—No lo había pensado en esos términos, pero sí, podría decirse que es uno de sus temas. La normalización de la violencia contra los desfavorecidos, la macabra pirueta de convencer a la población de que esa violencia, o esa discriminación, se ejerce «por el bien de ese colectivo o por el bien del progreso», y, sobre todo, la democratización de una falacia cada vez más extendida (y propiciada por el propio sistema mercantilista en el que vivimos) que también me irrita profundamente: la creencia de que, para el ser humano, sus deseos equivalen a sus derechos. En el libro (y en la vida real) insisto mucho en esa diferencia entre deseos y derechos, cada vez más difusa en nuestra sociedad. Existe el deseo de ser padres, no el derecho a ser padres, igual que existe el deseo de ser felices, que la publicidad, el cine o la industria de los libros de autoayuda han convertido en «el derecho a ser felices». La sociedad capitalista ha convertido en derechos humanos inalienables lo que no son más que anhelos individuales, haciendo así que el mundo entero pase a ser un «derecho» del hombre. Es una perversión elaborada de una manera muy sutil, porque todo lo que sea un deseo personal es cuestionable, pero no así un derecho: si convertimos el deseo de procreación (por cualquier método) en el derecho a la procreación, será más difícil discutirlo.


La sociedad capitalista ha convertido en derechos humanos inalienables lo que no son más que anhelos individuales

P—El primer acercamiento de Beatriz con una gorila, al comienzo de la novela, es extraño. Deja algunos hilos inconclusos y en ella un poso de asco, de rechazo. ¿De dónde viene ese rechazo?

R—De donde normalmente suele venir siempre: de reconocer en el otro aquello que no aceptamos en nosotros mismos, que nos asusta o que rechazamos por prejuicios, ideas preconcebidas o temores infundados. Esos resortes que nos llevan, a lo largo de la historia, a señalar al distinto suelen repetirse a lo largo de la historia y fundamentarse en la misma razón: en primer lugar el miedo ante el «otro», ante lo diferente, y por otra parte el deseo de controlarlo o supeditarlo a las normas y convenciones por las que el grupo privilegiado se ha regido hasta el momento. El «otro» es percibido siempre como una amenaza a la permanencia de ese conjunto de privilegios, y con frecuencia esta percepción suele ir unida al rechazo y al fanatismo provocados por la ignorancia, la intransigencia o los discursos de odio como los de la extrema derecha. En mi novela establezco una analogía entre los niños gestados en gorilas y las personas que a día de hoy todavía sufren discriminación y persecución por cualquier motivo (homofobia, transfobia, racismo, etc.) o que se apartan de la norma y, por tanto, son consideradas indignas de ciertos derechos, una confrontación a la que se llega en gran parte gracias a una manipulación mediática brutal (a través de las tertulias televisivas, redes sociales, fake news, etc.) que tergiversa y reconduce los mensajes al antojo de determinados intereses para condicionar la opinión pública.

P—Aunque la sociedad que planteas se autoafirma igualitaria, los prejuicios y la violencia no han desaparecido: en forma de acoso escolar, de silencio familiar y de castigo institucional. ¿La búsqueda de un mundo sin violencia va en contra de nuestra propia naturaleza?

R—Es cierto que en el futuro más o menos próximo de mi novela algunas luchas se han superado, pero han dado paso a otras que en el fondo son las mismas. Aunque ciertas desigualdades e injusticias parecen erradicadas, esa sociedad futura sigue atacando a quienes considera diferentes de lo normativo y busca el conflicto con otro colectivo. Atacar al diferente parece un instinto del ser humano. Uno de mis personajes, Kay, reflexiona sobre esto mismo y lo tiene muy claro: observa a las personas y sabe que, aunque lleguen a superar ciertas barreras o prejuicios, siempre tenderán a crear sin descanso nuevas fuentes de discriminación y de conflicto con «los otros» a quienes consideran diferentes. Es algo inherente a la propia esencia humana. Y en Quien esté libre de culpa, los «niños mono» han pasado a ser el blanco de la ira de los intolerantes o los manipulables, son ese sentido un trasunto perfecto de las personas LGTBI. Tal vez dentro de unos cuantos siglos veamos superada la homofobia y completamente erradicada del mundo entero, pero soy pesimista: el ser humano siempre encontrará nuevos motivos de odio y discriminación.

P—“Pese a ser portadora de fuego, Beatriz jamás guiaría a nadie a ningún otro lugar que no fuera el caos”. En una sociedad organizada los niños están tremendamente desamparados, ¿no? Y tengo la sensación de que todos los personajes, también los niños, viven carcomidos de culpas, como si sus vidas no les pertenecieran…

R—Ésa es una lectura muy interesante y certera, porque en el fondo los niños de mi novela, cada uno de ellos, no son más que la consecuencia de lo que han vivido en sus familias y de lo que éstas les han ocultado o han decidido contarles: ellos, para bien o para mal, arrastran las consecuencias de esas decisiones y en realidad no se les puede considerar culpables de sus acciones o de su manera de pensar. Precisamente por eso las relaciones familiares desde la infancia es uno de los temas que más me obsesionan y sobre el que vuelvo una y otra vez en mis libros: en gran medida no somos más que la consecuencia de nuestro pasado, de nuestra educación o de lo que hemos vivido en nuestras casas desde pequeños. Esas experiencias, revelaciones o secretos nos han podido condicionar durante toda nuestra vida.


Las relaciones familiares desde la infancia es uno de los temas que más me obsesionan

P—¿Crees que legalizar la gestación subrogada es sostener que la maternidad/paternidad es un privilegio de clase?

R—Por supuesto, entre otras muchas cosas. Creo que en el debate sobre la gestación subrogada no se insiste suficiente, ni desde el punto de vista correcto, en el tema de la supuesta libertad de las gestantes y su motivación económica, que es la única que llevaría a cualquier mujer a gestar el bebé de un desconocido. Las voces a favor de la gestación subrogada se apoyan en esa supuesta libre voluntad de las mujeres a la hora de decidir llevarla a cabo, pero cuando se impone una necesidad económica, del grado que sea, no existe libertad de elección ni de decisión. Al suplantar, en un futuro hipotético, a las mujeres por gorilas, mi novela lleva al extremo la explotación de seres inocentes en beneficio de un mercado cada vez más pujante, de los intereses capitalistas y de los deseos individuales, y alguien podría estar tentado de reprocharme que he hecho trampa, puesto que en el caso de los animales no existe ninguna posibilidad de decisión mientras que las mujeres siempre la tienen. Pero esto tampoco es así en realidad: ¿hasta qué punto somos verdaderamente libres los trabajadores, las personas que dependen de un sueldo precario o de unos ingresos mínimos? ¿Pueden de verdad decidir sobre aspectos de sus vidas que otras personas más adineradas dan por supuestos y son capaces de solucionar con facilidad? Y, por otra parte, hace falta insistir también en la perversión que supone mercadear con la génesis de la vida desde que se introduce una transacción económica. Si el ser humano tiene posibilidad de mercantilizar cualquier necesidad y de conseguir con ello una industria pujante aun a costa de vidas, lo hará. Lo llevamos viendo desde hace siglos. Lo que haría en este caso sería disfrazarlo de regalo maravilloso, envolverlo con un lazo y ofrecerlo como un adelanto incomparable cuyo fin es mejorar la vida de la gente en todos sus ámbitos y conseguir su felicidad, como explico en mi novela y como ya se viene haciendo con la gestación subrogada en muchos países. Pero no es más que la consecuencia última y más brutal del capitalismo que incrementa todavía más las desigualdades económicas y sociales y que sólo puede beneficiar a los más ricos.

P—¿Qué interés encuentras en la memoria como tema literario? [En Haz memoria trabajar con el pasado y en Quien esté libre de culpa con el futuro y en ambas la memoria parece salpicarse de presente].

R—La memoria es uno de los temas que más me obsesionan a la hora de escribir. Es, diría, el sustrato del que intento extraer la inspiración y la historia. La memoria es identidad y sin ella no somos nada, no se puede construir nada a nivel individual ni colectivo. De hecho, es un error pensar en el pasado como algo muerto. El pasado, así como la Historia, es un cuerpo vivo, cuyas consecuencias llegan hasta nuestro presente y lo determinan. Por eso no sirve el argumento de “dejar el pasado atrás” o “no reabrir viejas heridas”. El error es precisamente huir de la memoria, pretender que el olvido haga su trabajo sin cobrarse ningún precio, creer que al enterrar la memoria todo se arreglará solo cuando sucede precisamente lo contrario: el lodo va creciendo hasta convertirse en una bola gigantesca. Los conflictos sobrevienen y se enquistan cuando no se solucionan las cosas a tiempo. Sucede con todo, con cualquier problema mínimo de la vida cotidiana y también con los asuntos políticos que un Estado deja sin resolver. »La reivindicación de la memoria es por eso una constante en mis novelas: en La pertenencia, como base para la búsqueda de la propia identidad; en Haz memoria, como argumento principal de que ningún país democrático puede levantar su identidad y dignidad sobre las bases del olvido y el silencio (algo que en este país sigue sin estar claro), y en Quien esté libre de culpa para poner sobre la mesa las posibles consecuencias del método de gestación sobre los propios hijos gestados. Nadie sabe qué efectos puede tener en la propia psicología de un niño haber sido gestado en un vientre de alquiler, en su identidad y su necesidad de conocer sus orígenes cuando crezca. Quién sabe qué inquietudes, qué carencias, qué dilemas o conflictos desarrollarán cuando sean adultos, o si incluso podrán convertirse en detractores del método a través del cual fueron concebidos... Es un aspecto sobre el que actualmente no se habla en ningún debate acerca de los vientres de alquiler y me parecía tremendamente interesante abordarlo en relación con la memoria.


Los «niños mono» han pasado a ser el blanco de la ira de los intolerantes o los manipulables, son ese sentido un trasunto perfecto de las personas LGTBI

P—¿Los personajes con más posibilidades son los que han sufrido más?

R—Así lo creo, al menos con más posibilidades literarias, porque en la vida real no podemos caer en la tentación de romantizar el dolor o el sufrimiento creyendo que éste nos hace mejores personas o más sabias. Yo escribo sobre los traumas o las vivencias silenciadas porque suelen constituir el estrato más importante y profundo de la creación artística o literaria, y en todos los temas que he tratado me ha parecido ver un campo ampliamente abonado para ello: los conflictos personales tienen raíces muy profundas, semillas muy oscuras que provienen incluso del tiempo en el que no somos conscientes de ellas, y nadie, ni siquiera la familia más atenta y cariñosa, puede llegar a controlar el alcance de sus ramas cuando crecen. Los asuntos pendientes e inconclusos del pasado son precisamente los que generan problemas y, por tanto, las mejores tramas.

P—¿De qué manera podemos restituir nuestra relación con la naturaleza?

R—Como he dicho antes, soy pesimista y sinceramente creo que esa relación es cada vez más irrecuperable, no hay más que ver todos los límites que el ser humano ha traspasado en relación al cambio climático y la destrucción medioambiental. Es un estropicio tan grande el que hemos causado que tiene muy difícil solución, sobre todo cuando a nivel gubernamental o internacional no se alcanzan ni siquiera los mínimos acuerdos para remediarlo y toda la responsabilidad se deposita en los ciudadanos. Pero de nada (o de muy poco) sirve preocuparnos por reciclar o por no coger el coche cuando sólo este invierno en Europa se han operado casi 20.000 vuelos vacíos para que las grandes compañías no pierdan sus derechos de despegue y aterrizaje y puedan mantener las plazas con las que compiten por el espacio aéreo... Es una situación tan demencial que nos deja pocas opciones de que nuestras acciones resulten efectivas. Podemos negarnos a utilizar cualquier cosmético que emplee a animales en sus experimentos, o, por poner otro ejemplo de los que han causado polémica últimamente, reducir nuestro consumo de carne, o al menos hacerlo con responsabilidad, apostando por la producción que tiene en cuenta el bienestar de los animales, que es lo más justo y necesario. A mí me gusta mucho guiarme por la visión que tenían los antiguos indios americanos: sólo cazaban a un animal si tenían necesidad de alimento o vestido y cuando lo hacían eran muy conscientes de que su muerte servía para prolongar y mejorar la vida de la tribu; por ello agradecían al animal su sacrificio, le trataban con respeto y le rendían homenaje a su espíritu.

P—¿Para quién escribes?

R—Fundamentalmente para mí misma, para canalizar mis inquietudes, exorcizar mis fantasmas o intentar establecer algún orden en todo este caos que nos rodea. Cuanto escribo, como he dicho antes, proviene siempre de un silencio, de un trauma o de un conflicto en los personajes que no ha sido resuelto. Pero también soy consciente de que todo cuanto nos rodea, la economía, la educación, la cultura… es político. Los discursos en los que creemos o que rechazamos son política. Lo personal es político. Y la ciudadanía, los escritores, los trabajadores de cualquier profesión, no podemos apartarnos de ella, porque también con nuestras vidas, nuestras obras y nuestras decisiones, aunque no queramos, hacemos política. También con lo que escribimos y cómo lo escribimos. En mis novelas siempre procuro que este componente de compromiso o de denuncia permanezca activado, porque sigue siendo necesario.



Con nuestras vidas, nuestras obras y nuestras decisiones, aunque no queramos, hacemos política


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