Antonio Soler: «Lo que quiero es escribir peligrosamente»

Entrevista a Antonio Soler. «Sacramento» (Galaxia Gutenberg)

Entrevista a Antonio Soler

Escribir peligrosamente. Dice Antonio Soler que se va a tatuar este consejo de Joyce para no olvidarlo. Si lo pensamos un poco Sacramento (Galaxia Gutenberg) representa en cierta medida una procesión hacia la esquina del miedo. Una novela brutal sobre un hombre que flirteó con el abismo y se llevó en la caída el equilibrio emocional de muchas mujeres. En esta charla, el escritor que ha sabido hacer de Málaga un paraíso literario, nos habla sobre Hipólito Lucena, la escritura peligrosa y la amistad que salva.

P—¿Sabes por qué estoy tan interesada en hablar sobre Sacramento? (Suspenso) Me ha fascinado tu valentía. Has escrito una novela rara y que puede incomodar un poco. ¿Te ha costado decidirte a publicarla? ¿Lo ves como un acto de valentía?

R—No, sinceramente, no. Antes de publicarla, el editor me preguntó «¿piensas que puede haber problemas en Málaga?» Y yo le dije que pensaba que no, pero que si los había tampoco es que fueran a llevarme a la hoguera como en los tiempos de la Inquisición. Un problema que uno siempre tiene cuando escribe es el de la autocensura, pero yo intenté librarme de eso hace ya mucho tiempo. Y ya te digo, no pensaba en los problemas que pudiera haber luego. De hecho, a poco de publicarse el libro, fui un par de veces a firmar a la Feria del libro de Málaga y aunque iba con la conciencia de que podría llegar alguien a plantearme alguna objeción de un modo o de otro, no ocurrió. Y sí ocurrió lo contrario: vino mucha gente a decirme que conocían, que tenían muchas referencias de este asunto y que ya era hora de que saliera a la luz.

P—Se nota en tu escritura una libertad que no es normal en estos tiempos de censura y corrección política. ¿Será por tu larga trayectoria? ¿Crees que podrías haber escrito esta novela hace veinte o treinta años, cuando te hablaron por primera vez de Lucena?

R—Probablemente esa libertad viene de la trayectoria, sí, lo cual supone edad. Y, a determinada edad, empiezas a relativizarlo todo bastante y a tener prioridades: la de la libertad es una de mis prioridades. Eso va unido a ese concepto de lo relativo: sabes que el mundo va a seguir funcionando exactamente igual más allá de que tú tengas un problema o de que a alguien no le guste lo que hagas. Y también está esa conciencia de saber que no le vas a gustar a todo el mundo; eso está asumido y forma parte de mi personalidad. Y en cuanto a escribirlo cuando era joven y en cuanto tuve noticias, no, y por varios motivos: el fundamental es que yo quería construir mi propio mundo literario y pensaba que eso era algo que estaba fuera y que tenía más que ver con un trabajo de investigación periodística que con un hecho puramente literario. Con el tiempo ocurrieron dos cosas. Por un lado, al ir teniendo tantas noticias del personaje a lo largo de treinta y tantos años empezó a formar parte de mi memoria y, por tanto, de mi magma mental, del que surgen los personajes literarios. Y, por otro lado, también en este tiempo he adquirido el suficiente oficio como para poder incorporar a mi mundo literario algo que en principio está fuera. También es cierto que no era algo muy lejano sino que ese personaje tenía determinadas características que lo aproximaban a mi mundo literario. Pero no, cuando tuve noticias de él no habría podido escribir este libro, eso seguro.


La de la libertad es una de mis prioridades

P—Cuando dices que se aproximaba a tu mundo literario, entiendo que te refieres a esa doble cara del personaje, esta contradicción que, por lo que has comentado, es lo que más te atrae de él.

R—Sí, a la complejidad del individuo.

P—Y no lo presentas como un depravado sino como un hombre que en un determinado momento de su vida se desvía del camino.

R—Sí, vive una especie de desdoblamiento. Un desdoblamiento que él consigue armonizar, por llamarlo de alguna manera, mediante la teoría del iluminismo, que justifica sus actos de abusos de poder y de manipulación. Si él finalmente consigue creer aquello que está diciendo, lo que está proporcionando a esas mujeres es un camino hacia la felicidad absoluta. Lo oculto y lo que finalmente quedará envuelto en un misterio es lo que él realmente creía. ¿Creía realmente en esa teoría o usaba esa teoría para justificar sus deseos sexuales y poder acceder a estas mujeres? Esto nunca se va a saber; eso se fue con él. Él en todo momento se comportó como si de verdad creyera en eso, hasta el final, incluso cuando lo juzgan. Era un tipo muy inteligente, culto y de una personalidad rocosa. Cuando lleva veinte años en cautiverio el cura que está más próximo a él viene a Málaga a hablar con la familia y les dice algo muy curioso: que él le habla a Hipólito de usted y que el cura Hipólito le habla a él de tú, y les cuenta del respeto que ha conseguido labrarse en medio de aquella gente a pesar de su condición de cautivo; siendo alguien que tendría que estar por debajo consigue ponerse por encima de todos. Y me parece en ese sentido un tipo muy interesante.

P—Hay cierta piedad en tu mirada. También se nota en otros personajes históricos que has trabajado, como el Noi del Sucre.

R—Lo que siempre procuro eludir en todo lo que escribo, y aquí también, es emitir un juicio. A mí lo que me interesaba era explorar esa personalidad tan contradictoria. Hipólito es como una especie de Jekyll & Mr. Hyde; porque a la luz del día es un ser maravilloso que se va ocupando de los desvalidos, de los huérfanos, de los necesitados, y en la oscuridad, manipula, abusa.

P—El párroco ejemplar y el desviado, que dices.

R—Sí.


Lo que siempre procuro eludir en todo lo que escribo, y aquí también, es emitir un juicio

P—¿Por qué decantarte por la innovación formal cuando podrías haberte enfocado en una estructura más tradicional e historicista, más permeable para los lectores, quizá?

R—Lo que me lleva a indagar es el hecho sencillo de no aburrirme. Me parecería ser un mecanógrafo, el estar construyendo una historia del modo tradicional. Después de treinta y tantos años se supone que debo de tener oficio, y contar eso me aburriría enormemente, transitar por un camino que ya conozco donde lo único que varía es el argumento de la historia, sin explorar, sin desviarme, sin equivocarme... Hace poco leí algo de Joyce, una conversación que él tiene con un amigo, y que me lo voy a tatuar en el pecho: le dice que el escritor moderno tiene que escribir peligrosamente. Claro que él lo dice en 1923 o 1924, hace un siglo, pero me parece que es un lema que tenemos que asumir todos los que nos dedicamos a esto de un modo más o menos con intención de seriedad. Eso significa que te puedes caer del trapecio, pero me parece que es una obligación.

P—Algo que dices en la novela es que la inseguridad estaba en aquella época y es algo que te ha acompañado en toda tu vida. ¿Es la inseguridad lo que te permite ofrecer siempre nuevas historias y no caer en la conformidad?

R—No, la inseguridad lo que me permite es estar alerta. El escribir historias más o menos de un modo convencional y de un modo que yo conozca el método me daría un poco más de seguridad pero como eso no es lo que quiero y lo que quiero es escribir peligrosamente, siguiendo el ejemplo de Joyce, eso me hace estar alerta. Es lo mismo que si uno está no andando por una calle por la que va todos los días sino por un arrabal de una ciudad extraña, mejor ir alerta y mejor no ir con las manos en los bolsillos y silbando. Escribir una novela es una especie de viaje y de tránsito por sitios; y yo, que me meto por sitios desconocidos, voy alerta y, por tanto, con una cierta inseguridad. Es eso: un estado de alarma, de no confiar en lo que ya sabes.


Escribir una novela es una especie de viaje

P—Hablando de la exploración, haces algo que me ha impactado especialmente. No sé si el concepto es interpolación de recursos; me refiero a lo que haces tanto en el capítulo de la ordenación sacerdotal (que superpones por un lado los acontecimientos y las oraciones con el monólogo interior de Lucena) y cuando usas titulares y copetes periodísticos introduciéndolos en el propio discurso narrativo. Me parece fascinante, y quiero preguntarte cómo aparecen y se desarrollan estas ideas en tu escritura.

R—Esas son cosas que surgen sobre la marcha. Yo planifico bastante los libros, la estructura. Es algo que me interesa y en lo que pienso bastante antes de poner la primera palabra; todo eso está más o menos ordenado. Pero luego viene el proceso que naturalmente es imprevisto, que es el de darle vida al lenguaje. Por mucho que pienses en el tono que le quieres dar, cuando escribes, vas tomando decisiones muy rápidas, y yo escribo a bastante velocidad. Y entonces todas esas cosas van surgiendo sobre la marcha. Yo puedo planificar mucho el libro, y en este caso quería que las partes fueran diferentes, incluso que pertenecieran a géneros diferentes, pero lo que no puedo planificar son las metáforas ni los diálogos ni nada de esto, esto lo tienes que dejar al azar y que dios te acompañe.


«Sacramento» de Antonio Soler (Galaxia Gutenberg)

P—Un apunte sobre el tono. Durante la narración a veces te refieres a Lucena en tercera persona pero por momentos lo haces desde una segunda persona bastante cercana. Da la sensación de que quisieras entenderlo, que intentaras mostrar cierta piedad frente a este personaje que, por otro lado, causa un poco de rechazo, ¿no?

R—Bastante rechazo, sí. Y sí, es la búsqueda de una proximidad. Incluso hay una parte, creo que está hacia el final del primer bloque, en la que más o menos vengo a decir «tú crees en tus dioses, tu crees en tus ritos; yo creo en los míos». Y hablo del tuerto, por Joyce, y uso esa palabra tremenda que imagino que muchos lectores dirán «¿y esto qué es?» bababadalgharaghta..., que es el ruido que hace al caer el personaje en Finnegans Wake, esa palabra extraña onomatopéyica. Y está ahí sí, ese deseo de vinculación entre ese individuo bastante detestable y yo como escritor; cada uno dedicado a su religión, él a la suya particular y yo a la literaria.

P—Además de la que citas de Joyce hay otras referencias literarias. Imagino que a mí se me habrán escapado muchísimas...

R—Sí, hay muchas referencias literarias ocultas. A La tierra baldía de Eliot, a pasajes de la Biblia también...

P—Hay una conversación que tienes con Margarita, hermana de una de las hipolitinas, en la que ella te dice que tú no haces esto por la verdad. ¿Qué es la verdad cuando hablamos de escritura?

R—La única verdad para mí es el texto. Lo que queda escrito. Y yo creo que en el fondo lo que esta mujer me dice es eso. «La verdad de lo que ocurrió con ese hombre y esas mujeres, a ti te importa poco; a ti lo que te importa es tu carrera y, finalmente, a ti lo que te importa es el hecho literario, el texto». O sea que no iba descaminada. Supongo que para ella la verdad es una verdad periodística; es decir, qué ocurrió, cuáles son los hechos y cómo los cuentas, cómo los trasladas al lector sin manipulación y sin tú sacar ningún beneficio... Pero, evidentemente, de eso yo he sacado un beneficio; he hecho un trabajo que me repercute económicamente, o esa es la intención, y eso en el fondo es lo que ella está diciendo. «Tú no eres un ángel de la guarda que vienes aquí a impartir justicia; tú lo estás haciendo porque te beneficia a ti».


La única verdad para mí es el texto

P—¿Cómo ha sido para ti reencontrarte con la idea que tenías entonces de lo que era la escritura?

R—Interesante. De todos modos ya lo había hecho un poco con Sur. En «El diario del atleta» uso unos fragmentos que yo escribí siendo muy muy joven, incluso antes de saber de Hipólito Lucena. Cuando me encontré esos folios escritos a mano sí que pensé en el escritor que yo pensaba que podía ser en aquella época y ese reencuentro fue muy curioso. Es como ver una foto tuya de treinta años atrás; quién era este individuo y qué quería ser. En este caso la reflexión va un poco más allá, porque tiene que ver con el hecho literario y con lo que para mí suponía ser escritor, el significado que tenía la literatura para mí. Era como un bien absoluto. Mi vida era la literatura.

P—A pesar de que, como narras en Sacramento, las condiciones fueran adversas...

R—Sí, las condiciones eran adversas, pero mi vida era la literatura, y lo demás eran complementos. Pero ha sido interesante como forma de conocimiento propio, recordar cómo pensaba entonces y ver el recorrido realizado.

P—Es una novela en la que también haces muchos homenajes a escritores amigos. Y me gusta especialmente ese fragmento que dedicas a Ballesteros. ¿Crees que si él no te hubiera dado esos consejos y te hubiera animado podrías haber dejado de escribir? ¿Cuánto te impactó su apoyo?

R—Me impactó bastante. Por el mecanismo, por los hábitos que puse en marcha en las semanas y los meses siguientes, a lo mejor podría haber acabado escribiendo. Creo que ahí lo cuento un poco: dividí el día entre el estudio de las oposiciones y la escritura, pero la dinámica era que el espacio para el estudio se iba reduciendo a pesar de mi voluntad y el otro iba ganando espacio, y al final terminas diciendo «esto no hay forma de hacerlo». (Risas) Claro, lo importante es que el apoyo moral de Ballesteros era como un alimento, un nutriente que me hacía no desfallecer en los momentos más oscuros. El hecho de que alguien que parecía importante confiara en ti era determinante. Lo de Ballesteros fue muy importante, y las cartas que me enviaba...

P—...que las esperabas con entusiasmo...

R—Sí, porque es como cuando tomas un complejo vitamínico. Te lo tomas, te sientes fuerte, pero si no recibes otro eso se va debilitando y se va perdiendo el efecto. Entonces pensaba «este hombre está en su vida, tiene sus problemas y tal, y yo estoy otra vez aquí». Y entonces llegaba otra carta, otra inyección, otra carga de energía... Fue muy importante. Pero yo me imagino que habría seguido escribiendo, con más penurias o menos.

P—¿Y percibes que puedes ser para otros escritores una especie de faro, como Ballesteros fue para ti?

R—No, no me siento así. Yo, en ese sentido, me siento completamente aislado, cuando estoy escribiendo y cuando solvento mis días, mi vida. Soy el tipo que trataba de hacer un trabajo creativo con todos los condicionantes que eso supone. Sé, al contrario que entonces, que eso se publicará, que no tengo la ansiedad de supervivencia que entonces tenía, y entonces todo es mucho más fácil. Pero en el cuerpo a cuerpo con la literatura me siento igual; con un mayor dominio del oficio pero con la misma inquietud. Y eso me hace estar abstraído de lo otro. Y en absoluto me siento faro de nadie.


En el cuerpo a cuerpo con la literatura me siento igual

P—A pesar de que te incluyeran entre los Narraluces no encuentro una estética compartida entre tú y otros narradores de esa generación. ¿Te sientes cerca de alguno de ellos?

R—Eso de los Narraluces finalmente fue un invento. Yo lo veía entonces como lector joven; me parecía un invento de cara al Boom. No había demasiado coherencia entre ellos; sólo que eran andaluces. En el libro hago una reflexión que tú apuntas que es: leía lo que estaban publicando algunos autores de mi edad y no me sentía identificado con ellos. Aunque pudieran gustarme, yo pensaba que mi camino era otro. Mi reto era encontrar mi propia voz y mi propio mundo, aunque no estuviera a la moda ni fuera lo que parecía que podía ser imperante. Yo leía con agrado, por ejemplo, a Martínez de Pizón y toda esta generación, pero su estética pensaba que no se correspondía con la mía. Y bueno, pues tendría que buscar mi camino.

P—Un tema que aparece mucho en tu obra es el deseo. Aquí exploras la parte turbia del deseo. Te quiero preguntar por ese capítulo en el que detallas el primer encuentro sexual de Lucena con una hipolitina. Tengo la sensación de que el propio tono de la narración adquiere esa sordidez del deseo, como si fuera el propio deseo el que contara la anécdota. Estás narrando una violación y pones sobre la hoja los matices que se ponen en juego... Me he enredado un poco pero me gustaría que me contaras por qué te interesaba explorar esta parte complicada y turbia del deseo.

R—Me parecía que estaba implícito en el personaje; las relaciones que este hombre debió de establecer no eran limpias. Por otro lado, el deseo oscuro es algo que siempre me ha atraído, esa parte del deseo y de la sexualidad que tiene un componente turbio. Que aunque aquí está llevado a sus penúltimas consecuencias, es algo que tiene mucho que ver con la sexualidad humana y que no existe en el reino animal, donde el deseo es una manifestación biológica y poco más, es decir, no hay erotismo. Yo recuerdo que siendo adolescente, con lo que era la España de la época de represiva, tuve una conversación con un amigo en la que él reivindicaba el deseo limpio, la sexualidad limpia. Y yo le decía «pero esa es la sexualidad de las vacas. A pesar de la represión que estamos viviendo, creo que la sexualidad humana velada tiene unos resortes mucho más interesantes». Eso siempre me ha interesado: el deseo como resorte, como estímulo para vivir y para alentar y conseguir objetivos; creo que es mucho más interesante que cuando el objetivo está conseguido. Recuerdo una de mis primeras novelas, Los héroes de la frontera, que para mí es una novela sobre el deseo, donde una vez que se consigue casi te olvidas de él. En este caso al que te refieres eso estaba ahí de un modo manifiesto; era casi lo que imperaba: el deseo oscuro de este individuo que ha manipulado a una mujer que es su víctima. Pero para mí no es una violación, porque ella está consintiendo. Consiente manipulada, en contra de lo que hasta entonces pensaba que debían de ser las relaciones amorosas y sexuales, porque él le dice que ese es el camino de la bondad, que es el camino que quiere Dios, etc. Ella consiente como probablemente consintieran algunas de estas mujeres... Son víctimas, por supuesto, porque hay un abuso de poder y una manipulación por parte de este individuo. Y esto nos lleva a algo que a mí me produce mucho rechazo, que es la manipulación. Al final, yo intenté unir todo, porque creía que este personaje tenía que moverse por esos caminos bastante pantanosos.


Eso siempre me ha interesado: el deseo como resorte, como estímulo para vivir

P—Me parece un capítulo brutal y realista, porque ella siente el rechazo y no puede hablar porque está totalmente manipulada. Me pregunto cuántas personas pueden llegar a entender tu intención al escribir este capítulo.

R—Espero que unas cuantas. De hecho, me ha llegado el apoyo de mujeres feministas... Tú hablabas de violación; no sé cómo llamarlo, porque en el sentido estricto no es una violación, pero hay abuso evidentemente. La mujer dice «Vale, sí, consiento; pero consiento en contra de lo que hasta ahora eran mis principios»; por lo cual, hay un cierto forzamiento. Pero eso yo creo que lo han vivido mujeres abusadas por tipos extraños pero que también lo han tenido que vivir en matrimonios y dentro de relaciones más o menos consentidas; incluso chicas jóvenes de ahora, en un tiempo en el que parece que todo tendría que ocurrir a la luz del día, se ven forzadas y manipuladas por novios machistas, manipuladores, que las obligan a más allá de la cuestión sexual, a llevar pautas de conducta en contra de lo que ellas piensan.

P—También aparece la guerra civil y hay algunos pasajes impactantes, como ése en el que cuentas que las mujeres salen de las casas a buscar comida mientras en el fondo del patio están sus maridos escondidos. Esto es algo que has vivido en tu propia familia, ¿no?

R—Sí, es una referencia completamente autobiográfica y la hice recordando a mi abuela materna. Cuando Málaga cayó en poder de las tropas franquistas mi abuelo tuvo que estar durante años escondido, porque había pertenecido al Partido Socialista; con lo cual, él que era el que aportaba el dinero y el que sostenía económicamente a la familia, no podía trabajar, tenía que estar escondido, y mi abuela tenía que salir a la calle a ver cómo conseguía alimentar a sus hijas. Y el modo en que lo hizo fue con el estraperlo, comprando alimentos. Recuerdo que contaba que fue con una amiga andando hasta Granada por un saco de garbanzos y que entre las dos lo trajeron a Málaga para venderlos en porciones más pequeñas y sacar un cierto beneficio. Y otras veces iba a un pueblo cercano a por aceite y otras cosas para venderlas... Y siempre con el peligro de caer en manos de la policía, que podían llevarla a un calabozo, que podían abusar de su autoridad de un modo u otro o sencillamente le podían quitar el dinero y los garbanzos o lo que llevaran. Y hubo mucha gente que ha vivido así.


Mi abuelo tuvo que estar durante años escondido

P—¿Qué recuerdos tienes de la infancia, en aquel último coletazo de la dictadura franquista?

R—Tengo un recuerdo bastante curioso y contradictorio. Mientras el ambiente general era de apoyo al régimen —eso era así; la gente parecía contenta, no había públicamente un cuestionamiento del sistema ni mucho menos— en mi casa que, tanto por parte de padre como de madre eran personas republicanas, escuchaba conversaciones y también insultos contra Franco y contra el régimen; y entonces, me tenía que ubicar. ¿Quién tendría razón: los de mi casa o todos los demás —porque lo que veía era que eran todos los demás—? Y ya cuando empecé a leer cosas a las que podía acceder y fui fraguando mi propia opinión lógicamente estuve más de acuerdo con mi familia que con el entorno que me rodeaba. Y ya con 17 o 18 años empecé a conocer gente de lo que se llamaba la Joven Guardia Roja, aunque a mí nunca me atrajo el Comunismo, de oposición al régimen. Pero inmediatamente después murió Franco y llegó la transición y las primeras elecciones, en las que, por otro lado, no pude participar porque tenía 20 años y era menor de edad —porque entonces se era mayor de edad con 21 años—. Pero sí, el recuerdo de la dictadura, perfecto: los últimos fusilamientos, las manifestaciones...

P—¿De qué manera se debe trabajar la memoria histórica para no caer en ideologías o retratos fundamentalistas?

R—Me parece un tanto aberrante que estando a 83 años, ya casi un siglo, del final de la guerra civil, eso, que ya tendría que ser un hecho histórico, sea utilizado todavía en términos políticos. Que todavía haya intentos de rescatar el uso político de la Segunda República, de la guerra civil, de los enfrentamientos que entonces hubo entre derecha e izquierda... todo eso me parece completamente delirante. Que se reparen las consecuencias e incluso se prohíba el culto a la dictadura me parece muy bien, pero la rentabilidad política, tanto de unos como de otros, me parece un disparate. Es introducir cápsulas de veneno en una sociedad que tendría que haber pasado esa página hace ya bastante tiempo. Hay, creo, detrás de todo eso, el interés por parte de algunas fuerzas de izquierda de postergar el espíritu de la transición. El espíritu de la transición para aquellos que lo vivimos consistía en algo muy sencillo: miramos al pasado o miramos al futuro. Si miramos al pasado no vamos a salir de ésta; vamos a mirar para el futuro, a construir una democracia. Además es una democracia muy en consonancia con la que en la cabeza tenían los que consiguieron que llegara la Segunda República. Quienes ampararon e hicieron posible la República, en el año 31, era un conglomerado de gente que iba desde la derecha hasta una izquierda relativa. No la extrema izquierda, ni los comunistas, ni el ala radical del partido socialista. El espíritu que propicia el advenimiento de la República tiene como referentes las democracias liberales de Francia e Inglaterra, no Rusia; y eso dentro de la República nunca se acabó de entender bien ni por la derecha ni por una izquierda —la del partido comunista que, claramente, siempre vio a la Segunda República como un tránsito hacia la dictadura del proletariado o hacia una democracia popular—. Pero los protagonistas están ahí: Azaña, Rodríguez Barrios, Alcalá Zamora..., todos ellos estarían encantados con la democracia que hay hoy día en España. Por tanto, decir que Azaña era un brujo de extrema izquierda o que Alcalá Zamora era un fascista es fruto del desconocimiento; son cosas totalmente alejadas de la historia. Volviendo al principio: hay que aplicar una determinada mirada sensata y saber medir los sucesos históricos en función del momento en que ocurrieron y no desde el presente.


Hay que saber medir los sucesos históricos en función del momento en que ocurrieron

P—Dices en un momento, «escribir sana, libera fantasmas». ¿Sacramento te ha permitido liberar finalmente el fantasma de Hipólito o seguirá rondándote?

R—No, éste ya salió y no seguirá dándome vueltas en la cabeza. Además, era un fantasma ajeno, con el que yo no me identifico. Pero sí, para mí escribir sana del modo en que sana la exploración de uno mismo, el indagar en cuáles son tus resortes y en el hecho de verbalizarlos, de manifestarlos. Yo creo que habrá psicólogos magníficos y sacerdotes magníficos, pero una parte de la curación del que va al psicólogo o del que va a confesarse está en la exploración que hace de sí mismo y en la verbalización de sus problemas. En el momento en el que entras en el proceso de sacarlos a la luz ya en eso hay bastante de sanación. Y los que escribimos rebuscando en nosotros mismos, finalmente, lo que estamos haciendo es eso: una vía de exploración propia para sacar a la luz cosas que sin ese proceso se quedarían ocultas y tapadas por capas y velos que te impiden llegar a ellas.


«Sacramento» de Antonio Soler (Galaxia Gutenberg)

SACRAMENTO
ANTONIO SOLER
GALAXIA GUTENBERG
2021

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