María Rosa Maldonado: «La pertenencia es tranquilizadora, pero demarca. Una no pertenece. Una es su historia»

Entrevista a María Rosa Maldonado, autora de «Acúfenos» (Kriller 71 Ediciones)

La poeta María Rosa Maldonado, autora de «Acúfenos» (Kriller 71 Ediciones)
La poeta María Rosa Maldonado, autora de «Acúfenos» (Kriller 71 Ediciones)

«La tierra no pasa dos veces por el mismo lugar del universo», escribe María Rosa Maldonado en su libro Acúfenos (Kriller 71 Ediciones), un poemario que supone una exploración de la vida, desde sus orígenes hasta el presente. La autora, nacida en Barcelona pero que reside en Argentina desde hace varias décadas, tuvo la generosidad de conversar conmigo sobre esta obra brillante. Hablamos de literatura, y también de los hilos que se tensan entre lo visible y lo invisible. Y ha accedido a publicar uno de sus poemas inéditos en Bestia Lectora, por lo que le estamos muy agradecidas.


Un poemario que supone una exploración de la vida, desde sus orígenes hasta el presente.

PAcúfenos es un libro complejo, donde ciencia y espíritu se van pasando la posta para iluminar el mundo. Te felicito por esta maravilla y me gustaría preguntarte por el origen de estos poemas.

RAcúfenos alude a ese sonido que ronda por nuestro ser –intención del poema- y que parece venir de un no-lugar desconocido por el yo consciente. Detrás de las orejas, en el oído interno, dentro del cerebro, zumbido, silbido, rumores imprecisos que se van configurando lentamente en palabras. La idea que aparece no es el resultado de una elección. Algo quiere dejarse oír. Ser escuchado. Y esa “escucha” requiere dejarse estar en ella, ser, por un momento, solo para ella. Ese es el primer contacto con el texto. La vía regia al inconsciente, según Freud, es el sueño; tal vez paralelo al sueño va (viene) desde las profundidades desconocidas o negadas, el poema. Ese inconsciente colectivo que se amplía –y nos amplía- hasta los confines del ser, al misterio de lo pavoroso. Y por eso el primer lector es el escribiente. Él desvela (y traduce) lo que puede de lo que recibe. Y lo que recibe siempre es más de lo que desvela. Dar la obra es permitirle ampliarse hacia otras lecturas. Uno de los sentidos de su publicación. Creo que en Acúfenos intenté, sin demasiada conciencia de ello, un cierto alejamiento de los temas autorreferenciales. Poner ese contenido inevitable (aun en la poesía visual o en la poesía sonora) que acompaña la gestación de la obra, en otro lugar. Apartarme a mí misma, como yo consciente y agonístico (que ama, que goza, que sufre, que muere), de la relación con la materia cruda que, de un modo u otro, acechamos para la construcción del texto. Hablo de la direccionalidad hacia un pre-lenguaje, un antes de su configuración de sentido. Esa es la materia cruda que el deseo arranca del fondo substancioso al que todo lo percibido, asimilado, metabolizado desde nuestro nacimiento, y aun antes, ha ido a parar.

P—¿Haría una lectura acertada si dijera que Acúfenos intenta poner en palabras el origen del mundo y la relación entre las leyes naturales y las excepciones que iluminan la percepción?

R—Es muy interesante, legítima y bella tu lectura. Me presenta una nueva visión de la escrita realizada. En el caso de acúfenos, ciertos términos “científicos” se integraron al lenguaje del poema porque ya estaban incorporados a mi propio pensamiento. No por erudita sino por diletante (de dilettare, deleitarse). Me deleita indagar. Podría definirme como agnóstica, no en el sentido radical de la negación de la existencia de, sino en el de la imposibilidad de llegar a la dilucidación de la verdad. No creo en paradigmas. No creo en verdades definitivas. Pero me atrae el conocimiento como un modo otro de poesía (poiesis) Este “hacer” es lo que le da existencia al mundo. Nuestro mundo. Y ese mundo, creado por el pensamiento (las palabras que manifiestan ese pensamiento, ese pensamiento concebido por las palabras) me resulta, aunque dudoso, fascinante.


Podría definirme como agnóstica, no en el sentido radical de la negación de la existencia de, sino en el de la imposibilidad de llegar a la dilucidación de la verdad.

P—¿Solemos olvidar que lo más poderoso de la vida es también lo más pequeño? Pienso en eso que decís: «Hay más átomos en cada uno de tus ojos / que estrellas en todas las galaxias del universo conocido».

R—Blas Pascal en su libro Pensamientos, habla de los dos infinitos: lo infinitamente grande y lo infinitamente pequeño. Dos enigmas para el ser humano que solo percibe lo que está en medio de esos extremos. Pero, en todo caso, no prevalece ninguno de los dos. Lo infinitamente pequeño puede ser infinitamente grande y viceversa, solo depende de quién y desde dónde lo observe. Nuestro universo puede ser un átomo de otro universo… Seguramente nada de “la cosa en sí” kantiana alcanzaremos en esta aventura, pero un extremófilo -microorganismos que aman los extremos- viene a decirme que la vida no es lo que hemos creído que era: no necesita aire ni una temperatura media; puede prevalecer en la boca de un volcán o sumergida en ácido sulfúrico. ¿Cómo puede ser la vida, otros modos de vida, fuera (y dentro) de nuestro planeta azul?: Del todo impensable. La tierra no es plana, pero alguna vez lo fue. Y puede que ni siquiera sea mas que en el sentido perceptivo que nos permite actuar y nos limita. Todo nuestro conocimiento probablemente sea solo y tan solo operativo para la especie, al igual que la razón: instrumento de dominio. Somos seres predadores y necesitamos manejar ese algo infinitamente desconocido que nos rodea. ¿Soy un ser de razón?, claro, pero en todo caso de una razón apasionada. Giordano Bruno lo fue. Einstein lo fue. Marie Curie lo fue. Sin pasión la razón no se mueve. No hay distancia entre poesía y razón porque en realidad toda separación y clasificación es académica: soy todo lo que hay en mí, lo cual significa: los restos de las estrellas muertas, el parentesco con la primera célula eucariota y, expansivamente, todo lo que habita el misterio del ser.

P—A pesar del gran conocimiento técnico y científico que demostrás, en los poemas lo espiritual está muy presente. ¿Qué relación tenés con el budismo y las corrientes espirituales orientales?

R—A los dieciocho hice catequesis para adultos y sentí el deseo de ser monja. El cura tercermundista (el Padre Doro, esa maravilla de persona) que me guiaba, se ocupó de disuadirme: “Muchos son los modos de servir al Señor”, dijo. In illo tempore, (¡tantos años pasaron que parece otra vida!) viví instantes en los que fui deslumbrada por la extraña inmersión en lo que Freud, reconociéndolo como posible pero negándolo de su experiencia personal, llama “sentimiento oceánico”. Tiempo después mi fe cayó y la búsqueda de sentido me llevó hacia el pensamiento oriental. Primero encaré la teoría, después decidí su práctica. Hice zazen (budismo zen japonés) durante cierto tiempo, hasta que advertí que no sentía en mí la posibilidad de continuar el camino. En todo caso, no es mi camino. O no es la manera en la que debo hacerlo. Del budismo, de la construcción mental que generaron en mí las enseñanzas del Buda (cada cual construye su Buda, su Sócrates, su Sartre…), rescato, por encima de todo, más que la idea de la sed y su posibilidad de extinción, la recomendación de seguir el camino del medio. El Camino del Medio es entendido muchas veces como reconciliación de los extremos (la moderación de Epicuro), pero en alguna parte leí, y tomé como bueno para mí, que el camino del medio es no aferrarse a la vida ni desear la muerte. Una preciosa anticipación de la idea freudiana de eros y tánatos, pero con una recomendación explicita: Toma la vida placenteramente cuando te toque vivir, recibe la muerte con aquiescencia cuando te toque morir, sin atar tu voluntad ni a una ni a otra. Es una práctica difícil, pero liberadora. En cuanto a lo místico, creo que siempre está presente en el poema en tanto que éste llega desde lo otro transpersonal: un inconsciente colectivo que se hunde en el alma del mundo. Por supuesto, hablo tan solo de mí y por mí. Hay tantos modos de concebir la poesía como poetas. La singularidad es una constante. Y todo lenguaje una metáfora.

P—¿Te resistís a creer que en la ciencia estén todas las respuestas?

R—Ervin Laszlo, científico fundador del Club de Budapest, en el 2007 publicó El universo informado, libro en el que plantea un campo de información como la sustancia clave del cosmos. Me fascina la idea, siento que sería hermoso que así fuera. Pero, más allá de esta u otra hipótesis de la física teórica, creo que nunca podremos superar los límites de nuestras categorías cognitivas. ¿Puede sospechar un pez abisal este mundo de superficie? Él está sumergido no solo en las oscuras profundidades marinas sino en la “visión” con la que sus sentidos le permiten concebir el mundo, su mundo. Así nosotros estamos sumergidos en la visión que nuestro sistema cognitivo nos permite concebir. Si tengo que desear: deseo que esa energía sea el alma del mundo (Dios sería un nombre posible, pero muy contaminado), y que el mundo todo sea, como creían los antiguos, un gran ser viviente. Una sola y única sustancia indescifrable. O cognoscible a través de la experiencia mística.


Paralelo al sueño va (viene) desde las profundidades desconocidas o negadas, el poema.

P«Saber que eres y no eres la mente / eres y no eres el cuerpo» ¿Somos más sueño que materia?

R—En cuanto a mí, no creo en la materia en su sentido clásico. Y el golpe de la cabeza contra la pared no me parece una prueba ni contundente ni concluyente. Si tengo que imaginar: me inclino, como te decía en mi respuesta anterior, hacia la idea de que el universo está compuesto por una cierta ”energía informada” que nuestro aparato perceptivo “lee” como materia: sustancia sólida, líquida o gaseosa, con masa, peso y volumen. «Estamos hechos de la misma materia que los sueños», dice William Shakespeare. Y es bello pensar que así es. Aunque esto también es una metáfora. No sabemos de qué estamos hechos. No sabemos qué somos. Y este no saber, y la conciencia de ello, es pavoroso y a la vez extraordinario.

P—Me impresiona el discurso certero, didáctico, enciclopédico, pero sobre todo cómo conseguís romper con las afirmaciones introduciendo dudas, ideas llenas de ironía… ¿Hay alguna certeza que no pueda ser aniquilada?

R—No pretendo ser ni didáctica ni enciclopédica, ni nada en especial. Como ya te dije, soy solo diletante. O simplemente curiosa. Creo que todo paradigma es provisorio y relativo, pero me gusta ese mundo de ideas en el que dos partículas a enorme distancia vibran al unísono. Einstein lo llamó “acción fantasmagórica”. Algo que la razón no explica todavía, Sin caer en el solipsismo, aun sin saber qué soy, tengo la certeza de estar siendo.

P—Leemos: «Lo real es la luz que de ti mismo brota». Hacés mucho hincapié en escucharse a una misma para entender el mundo. ¿Sirve para eso la poesía?

R—Ese poema hace referencia a Kafka, a su enfermedad, a su consunción. Y a la maravillosa luz que de él brotó: su obra. Pero sí, la escucha, como la entiende Heidegger, nos revela una cierta verdad que el ruido del mundo encubre. Esa revelación puede tomar la forma de poema. O manifestarse de otros muchos modos.

P—Aunque se nota que sos una mujer muy culta y con un amplio conocimiento científico (y específico además) en el libro no hay erudición sino que se proyecta todo eso a través de una tensión apasionada de búsqueda. ¿De dónde nace ese deseo de fusionar lo teórico con lo imaginativo o lo poético?

R—El poema es, para mí, una tensión erótica que pone en funcionamiento el sistema cannabinoide de mi cerebro, los íntimos venenos, los alucinógenos, las drogas endógenas del placer. Todo eso y más. A veces, la sensación termina al concluir el texto, pero otras veces el estado perdura y sé que tengo que seguir escribiendo, que otros poemas están por llegar. Pero nunca hay un plan. El contenido de los poemas tiene relación con mis intereses, lecturas, deseos. Las cosas ocurren sin una disposición de la voluntad o esfuerzo. Escribir no es para mí una actividad intelectual, ni lúdica. Qué es, no lo sé, pero comenzó en la prehistoria de mi historia y hasta aquí ha llegado. No la justifica, pero acompaña mi vida: escribir es estar en compañía en el sentido profundo de la escucha. Ponemos toda nuestra atención en aquello que se está diciendo, que el lenguaje dice. Y eso nos salva de la banalidad a la que nos somete (quiere someternos), constantemente, el sistema. Bueno, no es mi caso, pero me conmueve que Antonio Machado diga: “Quien habla solo espera hablar a Dios un día”.


El poema es, para mí, una tensión erótica que pone en funcionamiento el sistema cannabinoide de mi cerebro.

P—El lenguaje científico parece ofrecer precisión a tus poemas mientras que la estructura aporta el desvío, la raja. ¿De qué manera tenía que ser la relación entre fondo y forma en este libro?

R—No creo en la exactitud expresiva, tan solo en un acecho constante de lo imposible. Se trata, como diría el primer Wittgenstein, de decir “lo que no se puede decir”. Porque el lenguaje poético no es, como sabemos, un lenguaje lógico (analizable) sino analógico. Aunque estén allí algunos términos científicos, ningún grado de certeza racional puede inferirse de él. La cuestión es que tampoco es eso lo que el poema busca. En todo caso, es otra clase de certeza la que escudriña. De pronto, ¡ahí está! Pero no aparece como palabra. Es una especie de deslumbre que nos arranca de la cotidianidad por un instante. Lo percibimos, estamos seguros de que la inspiración-revelación esta vez nos asiste. Ahora hay que trasladarla al lenguaje. Balbucear, dudar, ceder, obstinarse en la búsqueda de ese término que sí, que seguro va a ser el significante exacto de aquello. Pero no. Nunca lo atrapamos y lo traemos a esta orilla. Nunca obtendremos, como dice Borges en Parábola del palacio, la palabra del universo.


Nunca obtendremos, como dice Borges en Parábola del palacio, la palabra del universo.

P—Naciste en Barcelona pero vivís en Buenos Aires, ¿de qué manera te ha afectado la extranjería en la escritura?

R—Barcelona es, primero, y sin nombre, el cuerpo de mi madre, la lengua materna –castellano-, la galería donde jugaba con mi hermano a bañar y aceitar a nuestra tortuga, las plantas carnosas del balcón de mi iaia de las que salía un jugo verde cuando les clavaba mis uñas de tres, cuatro años, la balsa donde me bañaba sostenida por las manos de mi padre y rodeada por todos los insectos del verano –en el agua y fuera del agua- , el olor a cemento húmedo, a ajos, cebollas y patatas del cuartito de las herramientas en el terreno de fin de semana de Esplugas del Llobregat. Esas primeras sensaciones guardadas y, seguramente, alteradas por la memoria de la memoria. Barcelona comienza a ser una generalización abstracta, con el alejamiento. La desterritorialización, en mi conciencia de niña, territorializó el lugar del que partimos como un paraíso perdido. Concibió una comarca, la comarca abandonada, con un nombre: Barcelona. Generó una primera noción de lugar, pre-geográfico. Muchos inmigrantes lloran el resto de su vida por la añoranza de su tierra, otros no desean ni siquiera volver a oírla nombrar. En mi caso, mis padres construyeron el mito y Barcelona adquirió esa categoría de paraíso perdido al que pronto íbamos a volver. Y sin embargo, y sin embargo, las grandes zanjas de los fondos de Remedios de Escalada, cerca del club Talleres, abiertas en campo abierto, donde, con latas de tomate agujereadas, mi hermano y yo pescábamos mojarritas, tienen tanta sustancia metafísica como la balsa de agua de Esplugas de Llobregat. Una manera de decir. Estamos en Argentina, y Barcelona es una abstracción a la que me religa el discurso de los padres, las cartas que van y vienen al ritmo de los grandes trasatlánticos y el recuerdo afectuoso de los tíos, los primos, los amiguitos y la iaia. Así pasó mi infancia, la escuela primaria y la secundaria, y el aprendizaje delimitó áreas, intelectualizó contenidos, fundamentó diferencias. Y profundizó el conflicto. La evidencia de que no había regreso no produjo el arraigo. O, mejor dicho, la conciencia del arraigo. Éramos extranjeros, y diferentes. A los dieciséis años, terminado el bachillerato, mis padres me enviaron a Barcelona. Por primera vez andaba por mi ciudad de nacimiento mirando y admirando. Compartiendo con mis primos paseos y bailes. Pero yo era “la prima de América”. Y, por la calle, me consideraban una turista. Por mi acento. Por mi lenguaje. Porque me sentían diferente. No era como ellos. ¿Y cómo era? ¿Cómo se construye un yo sino con los materiales humanos con los que se va encontrando e interactuando la conciencia, su modo único de procesarlos? Hace tiempo me contaron la historia de un hombre que salió de su pueblo en los primeros años de su juventud y al que regresó siendo mayor, digamos bastante mayor. Cuando llegó al pueblo no lo reconoció. Este no es mi pueblo, dicen que dijo. Un habitante de allí le preguntó cómo era posible que no lo reconociera si ni siquiera una piedra había sido cambiada de lugar en los últimos cien años: el mismo almacén en la esquina de la plaza, la misma iglesia, etcétera. A lo que nuestro hombre respondió que sí, que era posible que estuvieran las mismas casas y las mismas calles, pero que no estaban las mismas personas. Las que le daban alma al lugar. Aquellas que él había conocido y con las que había compartido su niñez y adolescencia. Un lugar está significado por los vínculos humanos que generamos en él. Y como a la vida le gusta tender hilos de un sitio a otro, y tejer y destejer tramas, ahora tengo una razón poderosa para volver a mi ciudad de nacimiento, sin necesidad de seguir preguntándome cuál es nuestra relación. Ahora, mis vínculos afectivos están equitativamente divididos entre Buenos Aires y Barcelona. Si tuviera el don de la bilocuidad, viviría en ambas ciudades. Pero ya no me pregunto a cuál de ellas pertenezco. La pertenencia es tranquilizadora, pero demarca. Una no pertenece. Una es su historia. Y la escritura se genera desde la historia. Barcelona ha crecido, se ha enseñoreado en su propia belleza, en su geografía privilegiada, en el legado de creadores como Antonin Gaudí, en la pluralidad de voces que la pueblan. Me encanta pasear por las Ramblas, ir al Mercado de la Boquería, contemplar una y mil veces la Sagrada Familia, bañarme en el Mare Nostrum. Pero lo que me lleva a Barcelona y no a París, Roma o San Petersburgo, es el amor. Clara, sencillamente.

P—¿Qué libros fueron cruciales en la formación de tu sensibilidad poética?

R—Tal como van apareciendo ahora en mi memoria: Tomas Tranströmer, Héctor Viel Temperley, Gonzalo Rojas, Juan L. Ortiz, Jacobo Fijman, Antonio Gamoneda, Cesare Pavese, Georg Trakl, Robert Bringhurst, Ted Hugues, Wislawa Szymborska, Antonio Cisneros, Alberto Girri, Leopoldo María Panero, Paul Celan, Sylvia Plath, Ferreira Gullar, José Lezama Lima, Ricardo Molinari, Enrique Molina… Pero, Gustavo Adolfo Bécquer, Antonio Machado, Pablo Neruda, José Asunción Silva, ellos fueron los primeros, los de las lecturas de la preadolescencia. Todos permanecen y se siguen transformando.


Lo que me lleva a Barcelona y no a París, Roma o San Petersburgo, es el amor.

P—Mi poema favorito es «María Salomea»: «la blancura radiante de tu cuerpo / en la noche del mundo». ¿De dónde viene esa fascinación por Marie Curie?

R—Sí, siento fascinación por Marie Curie. Una mujer que obtuvo dos Premios Nobel, bien merecidos. Uno en Física y otro en Química. Fue la primera en obtener una cátedra en la Sorbona. Creó la primera máquina portátil de rayos X con la que salvó a miles de soldados en la Primera Guerra Mundial, yendo ella misma al frente…Además de haber descubierto el radio y el polonio como elementos radiactivos. Y mucho más en una vida apasionada y fértil como pocas. «la blancura radiante de tu cuerpo / en la noche del mundo» Esas luces radiantes que entraron en su cuerpo, se supone, terminaron matándola.

P—¿En qué estás trabajando ahora?

R—Van apareciendo unos poemas que se refieren, de distintas formas, al agua. El agua como elemento, como palabra, como testigo. El agua como símbolo de creación, como arjé, como epifanía de sí misma… Espero que el agua me acompañe un largo rato todavía. En tanto, mi agradecimiento a ti, querida Tes, y a tu Bestia Lectora por tanta cordialidad y por la lectura empática de acúfenos.

Un poema inédito de María Rosa Maldonado


Te invitamos a leer la reseña que publicamos, deseando que te animes a leer este poemario maravilloso. Y a continuación puede disfrutar de este poema inédito de María Rosa Maldonado.


XXXIII

vencejos de la tarde sobre el lago

ligeras medialunas
en permanente danza sobre el agua

sus sombras rozan lo que no tocarán:

ellos habitan en el aire:
duermen comen
copulan en el aire

dislocados del mundo?
no

en perfecta iluminación
entre el cielo y la tierra



«Acúfenos», de María Rosa Maldonado (Kriller 71 Ediciones)
«Acúfenos», de María Rosa Maldonado (Kriller 71 Ediciones)

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