«Yo que fui un perro», de Antonio Soler (Galaxia Gutenberg)

Una novela deslumbrante sobre una criatura abyecta.

Reseña de «Yo que fui un perro» de Antonio Soler (Galaxia Gutenberg)

Si la literatura no viene a contarnos nada nuevo, mejor que no se asome. Los libros que se quedan para siempre en nuestra memoria son los que le dan la vuelta a la realidad para mostrarnos una visión que nos había pasado desapercibida. Son ésas las historias que, una vez leídas, habitamos para siempre. Novelas eternas que se convierten en moradoras de las tinieblas de nuestra luz, que modifican nuestro ADN y la colmena de nuestros pensamientos de forma inevitable. No siempre son libros donde la experiencia es una llama vibrante de entusiasmo, a veces portan presagios oscuros. La nueva novela de Antonio Soler, Yo que fui un perro (Galaxia Gutenberg), pertenece a este segundo grupo. Un personaje perverso que no olvidaremos, por su vulnerabilidad y su rabia, habitante oscurísimo para siempre en nuestra memoria. Dos cosas me llaman poderosamente la atención de Soler: su capacidad para romper en cada libro todo lo establecido por él mismo —sus novelas son sólidos castillos de arena que no podemos esperar que sobrevivan a su próxima ola de ingenio— y su interés por narrar lo que nos perturba —metiéndose (y metiéndonos, irremediablemente) en la piel de personajes que causan en nosotros cierto repelús—. En este caso, nos adentramos en la mente de Carlos, un estudiante de medicina desesperado de celos que en las entradas de su diario va dejando constancia de sus fisuras. A través de esas páginas que presentan un discurso contradictorio, dolido y disparatado, Soler construye el arquetipo del maltratador. ¿Cómo se gesta un manipulador y qué ingredientes genéticos y culturales lo hacen posible? Éstas son quizá las preguntas que van iluminando los pasos del novelista. «Algo falla en mí. Por desconfianza», escribe Carlos. El resultado es una novela que nos ofrece algunas pistas para entender el complejo perfil de una persona maltratadora, a la vez que nos recuerda que ninguna persona nace de una piedra y que el origen de la violencia siempre es otra herida. Tenemos entre manos una crónica desnuda de la gestación de un agresor, que viene a confirmar la escritura honesta y de altísimo rigor literario del magistral Soler.


La crónica desnuda de la gestación de un agresor.

Voy a empezar por una imagen: la aspidistra en el balcón. Creo que enfocarnos en los elementos que aparecen en escena es una buena forma de indagar en la estética de Soler. Porque en sus escenas nada sobra. En Yo que fui un perro hay muchos elementos que sirven para construir el espíritu del libro, la fachada de la casa de Yolanda es quizá el más preponderante, pero yo me voy a quedar con la solitaria aspidistra. Esta planta, que tiene una capacidad inaudita de supervivencia, es un elemento del entorno con el que el diarista establece una relación de identificación y puede servirnos como un portal interdimensional al dolor del hombre, a la herida que se proyecta a través de sus actitudes obsesivas. A lo largo de todo el diario, el personaje contempla esa planta y construye su propio relato. «En la oscuridad las aspidistras parecían animales», leemos. Soler consigue así mostrarnos el interior del personaje a través de los cambios de la planta que observa el narrador: el brillo de las hojas en un día de lluvia, el reflejo de cierta luz de la tarde, la oscuridad de la noche. Y aunque podría haber elegido cualquier planta escogió la planta de la castidad: ¡los detalles que hacen de las novelas de Soler universos complejos para ejercitar el asombro! Mi mirada siempre dispersa me ha llevado a recordar una cosa que leí hace tiempo no sé bien dónde y que ha añadido disfrute a todo esto. En la Inglaterra Victoriana, donde las plantas de interior se utilizaban como una forma de sutil comunicación, las mujeres solteras tenían siempre una aspidistra en el salón de su casa para decirles a quienes la visitaban "estoy buscando pareja"; se creía también que si la planta moría el fin del amor era inminente. A diferencia del amor, sin embargo, la aspidistra es una planta silenciosa que apenas requiere cuidados para desarrollarse verde y brillante.

En Yo que fui un perro Soler se sirve del diario como puerta de entrada al corazón del hombre, para acercarnos un discurso contradictorio y visceral que nos sacude e incomoda, a la vez que nos permite asimilar una nueva visión de la violencia. La elección del discurso es uno de los mayores aciertos de esta historia. Si la historia se hubiera narrado usando como ejes los hechos o las acciones del protagonista, no habríamos sido capaces de llegar al hueso. La intención del novelista no parece ser que Carlos nos caiga bien, pero sí que entendamos que en el origen de la violencia hay un cuco mayor, las heridas primigenias. Pensar la realidad machista desde esta perspectiva sería muy fructífero para nuestra sociedad, tan acostumbrada a polarizar, tomar partido y mirar la realidad desde la última víctima de la cadena.

«Estoy desesperado. No es nuevo. Estoy acostumbrado». Carlos, el diarista, es el joven que nos hemos cruzado esta mañana en el supermercado. No hay nada en él que nos haga pensar en un maltratador. No piensa su madre que lo sea. Él tampoco. Lo que piensa es que la vida se complica cada vez más, y el sinsentido vital parece consumir todos sus pensamientos. Escribe: «Todo es dar vueltas en un tiovivo que siempre pasa una y otra vez por el mismo sitio. Hasta que se detiene». Y en esa vida en picado, el amor de Yoli —a veces tan cierto, a veces tan inasible—, sacude su psique llevándolo a sufrir crisis emocionales que alimentan sus fantasmas y van creando una doble identidad en su interior: una que sueña con la luz y otra que se alimenta de sus frustraciones; el suceder de situaciones que propician su frustración es el caldo de cultivo para que su comportamiento se vuelva cada vez más irascible y agresivo, y Carlos llegue a sentir la autoridad o el derecho de controlar la vida de los demás. Las dinámicas de la violencia son muy complejas, y este libro podría servirnos para entender lo peligroso que resulta el reduccionismo de etiquetar monstruos si lo que queremos es terminar con la violencia patriarcal de raíz. Soler se arriesga mucho con esta novela, nos ofrece el retrato brutal de Carlos, y a través de él indaga en los mecanismos culturales que se ponen en marcha para que un hombre cualquiera se convierta en un maltratador.


Reseña de «Yo que fui un perro» de Antonio Soler (Galaxia Gutenberg)
La luz de Soler ilumina los diarios oscuros de un maltratador

La dualidad moral de los personajes es algo que interesa especialmente a este novelista. En Sacramento, su libro anterior, quizá exploró esa dicotomía en su sentido más extremo al retratar a Hipólito Lucena, un sacerdote que durante años usó su poder para abusar de sus feligresas. Y menciono esta otra novela porque encuentro ciertos parecidos entre los dos personajes, aunque en general sean muy distintos: el más llamativo es ese carácter bilocado, donde la rectitud intenta sobreponerse a las pulsiones terribles del hombre. En Carlos esto se manifiesta de una forma muy profunda, que ni siquiera llega a ponerse en palabras. Su narcisismo le impide poner en duda sus propias ideas. Es un hombre herido que para protegerse se ha puesto en guerra con el mundo; esto lo lleva a sentir un rechazo instintivo por lo que piensan y hacen los demás, sobre todo su madre y su novia Yolanda, que son quienes le recuerdan su secreto inconfesable. Dos fragmentos que permiten ver esto: «No soy eso que creen que soy. Sueño con bosques». Otro: «¿Cuándo voy a tener felicidad? ¿Cuándo voy a tener paz?» Hay cierta inocencia en el fondo de su espíritu, pero la desesperación le tuerce todo deseo de hacer las cosas de otra manera y, poco a poco, va convenciéndose de que sus miedos son fundados y que tiene derecho a exigirle a Yoli cómo debe vestirse, a quiénes puede ver o cómo debe comportarse. «Quiero mucho a Yoli, pero tengo que defender mis ideas aunque según ella estén equivocadas porque sino, ¿qué clase de hombre sería?», escribe. En esa dinámica de luces y sombras se desarrolla todo el diario.

Soler consigue con maestría mostrarnos la evolución del personaje: de la inocencia a la maldad, del amor al odio, de la luz a las sombras. «Mi amor se está transformando en odio», escribe en un momento. A partir de ahí, empezará el descenso y Carlos pasará del amor a la venganza, reforzando sus mecanismos de acoso hasta que alcancen niveles exagerados. «Me desprecio por haberla querido», escribe, pero quiere que ella le pertenezca. En estos momentos de rabia descontrolada las palabras borbotean una desesperación que tiene más margen de herida que de certeza bruta; sin embargo, Yoli también ha sido educada para asimilar que la violencia de los hombres viene de un portal mágico del que nacen los monstruos. Los acontecimientos se desarrollarán en función de las piezas que cada uno mueva: sólo si deciden romper la dinámica terrible de la violencia podrán construir un futuro.


La crónica desnuda de la gestación de un agresor.

No faltan aquí las referencias a otros libros; mejor dicho, la conversación entre la escritura de Soler y otras escrituras, que es, ¡y qué cosa más linda!, una invitación a leer otros libros. Aquí, la invitación apunta a El árbol de la ciencia de Pío Baroja, El enano de Pär Lagerkvist, Bendición de la tierra de Knut Hamsun y La conciencia de Zeno de Italo Svevo. La personalidad de Carlos se va construyendo a la luz de esos libros que caen a sus manos gracias a un amigo, y que él interpreta de forma torcida y según su conveniencia. No es un gran lector pero intuye la importancia de las palabras; quizá por eso, en determinado momento, comienza a dudar de la conveniencia de dejar plasmados sus pensamientos en el diario: «Creo que tendría que tachar muchas más cosas de las que ya he borrado. Tacharlo todo. O no escribir más». Y siguiendo con las referencias, también hay aquí algunos huevos de pascua: una aparición veloz del Dioni y la Penca, por ejemplo, personajes inolvidables de Sur.

Al final, como en todas sus novelas, Soler nos ofrece un retrato de los finos hilos que tensan el comportamiento humano, de la manera en la que los anhelos van gestando una melancolía que puede ser destructiva si no está bien canalizada. Así lo escribe Carlos: «Todos estamos agazapados, aguardando, esperando momentos que nunca van a llegar». Si, como nos dijo Umbral, escribir es una de las formas perfectas para leer la vida, adentrarse en cualquier novela de Soler es intentar llegar al hueso de nuestras pasiones y quitarnos todo velo de idealización para descubrir que somos salvajemente humanos. ¡Que nadie se pierda esta novela magistral! Como bien lo dijo Joan Tarrida en la rueda de prensa en la que se presentó Yo que fui un perro: «Antonio lo ha vuelto a hacer».


Reseña de «Yo que fui un perro» de Antonio Soler (Galaxia Gutenberg)

YO QUE FUI UN PERRO
ANTONIO SOLER
GALAXIA GUTENBERG
2023

2 Comentarios

  1. ¡Hola!

    Madre mía, qué reseña más completa y trabajada. ¡Enhorabuena! De este autor tengo pendiente "Sacramento" y me alegra que veas parecidos, porque "Yo que fui un perro" también me llama la atención y, si leo "Sacramento" y me gusta terminaré comprándome también este. Retratar cómo funciona y cómo se gesta la mente de un agresor me parece complicadísimo, pero por lo que cuentas Soler lo consigue. Muchas gracias por tu reseña.

    Nos vemos entre páginas
    La vida de mi silencio

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    1. ¡Muchísimas gracias por tu comentario! "Sacramento" es una novela dura pero buenísima, ¡ojalá que te guste! Ya leeré tu reseña cuando la publiques. Y sí, me parece que ha elegido un personaje muy complicado de retratar y lo ha conseguido de forma magistral. Lo que más me interesa de su literatura es que presenta personajes de carne y hueso (con su rabia y su herida) y eso te ayuda a entenderlos mejor, a la vez que entiendes mejor el mundo. Muchas gracias por tu lectura, querida. Nos vemos por tu blog o por aquí :).

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