Decía Ana María Matute que la infancia dura toda la vida. Lo más asombroso de la autora de Olvidado Rey Gudú es su inmensa capacidad para entender esa etapa crucial de la vida y dejarnos obras mágicas donde el territorio de la niñez es luminoso y oscuro al mismo tiempo, como todo lo que nos importa en esta vida. He pensado mucho en ella mientras leía Pequeño hablante de Andrés Neuman (Alfaguara), que escribe: «Soy esta infancia de cuarenta y pico». Neuman, como Matute, se entrega a la infancia con la inseguridad de quien sabe que el camino está en las preguntas. El primer acercamiento al mundo es torpe y desarticulado; recién cuando aparece el lenguaje las siluetas adoptan formas y lo que era un territorio ignoto e indescifrable se convierte en un espacio lleno de posibilidades. Estamos ante un libro escrito con amor y sensibilidad, que recorre ese momento primordial de encuentros y desencuentros con el lenguaje a través de una observación paternal y filológica. Un ensayo biográfico y poético donde padre e hijo «criamos lengua» a través de la memoria y la ficción.
Un libro escrito con amor y sensibilidad.
El padre que acompañó a la madre en la gestación, que esperó al hijo como quien sabe que la suerte está echada y al tomarlo en sus brazos sintió la sacudida violenta del misterio. «Te traían desnudo y así me desnudaste. ¿Cómo puedes tener todo en su sitio, tan recién hecho pero terminado?», leíamos en Umbilical. Ese padre que tuvo un cuerpo sin lenguaje entre sus manos y confirmó que las palabras (y el canto) son verdaderamente importantes. Ese padre-escritor vuelve a lanzarse al misterio hondo de la escritura para acompañar al hijo en su primer acercamiento al verbo, y se hace las preguntas filosóficas más importantes: ¿dónde termina un bebé?, ¿dónde empieza el padre y termina el escritor?, ¿quién sostiene a quién? Todas las inquietudes de este libro tienen que ver con el vínculo indescifrable entre la lengua y la memoria, por ende, con el sustrato de la ficción de somos: «¿Qué vas a recordar de nuestra infancia a cuatro manos?».
Pequeño hablante es la segunda parte de un díptico amoroso y filológico, íntimo y plural, y podría leerse como el diario de los hallazgos de un padre primerizo (y me pregunto si no será cada maternidad/paternidad un poco primeriza). Los balbuceos preverbales de Umbilical ya son cosa del pasado; en esta segunda parte el lenguaje está en el centro y pasa del puro impulso fónico a las primeras articulaciones, de las onomatopeyas al abanico de posibilidades que ofrecen los nexos. Y aparecen, por primera vez, la rabia y el deseo brutal de asir la sintaxis para hacerse entender. La magia y la desesperación de entrar en un idioma extranjero sin tener una lengua madre en la que hacer pie. «Esta rabia de no poder decirnos lo que quiere, o lo que se imagina que nos dice». Andrés describe de forma magistral el proceso que comprende ese salto al vacío que supone el insólito acto de decir, de aprender a nombrar el mundo que habitamos. ¿Cómo no intentar hacer fuerza para recordar nuestro propio encuentro con la palabra? Y ¡qué inútil! Todo lo importante lo hemos olvidado. El asombro ante ese espacio fundamental pero hueco en la memoria parece el gran impulso de la escritura de este libro. Intuyo en esa intención el deseo de que el pequeño Telmo no olvide que un día la palabra "ventilador" fue más importante que ninguna otra y que un castillo puede perder valor de acontecimiento si la perspectiva se transforma.
Ensayos ficcionados y amorosos sobre la paternidad |
Más allá del registro del vínculo amoroso, que va creciendo y que se potencia con la posibilidad del diálogo primigenio, Neuman da un paso más allá y reflexiona sobre el acto comunicativo en sí y sobre el aprendizaje. Si Umbilical es una carta de amor al hijo recién nacido, Pequeño hablante es el testimonio habitable del lenguaje que se estrecha en esa relación paterno-filial, y es el recordatorio de que todo lenguaje es político y que la libertad también pasa por saber elegir nuestras palabras favoritas, por escoger una cocinita en lugar de una pelota de fútbol y por aprender a decir las palabras de nuestra herencia aunque en nuestro mundo ya no signifiquen nada.
Y aquí viene algo brutal: las preguntas que nunca terminaremos de responder. ¿Qué somos?, ¿hasta dónde?, ¿cuándo empieza un ciudadano? Se me ocurre que es esta última pregunta una de las más significativas del libro. Neuman huye de lo normalizado y nos muestra un bebé que está completo desde el día 0 (criatura dueña y voluntariosa, con ideas y ambiciones). Y pienso que preguntar por el principio del ciudadano es una manera precisa de aludir a la conciencia política. Y, en ese camino indagatorio, ¿qué puede ser más relevante que las palabras que elegimos, las que nos nombran y las que usamos para explicar y posicionarnos en el mundo? Todo lo que parecía importante se desvanece ante la observación de este hijo que es todo impulso, todo curiosidad, pura vida atravesando la escritura del padre y demostrándole que lo verdaderamente importante está al alcance de unos pocos. «Me hiciste la pregunta que no debo olvidar», leemos.
Pensar en el hijo es revisar la propia infancia. El descubrimiento de este viaje doble sacude al padre, que se esfuerza por mirar al hijo sin proyectar en él sus miedos, sus traumas, sus inseguridades. Y, confiesa, no siempre lo consigue. «No quiero proyectar pero proyecto (...) Tuve una infancia fea, hijo». En ese sentido es un libro que trenza los destinos de padre e hijo y formula preguntas e inquietudes en torno a la infancia en general y a algunos de los principios fundamentales del pensamiento psicoanalítico. El padre recuerda lo vivido (y se asombra por el olvido) a través del contacto del hijo con el mundo y con el lenguaje. Surge una segunda oportunidad para él: habitar una infancia distinta, sin el daño profundo de la suya, la insólita ocasión de sanar y cuidar por partida doble. Un deseo se asoma: «Ojalá que mi hijo no me escriba esas cartas que el padre de Kafka mereció». Una segunda oportunidad es también una nueva ocasión de mimar al niño que el padre fue, ese niño siempre vivo, si confiamos en la sabiduría de Matute.
El padre recuerda lo vivido (y se asombra por el olvido) a través del contacto del hijo con el mundo y con el lenguaje
Un elemento presente en este libro que no encuentro en Umbilical es la nostalgia por la conciencia del tiempo que se escapa. El hijo crece muy deprisa y el padre se desespera por habitar ese trozo de tiempo imposible, el aquí y ahora. «Lo excepcional de hoy está en tu modo de registrar el tiempo», leemos. Pero el tiempo es lo más frágil que tenemos y cuando el bebé lo asimile dejará atrás para siempre al individuo preverbal para dar paso al pequeño hablante. Ese momento de transición está plasmado en una escena magistral en la que el padre observa al niño que aprende a conjugar el pasado: «pasó coche», dice. Y Neuman apunta: «Ya declara que hay algo que se va, que no todo es presente». A través de esta lectura las preguntas sobre la experiencia vital y la memoria apuntalan el registro del amor paterno-filial pero también dibujan el mapa de un mundo compartido misterioso e incontrolable, dulce y áspero, luminoso y oscuro. «¿Alguien va a protegerte? Por supuesto que sí. Por supuesto que no». El miedo planea en torno a la conciencia del dolor pero la voz poética se empeña con el frágil ahora compuesto de palabras.
En lo formal habría que señalar las dos líneas discursivas bien diferenciadas que componen este libro. Tenemos por un lado los capítulos numerados —que nos ofrecen un análisis filológico y minimalista del aprendizaje de la lengua— y, por el otro, los capítulos con índice alfabético —que son pequeños fragmentos dirigidos al hijo en segunda persona—. Mientras en los primeros hay un interés teórico por atravesar los hilos del aprendizaje y escrudiñar en los mecanismos de constitución de la identidad, que siempre es atravesada por el lenguaje, en los segundos el interés es dialogar directamente con el hijo, quizás con el deseo de mantener un diálogo en diferido —ese bebé que un día olvidará qué pasó hoy, a través de estos textos podrá "recordarlo" (porque recordar siempre es un acto de ficción)—. ¡Y con qué temblor he disfrutado de la ternura y la belleza de esas palabras ofrecidas al hijo: la mejor de las ofrendas imaginables! Estas perspectivas distantes se unifican con el recurso que viene entrenando Neuman desde hace un tiempo y es la construcción de una narrativa con tensión dodecasílaba, que tiende al minimalismo sintáctico con precisión de cirujano (o mejor aún, de poeta). ¡El ritmo de sus últimos libros resumen el más bello hallazgo de nuestra lengua!
Recordar siempre es un acto de ficción.
La ternura interrumpida a ratos por chispas de humor o picardía que ejercita Neuman en este libro nos recuerdan que no sólo es uno de los escritores más inteligentes de nuestra lengua sino que, además, posee una forma de sensibilidad auténtica y asombrosa. Los hallazgos amorosos que propone esta lectura son interesantes desde un punto de vista filológico (por la exploración del lenguaje), antropológico (por la forma de reflexionar sobre los vínculos culturales y generacionales que afloran en la crianza) y sentimental (porque indaga en los vínculos irracionales que sostienen el afecto). A Neuman le preocupa la lógica del aprendizaje y se lanza a la observación y la escritura desde un lugar racional, pero Telmo ha venido para romper las cosas: el hijo lo sacude e impone una lógica nueva compuesta de desvíos y creatividad, y el escritor sabe que ya no podrá volver a escribir igual. «Ya no puedo escribir lo que escribía», leemos. Y más adelante: «No encuentro las razones ni la antigua gramática, porque ahora eres tú quien ahora balbucea entre estas frases. Porque ahora sos vos lo que habla en brazos». Y prestemos atención a ese vocablo hermosamente mestizo que pasa del tuteo al voseo.
El último elemento sobre el que me gustaría enfocar esta lectura es la importancia del cuerpo en la obra de Andrés Neuman. Y esta forma de querer y observar el aprendizaje del hijo pasa por el cuerpo. Tal vez no exista experiencia más corpórea que la maternidad/paternidad. Al leer Pequeño hablante tuve el impulso de volver a otra obra bien física de Neuman, Anatomía sensible —«Para bien o para mal, aquí empieza y concluye la persona»— donde nos proponía una lectura contraria a lo políticamente correcto en torno a las diversas partes del cuerpo. En Pequeño hablante vuelve a este terreno frágil y cierto para reventar los paradigmas y los dogmas en torno a la paternidad y a lo que es una criatura. La propuesta es revolucionaria: no ver al bebé como la semilla de un hombre sino pensarlo como un ser terminado y entero, dueño de su cuerpo y de su libertad. «Ojalá que me enseñes a no dar el cuerpo por perdido», le pedirá. Parece que el padre ha entendido que mirar al hijo de esa manera es la única forma posible de habitar el presente, esa mediamentira.
Pequeño hablante es un libro asombroso, sugerente, sensual y divertido que nos recuerda que la escritura salvaje siempre debe tener algo de infancia y de inocencia, pero también de violencia y de rabia contra lo que no tuvo que suceder(nos). Voy terminando con esta cita que contiene aquello que ansío no olvidar de esta lectura. «Escuchándolo hablar, intuyo que la pregunta no comienza como filosofía, ni siquiera como tanteo lógico. Al principio es tan sólo una estructura, un reflejo lingüístico. (...) 'Por qué' tiene que ver con la elocuencia del mundo cuando es nuevo. Significa unas ganas de mirarlo. No pide una respuesta, sino más campo libre». Me parece tan maravillosa esa mirada desde el asombro con el deseo del lenguaje intacto y sin fronteras. Que nadie se pierda este maravilloso libro del grande de Neuman.
PEQUEÑO HABLANTE. ANDRÉS NEUMAN. ALFAGUARA. 2024 |
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