Pablo Bujalance: «No podemos hacer decir al clásico lo que no dice»

Entrevista al escritor malagueño Pablo Bujalance.

Pablo Bujalance
Pablo Bujalance en la Escuela de Escritura «Taller de Mundos Posibles»

Pensar el teatro desde la lectura y la interpretación es lo que Pablo Bujalance viene haciendo desde sus inicios. Su amplia obra poética, teatral y periodística se compone de un conjunto de textos escritos con inteligencia y sensibilidad, donde la ironía y la pregunta son los dos recursos más preponderantes. En esta entrevista conversamos con él a partir de sus libros Los inocentes. Obras y artículos teatrales (Ediciones del Genal) y Relojes de río (Ediciones en Huida), y nos ofrece un adelanto de su nueva obra Más inútil que la música (Jákara editores). El tiempo, la literatura y las formas de contar a los clásicos son algunos de los temas sobre los que el escritor malagueño se explaya. Es una inmensa alegría tenerlo en Bestia Lectora.

P—Tienes un poema maravilloso en Los relojes de río, la semblanza a una mujer en el Puente de la Aurora, en el que la voz poética dice que nos movemos en la oscuridad. ¿La vida es un poco eso?

R—Sí. Ese poema nace de una experiencia real muy sencilla, algo que yo acostumbro a hacer cuando voy a escribir mis crónicas periodísticas, que es salir a la calle y fijarme en la gente. Ese ejercicio, a veces, me hace sentir un tanto incómodo, porque se establece una distancia entre las personas observadas y yo, y ese poema era un intento de decir «esa persona que va por ahí y que a priori no tiene nada que ver conmigo puede ser otra versión de mí». Esa referencia a la oscuridad tiene que ver con eso, con la idea de decir «si yo puedo tener la sospecha de que quien simplemente va por la calle está más cerca de mí de lo que yo puedo aceptar, incluso puedo tolerar muchas veces, seguramente es que yo conozco muy poco sobre la realidad, la realidad para mí es un elemento desconocido». Y ya si te pones, y en el poema hay alguna referencia, e indagas en lo que la ciencia y la física contemporánea dicen lo que es la realidad, entonces ya dices «entonces, desconozco lo que es la realidad por completo». Pero esto puede significar, si quieres, un impulso positivo, porque puedo hacer dos cosas: intentar conformarme con lo que hay e intentar disfrutarlo igualmente (es decir, ver qué puedo conocer, qué responsabilidad puedo asumir con esta realidad que yo conozco) y también a qué me puedo atrever. Y puedo atreverme a considerar que la persona que va por la calle, y que en un escrúpulo tonto considero que no tiene nada que ver conmigo, puedo ser yo.

P—Un poco también el hilo del libro va por ahí, ¿no? Te fijas en el presente y tratas de trabajar en el ahora. Me pareció muy interesante la forma en la que reflexionas en torno al tiempo.

R—Eso es. Los poemas nacen en torno a la idea del tiempo. Empecé escribiendo artículos y cosas sobre la relación entre el tiempo y la literatura, y me di cuenta de que los textos que se iban haciendo más poéticos se acercaban más a lo que quería decir (seguramente porque no estaba muy claro lo que quería decir), así que decidí directamente darle una estructura absoluta de libro de poesía. Y si, la idea del río como el tiempo está ahí. Todo esto viene de Heráclito y de eso de que nadie se sumerge dos veces en el mismo río. Bien, pero está el instante justo en que tenemos a una persona que se sumerge en un momento en el río y en ese momento la persona es una y el río es uno y, sin embargo, ese momento contiene todo el río. Es decir, el tiempo es ese río que lo contiene todo, lo arrastra todo desde el principio del tiempo hasta lo que pueda ser el final del tiempo. Pero ese todo está contenido en un instante, en ese instante en que tú te sumerges en el río. Y es un poco así. Yo ahora puedo estar viviendo todos los siglos de la historia. O este segundo en el que tú y yo estamos hablando puede contener todo lo que va a pasar hasta que el sol se apague. Y bueno, es una idea. Además, según las últimas noticias de la física, la idea del tiempo (los teóricos Carlos Rogelio y Roger Penrose hablan de eso) apunta justo a esto. O sea, que el tiempo es como una red en la que cada nódulo contiene todos. Y esa idea a mí me produce cierto consuelo.


El tiempo es ese río que lo contiene todo

P—En algún momento dices que estaría bien dejar de tomar al tiempo como enemigo, siendo que de alguna forma es lo que termina salvándonos porque nos contiene.

R—Absolutamente. En la historia de la cultura la creación artística se ha entendido a menudo como una reacción al paso del tiempo. Es decir, el tiempo es mi adversario, es mi enemigo porque destruye la belleza en la que yo creo y hace que mi ser amado se vaya degradando hasta su desaparición... Eso lo tenemos en los sonetos de Shakespeare. Lo que nuestros sentidos y lo que la oscuridad desde la que vemos o percibimos la realidad nos dice es esto: el tiempo queda definido por su finitud extrema. Sin embargo, ¿y si tuviéramos la posibilidad de asimilar o considerar el tiempo de otra manera, no como lo que pasa sino, al contrario, como lo que permanece? Y la idea sería trabajar a partir de ahí. ¿Qué significaría el arte, la poesía, de esta manera? Ésa es la intuición.


Pablo Bujalance
Los relojes de río, de Pablo Bujalance (Libros en Huida)

P—Hay un tema que encuentro de forma insistente en tu obra que es el del asesinato del padre o la muerte del padre, esa lucha entre tradición y modernidad, pero que en este libro se ve también reflejado de una forma muy íntima. ¿De dónde viene esa obsesión? ¿Te la pegó Shakespeare?

R—Bueno, en Shakespeare el tema del padre es fundamental... Fíjate que lo primero que publiqué fue un libro con un poema largo extenso dividido en nueve partes que se titulaba Padre. Yo escribí aquel poema como reacción a la muerte de mi padre. Lo publiqué en 2004 y mi padre había muerto en 2002. Y creo que de alguna forma siempre que escribo vuelvo a ese punto. A eso que sucedió y que me guió desde la pérdida de mi padre a la necesidad de ordenar en la escritura todas las emociones y sentimientos que sucedieron entonces, que eran a veces muy contradictorios. Y supongo que cuando me siento a escribir lo que sea, de alguna forma, lo que estoy intentando es ordenar emociones o ideas. Y supongo que hay una vuelta a ese origen porque no deja de ser una cuestión que me interesa, y además algunos años después yo fui padre y eso me ha permitido verlo desde el lado contrario. Esa génesis de la escritura tiene que ver con que yo por primera vez estaba sintiendo que la escritura me permitía hacer algo que de otra forma no habría logrado completar, que es esa ordenación de emociones, esa alineación razonable de sensaciones y de ideas. La figura del padre es algo que está muy marcado por la finitud, eso que hablábamos antes; lo natural y lo habitual es que el padre muera antes que el hijo. Entonces, de alguna forma, asumo que lo natural y lo muy deseable es que mi hija me sobreviva; pero hay, por otra parte, una proyección hacia el futuro, lo cual te da una perspectiva de vida muy interesante. Hay una finitud pero en el tiempo es permeable: cada momento puede durar siempre.

P—¡Qué interesante eso que dices! En algún momento en Los relojes de río dices algo así como que mi padre vea el tacto de las hojas, refiriéndote al futuro también. ¿Tiene que ver con esto?

R—Sí. La muerte de un padre o de una madre suele llegar en un momento de madurez en que estás terminando de acrisolar lo que vas a ser en las siguientes décadas, y este momento suele ser impulsor de este movimiento y lo que afrontas es una pérdida de tu raíz. Tú estabas afirmado en una raíz y de repente ves que esa raíz ya no está. Y entonces empieza un trabajo de reconstrucción o de creación de una raíz nueva en la que, de alguna forma, esa raíz antigua tiene que estar contenida. Pierdes parte de tu identidad y debes reconstruirte pero sabiendo que esa raíz seguirá estando. Es un poco el proceso futuro respecto al padre perdido.

P—¿Qué significa la escritura para ti?

R—Yo siempre digo que la escritura es mi mejor manera de no ser músico o de ser músico no siéndolo. En mi juventud yo fui músico, me dediqué a la música con más intención y, de hecho, cuando empecé a tomarme en serio la escritura, lo primero que escribí fueron canciones. A mí la escritura me gustaba y sentía que había una atracción poderosa, sobre todo respecto a las posibilidades, es decir, cómo yo podía crecer desde la escritura; mientras que sentía que para seguir creciendo en la música tenía que dedicarle una parte enorme de la existencia. Comprendí que tenía que escoger y opté por la escritura. También por los acontecimientos; justamente cuando publiqué este poema, Padre, fue premiado y tuvo buena acogida y, a partir de ahí, empezaron a llamarme para antologías para participar aquí, publicar en una revista allá, y dije «bueno, aquí veo un campo mucho más amplio para crecer en cuanto a una actividad artística»... Pero sigo intuyendo o percibiendo la función de la escritura como la de una composición musical en gran parte. O sea, busco o intento buscar en mis textos que la palabra entre por el oído. Creo que por eso no era una cuestión que yo tuviera muy premeditada la de escribir teatro, porque dentro de ese margen para crecer en la escritura que te decía, yo no contemplaba el teatro ni la dramaturgia.

P—¿Primero escribiste poesía?

R—Sí, aunque no es lo que más he publicado pero sí es lo que más he escrito. Pero creo que al final en el teatro me ha ido bien, que si de alguna forma mis textos dramáticos conectan bien con un público, es porque están dirigidos al oído. Y eso ha habido actores e intérpretes que me lo han referido y la verdad es que me ha alegrado un montón. Creo que son textos que quiero que encandilen, que conquisten por el oído y que, a partir de ahí, opere cierta claridad, una intuición como muy primaria parecida a la música. Así que, seguramente, ser escritor es mi mejor manera de no ser músico.

P—¿Cómo decides el género en el que te conviene volcar aquello que quieres contar?

R—Pienso que hay algunos mecanismos, y voy sospechando que eso está más automatizado de lo que yo al principio estaba dispuesto a aceptar, por el que una idea termina deviniendo en un poema, en un texto dramatico o en un relato o una novela. Creo que la misma escritura de alguna forma es la que se encarga de establecer conexiones. Me pasa con frecuencia que una idea que yo podía tener prevista para un género después termina deviniendo en otro. Como te decía, en Los relojes de río la idea primaria que yo tenía era escribir una especie de ensayo sobre el tiempo en la literatura pero la escritura me fue guiando y entendí que cuanto más poético más me acercaba a lo que quería no decir sino permitir sospechar, así que al final opté por la poesía para expresar esto bien. Pero por ejemplo, Los inocentes, que es la obra que da título al libro teatral, iba a ser en principio una novela. Cuando yo tuve la idea, se dio una coincidencia: yo había publicado dos novelas, escribía crítica teatral y estaba empezando a escribir teatro porque algunas compañías empezaron a pedirme textos teatrales, con lo que yo escribí algunos textos y les gustaron y se representaron, y entonces andaba un poco entre las dos aguas. Esa idea de Los inocentes, entonces, yo la tenía armada en mis apuntes como para una novela pero de repente pensé que funcionaría mucho mejor en escena, como una obra teatral, y creo que la clave, y por eso te digo que a lo mejor son procesos más automatizados y que la misma escritura tiene mucho que ver con esto, es que me termino decantando por el género o por la posibilidad formal que pueda decir menos e insinuar más. El género o la forma literaria que me permita expresar lo que yo quiero expresar pero ofreciéndole al lector la posibilidad de dialogar conmigo, es decir, no darle el mensaje tal cual sino ofrecerle la escritura como un interrogante. ¿Tú qué harías? ¿Tú qué pensarías de esto? ¿A ti esto qué te parece? ¿Entiendes lo que quiero decir? Si no lo entiendes, ¿tú qué dirías o cómo lo dirías? ¿Qué crees que esta emoción quiere decir? Algo así. Entonces cuando encuentro la fórmula para incorporar al lector en la obra me decanto por esa fórmula. Lo que sea menos directo, para eso ya está el periodismo.

P—¿Es entonces como una catársis, lo que tu escritura periodística no te permite?

R—Supongo que sí.


Pablo Bujalance lee en Bestia Lectora
un poema de su libro Los relojes de río (Ediciones en Huida).

P—Mencionabas Los inocentes, una obra que trata un tema delicado y que presentas desde una perspectiva nueva en la que no hay víctimas absolutas, que plantea el argumento de que todos podemos ser víctimas y victimarios según la mirada que nos describa. ¿Qué tal difícil fue enfrentarte a ese tema y de esa manera?

R—La experiencia fue estupenda. La obra se estrenó en la Sala Maynake de Málaga en 2014. La escribí para Mel Rocher, que es un actor amigo y con una trayectoria impresionante que hace teatro aquí en Málaga, y gracias a la obra conocí a Andrea Vargas, que es la que interpretó el papel de Laura, y con la que he trabajado después en otros proyectos. Para mí fue una obra muy importante, porque fue la que me permitió de manera más directa tantear el diálogo con el público de una manera muy práctica, muy inmediata, muy real. Hablamos de una sala de teatro pequeñita donde es muy fácil sentir las reacciones del público de una forma muy directa. Y fue un termómetro estupendo. Yo estaba ahí sentado como uno más y ahí me di cuenta del arma que es el teatro, justamente para dialogar a un nivel intelectual y emocional con el espectador, y también de la responsabilidad. Eso me sirvió mucho para asumir la responsabilidad. Cuando tú ofreces un texto que una compañía representa en escena y hay un público que está mirando, se crea realmente una relación muy intensa en la que tienes que tener muy claro qué es lo que estás ofreciendo y cómo el público puede interpretarlo y llevárselo a su casa. A mí esta obra me sirvió sobre todo para aprender lo qué es el respeto al público. Ya te digo, responsabilidad y respeto absoluto para quien decide una tarde de sábado, de viernes, de domingo, meterse en una sala de teatro a ver una obra tuya. Porque esa persona, al contrario del que está leyendo un libro, no puede decir «mañana sigo», se sienta allí y va a ver tu obra hasta el final. Y yo comprendí el acto de comunicación tan poderoso que es el teatro gracias a esa obra. Respecto a lo que cuenta, sí, era una cuestión polémica, en el sentido de compleja, y sobre todo a la que llegar a una conclusión directa habría sido injusto, por eso yo planteo un interrogante: ¿Tú qué harías? ¿Quién es aquí el verdugo; quién es la víctima; quién es el inocente y quién el culpable?

P—Y además estás constantemente jugando con la opinión del espectador; porque cuando creías algo de pronto las cosas se dan vuelta rotundamente y pierdes todas las certezas. Lo que pensabas dejas de pensarlo en la escena siguiente.

R—Sí. Es que el teatro permite jugar de manera muy plástica con la idea de que el otro, cualquiera, puede ser tú mismo, y que en cualquier momento podemos intercambiarnos los papeles. Y los prejuicios que tú hayas depositado en un personaje, quedan invalidados. Eso es lo que define el juego teatral, y permite representarlo de una manera muy directa.

P—¿Y cómo surgió la idea de unir las tres obras de teatro con artículos críticos en este libro?

R—Fue idea de la editorial, Ediciones del Genal; ellos me lo propusieron. Yo tenía algunas obras publicadas, algunas representadas, otras no representadas, pero había obras que se habían representado que tenía la idea de publicarlas en papel porque me parecía que leídas se podían disfrutar también, a otro nivel y en otro plano. Ediciones del Genal se puso en contacto conmigo para proponerme una publicación con textos teatrales inéditos y ellos mismos me sugirieron completar con artículos críticos. Estuve durante varios años escribiendo aquel blog «El Diario de Próspero», que también en su momento se convirtió en un libro que se tituló igual pero no recogía textos del blog sino que imitaba el procedimiento del blog pero con textos absolutamente independientes y nuevos. Y me pareció bien porque para mí escribir teatro y escribir crítica teatral son ejercicios complementarios. De alguna forma, como que encajan muy bien. Son como dos caras de la misma práctica; es el mismo ejercicio pero en dirección contraria. Cuando tú escribes un texto teatral tú estás vistiendo un escenario que está desnudo, cuando tú escribes crítica teatral tú coges un escenario que está vestido y lo desnudas. Y me pareció que comulgaban bien. Y entonces hice una selección con autores predilectos y cuestiones que me interesan bastante, lo relativo a la gestión, a la relación del arte escénica con otras artes, relativo a la educación..., y salió un volumen que me parece bastante coherente.


Sigo intuyendo o percibiendo la función de la escritura como la de una composición musical

P—Decías que son textos que pueden apreciarse en la lectura. Me interesa: ¿qué hace que una obra teatral pueda apreciarse en la lectura y que otras sólo puedan hacerlo en la interpretación?

R—No me he parado a pensarlo demasiado, ni tampoco sabría decirte los criterios por los que estas obras funcionaban bien leídas. De entrada la dramaturgia admite posibilidades muy distintas. Ya no estamos en la época aquella en la que el dramaturgo escribía sus textos y luego el texto teatral sagrado se representaba en escena; habitualmente, los autores trabajamos, porque así nos lo requieren las compañías, en una versión del texto que finalmente va a representarse, por eso a veces participamos en ensayos en los que tanto directores como intérpretes comparten con nosotros inquietudes y todo eso va derivando a una adaptación de la puesta en escena.

P—¿La obra se va escribiendo a medida que se va representando?

R—Sí, también está esa forma, escribir la obra en sí a pie de escena: cuando tú trabajas con una compañía basado en directrices y vas recogiendo material y conviertes eso en un texto teatral. Hay dramaturgos que trabajan así. Pero estas tres obras coinciden en algo bastante curioso y es que fueron representadas tal y como yo las escribí en mi escritorio, con casi ninguna variación. Por lo que sea, hubo una intuición muy rara que llevó a escena el texto tal cual yo lo había escrito. Y es una cosa muy extraña porque en casi todas mis obras ha habido cambios abultados y deseables, a veces incluso de reescrituras que me han llevado a alumbrar una obra muy distinta, y eso ha sido muy interesante también. Los inocentes tiene una estructura muy compleja, como más cinematográfica, pero a la directora le gustó así, se representó tal cual y al público le gustó. El Idealista se representó primero en una adaptación más breve, porque era un formato de 15 minutos en el Microteatro Málaga, y después se estrenó la versión completa tal cual en Almería, un espectáculo precioso que dirigió Esteban Lazo con música en directo y con el texto tal cual. Y Medea en Beirut fue un encargo para el Torneo Andaluz de Dramaturgia donde se interpretan los textos tal cual. Y a lo mejor por eso es que me pareció que estas obras sostienen también una lectura. También creo que funcionan bien porque son textos que insinúan, que interrogan, no tanto que afirman.

P—Y esa es una peculiaridad de tu obra.

R—Sí, intento abrigar al lector, que sea parte creadora de la obra, y creo que estas obras como invitación a la creación funcionaban también a nivel de lectura. Así que ya te digo, son mecanismos curiosos.


Pablo Bujalance
Pablo Bujalance en la Escuela de Escritura «Taller de Mundos Posibles»

P—Me gustaría preguntarte por las adaptaciones de teatro clásico. ¿Es positivo adaptar las obras clásicas al lenguaje actual para que el público contemporáneo se sienta atraído por el teatro ?

R—Bueno, de entrada la adaptación es un ejercicio habitual en el sentido de que muy rara vez un texto clásico sube a escena tal cual fue escrito. Hay siempre una adaptación, una toma de decisiones, respecto a cómo ese texto se sube a escena; incluso de la manera menos intervencionista, más fiel, tú seleccionas, armas... Algo tan fundamental como el ejercicio de ir al teatro en el siglo XXI no tiene nada que ver con ir al teatro en el siglo XVI o XVII o en el siglo III a.C.; de hecho, hoy tú vas a una sala, no vas a un teatro romano o griego ni vas a un corral de comedias ni a otro tipo de espacios, y una sala impone unas leyes del juego. La experiencia es distinta por lo cual el texto no puede ser el mismo. Eso por un lado. Después, adaptar una obra desde un enfoque contemporáneo, sí, y yo lo he hecho, pero cada vez voy teniendo más claro que no podemos hacer decir al clásico lo que no dice. Otra cosa es cómo tú utilizas el clásico para suscitar una duda, abrir un diálogo, plantear al espectador qué opina sobre esto. Mi adaptación más representada ha sido de una obra de Calderón, A secreto agravio, secreta venganza, que escribí para la Compañía de Málaga, Jóvenes Clásicos, que está haciendo un trabajo muy interesante en torno a los clásicos. Esta adaptación se representó en el Festival de Almagro, y tuvo funciones en España, Londres, América Latina, incluso ganó el Premio de la Crítica en Uruguay. Fue una propuesta mía hacer esta obra porque me interesaba mucho justamente como interrogante. En la obra, Calderón plantea un crimen de honor por parte de un noble que entiende que su esposa está cometiendo una infidelidad. De pronto, aparece un antiguo amor de su esposa, a quien todos habían dado por muerto, y ella le es infiel a este noble con él. Y este noble comete este crimen de honor, y en la obra aparece rehabilitado. Incluso aparece el rey de Portugal que le da su absoluta bendición y lo pone de ejemplo: «He aquí un hombre que ha defendido su honor hasta el final, dice, es admirable». Esta obra siempre se había considerado una obra maldita de Calderón y nadie la había representado en siglos. Claro, a mí me parecía interesante plantear la obra en escena de manera que presentáramos al espectador una cuestión: ¿Tú que piensas de esto?, y una cuestión más aún: todo lo que estamos viviendo sobre las agresiones a mujeres, sobre una cultura machista que parece imposible de erradicar (con victimas con nombre y apellido cada año de manera insoportable), ¿no tendrá que ver con el hecho de que durante siglos hemos compartido una cultura que entendía que el honor estaba por encima de cualquier otra consideración y que ese honor, seguramente porque el concepto ya nos parece trasnochado, hemos dejado de nombrarlo pero sigue siendo una cuestión predominante que no se nombra simplemente porque creemos que eso es ya muy antiguo a pesar de que todavía muchos hombres están actuando por una cuestión de honor o de honra, que es un concepto cercano? Y ésa era la idea. Porque lo que tú tienes en la historia de la cultura es esto. La vida de las mujeres está por debajo de algo tan implacable y absoluto como es el honor. ¿En qué momento dejamos de hablar del honor? ¿De verdad esto que era tan absoluto desapareció para siempre? ¿No será que en realidad no ha desaparecido?

P—Como si al no nombrarlo desapareciera...

R—Exacto. Pero igual seguimos ahí, igual seguimos en el siglo XVI. Y el caballero herido entiende que porque su honor ha sido vulnerado tiene derecho, no a una venganza, a una reparación que será ejecutada en forma de venganza. Evidentemente, cuando tú haces una obra así puedes convertir el texto de Calderón en un alegato, en una catequesis, en un discurso a favor de los valores contemporáneos..., pero Calderón no hizo eso. Calderón hizo lo que hizo y escribió lo que escribió. Pero tú puedes ofrecer lo que Calderón escribió y ponerlo en duda para invitar al espectador a que opine sobre esto y a que se haga su propia idea de la cuestión. Poner a Calderón a hacer un alegato feminista puede tener mucho sentido a un nivel primario, en cuanto a las emociones del espectador, pero es que Calderón no hizo eso. Lo importante es poder mirar a los ojos al clásico y poder atender lo que no nos gusta. Con Shakespeare pasa esto. De su obra podemos deducir sin demasiado esfuerzo que era una antisemita, y la manera en que trabaja la cuestión racial es la que es. Ahora, ¿tú qué haces con eso?: le puedes dar la vuelta y hacer un montaje de Shakespeare en el que salga Otello, o salga Caliban diciendo «todos somos hermanos, todos somos la misma sangre y nos queremos muchísimo» o coges ese antisemitismo, lo subes a escena y le preguntas al espectador ¿tú qué piensas? Así podemos representar a Shakespeare, lo otro es inmortalizar un cliché y poner a los autores clásicos de excusa, y así no se debe hacer; pero coger al clásico y pervertirlo para dialogar con él, ¡por supuesto!, ¡absolutamente! Fíjate que una de mis adaptaciones de la que más satisfecho estoy es la de El rey Lear. Era la tragedia contada en una hora y media con un solo actor y dos escenarios. La hice para Antonio Zafra, que hacía de narrador e interpretaba como quince personajes solo. Y hubo un comentario de un espectador que me encantó; dijo: «esta obra traiciona completamente el espíritu de Shakespeare». ¡Me encantó! Es curioso, porque la adaptación no introducía ningún cambio a la historia, todo se contaba tal cual, con abundantes referencias originales pero jugando con elipsis y con el narrador, pero la forma de contarlo era muy didáctica, divertida, emocionante, y con el final trágico... Pero a él le pareció que habíamos traicionado a Shakespeare. Y a mí me encantó, porque Shakespeare había traicionado a Esquilo, a Eurípides y a toda esta gente. Así que ya haber traicionado a Shakespeare me hace sentir discípulo.


Lo importante es poder mirar a los ojos al clásico y poder atender lo que no nos gusta.

P—Esto me hace pensar en esta frase de Harold Bloom que citas en un artículo [en El teatro contra Shakespeare] que dice que no hay manera humana de interpretar a Shakespeare sin traicionar su obra.

R—Claro.Harold Bloom lo dice desde cierto purismo, en el sentido de que él considera superior la experiencia lectora respecto a la experiencia teatral en lo que se refiere a Shakespeare. Para él nunca un espectador va a llegar a entenderlo a Shakespeare igual que un lector, y tengo que decir que yo cada vez estoy más de acuerdo. Cuanto más lees a Shakespeare más inevitablemente le das la razón a Harold Bloom. Pero la representación, y llevamos representando a Shakespeare todos estos siglos, sigue siendo un camino en el que pasan muchísimas cosas, y es un camino artísticamente muy interesante. Seguramente el final nunca será la absoluta asunción de Shakespeare como puede darnos la lectura pausada y silenciosa de su obra, pero todo lo que pasa y todo lo que genera, todavía hoy es alucinante. Así que me parece que ese camino vale la pena; sabemos que no vas a llegar, pero es que ése es el principio del arte, o sea, en el arte tú sabes que no vas a llegar nunca. Hay que perderle el respeto a Shakespeare, no hay otra; es un Shakespeare evidentemente incompleto, pero, insisto, en el camino seguro que pasan cosas interesantes.

P—¿Cómo ves el periodismo en estos tiempos tan revoltosos?

R—Yo al periodismo lo veo cansado de sí mismo. Un poco harto, seguramente, de una metamorfosis que llegó en su momento de manera muy apresurada, y hablo de la prensa principalmente, a lo que los periódicos tuvieron que atenerse y aunque todos esperábamos que el cambio al paradigma digital se consolidara en un plazo razonable, lo cierto es que no se ha consolidado. Grosso modo, lo que una empresa periodística puede ingresar por la visibilidad en Internet es insuficiente para sostener toda la maquinaria que una redacción necesita para sacar un periódico todos los días, ¿y en qué se ha traducido todo esto?: en una reducción significativa de los equipos, de los recursos, de las posibilidades, de los instrumentos; contamos con equipos humanos haciendo trabajos inmensos y con la sensación de que esa maquinaria, que se puede llamar posicionamiento de Google o se puede llamar noticias virales o clickbait es un monstruo insaciable que cada vez consume más y más... Y yo encuentro ya al sector cansado un poco de esto, de que el protagonismo esté siempre en el modelo y no en la noticia, no en lo que se cuenta.


Pablo Bujalance
Los inocentes, de Pablo Bujalance (Ediciones del Genal)

P—Además de contar la realidad una de las funciones del periodismo es pensarla y con la situación precaria que vive el sector cada vez podemos pensar menos porque tenemos niveles de trabajo descomunales.

R—Totalmente. Es que el periodismo de calle, el que te conecta con la realidad y que es el periodismo que yo intento seguir haciendo, ya no existe prácticamente. Solamente lo ves en la sección internacional donde, cuando hay un acontecimiento notable, envían corresponsales que hacen un trabajo de descubrimiento de la realidad y luego la cuentan; pero ese trabajo hay que hacerlo en un contexto local. Hablamos, reproducimos noticias, reproducimos notas de prensa sin parar en una maquinaria para darle más contenido a ese monstruo insaciable, pero luego la prensa o los medios no van a la calle a pulsar eso, a ver cómo se traduce. Y a veces es tan sencillo como sentarte en una cafetería, tomarte un café y abrir el oído para ver qué pasa. A mí la calle es la que me da material para escribir mis artículos, pero estoy en una situación en la que mi actividad principal ya es otra, gracias a mi taller de escritura, y eso me permite justamente conceder más tiempo y trabajar más mis crónicas, pero un redactor que tiene una serie de tareas que hacer al día y que son inamovibles, se encuentra al final con que no ha tenido tiempo ni de bajar al portal a hablar con alguien. Por eso te digo, es complicado, veo al medio cansado. Luego hay experiencias que son absolutamente frescas y donde hay un ejercicio del periodismo más emocionante y más crítico, seguramente por ser independiente también, y que de alguna forma te reconcilian con la profesión: blogs, revistas, publicaciones independientes y cosas que se están haciendo en formato pódcast; justamente ahí ves una atención y una dedicación mucho más consciente y con mucho más mimo al producto que se está lanzando.

P—Pero la precariedad sigue estando ahí.

R—Sí, la posibilidad de hacer esto rentable entiendo que es muy limitada.

P—Hablemos de algo lindo, tu nuevo libro: Más inútil que la música. ¿Qué me puedes contar de él?

R—Es un libro que me hace ilusión publicar. Te decía antes de cómo la escritura muchas veces te lleva, y este libro nace en 2013 o 2014 cuando empecé a escribir pequeños textos en prosa (a veces poéticos, a veces textos más prosaicos o pequeños relatos, microrrelatos) de una manera absolutamente altruista, sin intención de publicar nada, sólo para mí, y guiado un poco por ciertas lecturas. Recuerdo la lectura de Textos para nada, por ejemplo, de Samuel Beckett, que me gustó mucho. Otro libro importante, Cómo es, que está basado en el infierno de la Divina comedia y que son textos en prosa muy breves. También están las prosas poéticas de José Ángel Valente, que siempre me han gustado mucho, y hay una lectura que es muy importante y fundacional para mí, María Zambrano. Otra guía en esa escritura es Chantal Maillard, tanto en su poesía como en sus ensayos, sobre todo la manera en que su vuelo poético, su intuición, esa intuición tan extraña y tan maravillosa que hace en sus poemas, está contenida también en sus ensayos. Empecé un poco con todo eso. Y decidí escribir estos textos breves en prosa. Sobre todo trabajando con imágenes, que es el modo en que trabajaba Samuel Beckett, y asociando imágenes desde una desconexión absoluta, pero dejando que el lector propusiera las conexiones que él entendiera. El resultado fueron unos textitos surrealistas, extraños. No significan nada; no quiero decir nada con esto; son textos inútiles, en ese sentido de Beckett. Otra influencia absoluta fue la de Cioran; el título está tomado de un aforismo de Cioran: «Sólo una meta, ser más inútil que la música». Y me gusta esa idea de la inutilidad en el ideal clásico del non servian, que tiene un doble sentido: inútil desde lo práctico, no sirvo para nada; y también lo inútil desde un punto de vista más material, esto no puedes aplicarlo a nada o por mucho que te pongas no va a servir de nada. Hay una frase de Ursula K. Le Guin que me encanta: «Es una piedra, por mucho que la riegues, no va a crecer». La música es eso. Es inútil pero ahí está su grandeza. Y, con todo esto, yo iba escribiendo mis textos absolutamente inútiles, y a ver el lector qué será capaz de hacer con esto. Creo que es mi libro más extraño porque el principal protagonista es la escritura, como te digo pero, justamente, si escogí esos textos es porque en ellos hay una idea común que es, creo, la idea del libro, y a la que llegué de manera accidental y está en Beckett, en Ciorán, en Chantal Maillard y es la idea del límite, de lo que puedes hacer y de lo que no puedes hacer, lo que puedes escribir y lo que no puedes escribir, lo que puedes decir y lo que no puedes decir; la idea de que el lenguaje es un límite, los límites del lenguaje son los límites de mi mundo que decía Wittgenstein. El lenguaje te constriñe; la experiencia es mucho más amplia que el lenguaje porque hay cosas que no se pueden decir con palabras.

P—Aunque luego está Umbral diciendo que los que afirman que hay cosas que no se pueden escribir es que no lo han intentado lo suficiente...

R—Bueno, es un poco lo que decíamos de representar a Shajesperare: está en el camino. Sabes que no vas a llegar pero en el camino pueden pasar cosas interesantes. Un camino de trascender los límites del lenguaje y llamar a la realidad de otra manera. Pero aquí más bien tiene que ver con el reconocimiento del límite: estoy limitado a esto, soy esto, no puedo ser más que esto, mi escritura no puede ser más que esto y estoy justo apretando en ese limite a ver qué hay. Creo que el autor de estos textos inútiles podría haber sido el innombrable de Samuel Beckett: una criatura que no tiene brazos ni piernas, que está metida en un jarrón y que su cabeza y sus ojos apenas asoman por el filo de ese jarrón, y desde ahí intenta vislumbrar qué pasa a su alrededor, intenta reconstruir la realidad. Este libro es un poco un intento de ir a ese filo del jarrón desde el que veo y casi no veo, y desde donde intento vislumbrar lo que hay fuera. Beckett terminaba esa novela con una cita muy conocida: «No puedo seguir, tengo que seguir, voy a seguir». Y es un poco esto. Estoy en el límite pero empujo empujo y sigo. Eso es más o menos este libro.

Mañana tengo la suerte de acompañar a Pablo Bujalance en la presentación de su libro Más inútil que la música (Jákara Ediciones). El acto será a las 12.00 en la Librería Luces de Málaga. ¡Te esperamos!


Cartel de la presentación en Librería Luces de Pablo Bujalance y Tes Nehuén

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