Eloy Tizón: «De la poesía he aprendido el rigor implacable de su música y la disciplina de sus delirios»

Entrevista a Eloy Tizón, autor de «Plegaria para pirómanos» (Páginas de Espuma).

Eloy Tizón fotografiado por Isabel Wagemann
Eloy Tizón fotografiado por Isabel Wagemann

Cada libro de Eloy Tizón llega para avivar nuestro entusiasmo respecto al cuento. Plegaria para pirómanos (Páginas de Espuma) no rompe el hechizo en torno a su literatura sino que, en todo caso, confirma la importancia de una literatura que apele al misterio para alcanzar altura. Los nueve cuentos de este libro comparten una intención: construir un modelo de mundo para poder romperlo. Y esto es lo que hace Tizón en cada cuento: poner boca abajo ese ordenado mundo y sorprendernos con giros intempestivos de la trama que nos dejan también a nosotras de cabeza. La pregunta que siempre aparece cuando leemos libros así es «¿Cómo?». En torno a esta simple inquietud gira esta conversación con el autor de Técnicas de iluminación.

P—Has tardado diez años en volver a librerías. ¿Fueron diez años de escritura? ¿Qué te llevó a mantener esta distancia?

R—En realidad, en esta última década he publicado el voluminoso ensayo Herido leve y la reedición en Páginas de Espuma de Velocidad de los jardines, con un prólogo inédito. No he estado inactivo. Eso sin contar los artículos, reseñas, clases y demás. No lo digo por justificarme, sino por puntualizar la información. Siempre estoy escribiendo algo. Tienes razón en que llevaba diez años sin publicar un libro de cuentos, lo cual tal vez se explique por mis ritmos de escritura. No tengo reparo en reconocer que soy un escritor lento y laborioso, cada vez más, al que le gusta tomarse las cosas con calma. Odio las prisas. Parte del placer de la escritura radica precisamente en huir de esa lógica neurótica del mercado, que nos empuja al abismo, y en cambio recrearme en la parsimonia y el esmero artesanal de ver crecer a mis criaturas, no importa lo que tarden, hasta acertar con la forma.

P—Lo primero que nos impacta es esa imagen de la cubierta. ¿Me puedes hablar de ella?

R—Sí, me gusta poder subrayar la belleza estética de la cubierta de Plegaria para pirómanos, debida al talento de la artista Andrea Torres Balaguer, a la que descubrí un día por casualidad navegando por Instagram. Me siento muy identificado con esa imagen, clásica y contemporánea a la vez, exquisita y rompedora, que creo que sintetiza a la perfección el espíritu del libro.

P—¿Por qué Plegaria para pirómanos? Es un título que abre una leve contradicción en su composición, ¿no?

R—¿Leve? Yo diría que es una contradicción enorme. Nada me parece más alejado que la intimidad de la plegaria en contraposición al pavor dramático del fuego, y más si es provocado. ¿Cómo se compaginan estos dos elementos? No lo sé, imagino que en esa alianza de contrarios casi irresoluble reside el misterio, el hechizo y la grieta de la literatura.


En esa alianza de contrarios casi irresoluble reside el misterio

P—Vemos el fuego como el símbolo de la destrucción, pero hay quienes vuelven de sus cenizas. ¿Está ahí la luz de estos cuentos?

R—El fuego es un símbolo eterno, igual que la luz o el desierto, abierto a la interpretación y la riqueza de las metáforas. Uno de mis libros de cabecera es el Diccionario de símbolos de Cirlot. En la entrada que le dedica al fuego, Cirlot nos recuerda que los alquimistas medievales, siguiendo a Heráclito, lo consideraban como un «agente de transformación», capaz del bien y del mal. El fuego es destrucción pero también renovación y vida, posee esa ambivalencia que lo vuelve inagotable.

P—Háblame de Erizo. ¿Por qué quisiste que este personaje, con voz y a veces sombra, apareciese en todos los cuentos? ¿Qué tipo de unicidad te permitía en las diversas historias?

R—A Erizo le tengo cariño. Quizá porque fue el punto de inflexión que me llevó a considerar que podía tener un libro entre manos. Hasta ese momento, había trabajado con la idea vaga de escribir cuentos sueltos, como había hecho hasta entonces. La irrupción de Erizo supuso un elemento unificador y un cambio de perspectiva, que me obligó a pensar de otra manera: a partir de ahí ya no escribía cuentos sueltos, sino un «ciclo de cuentos», una serie de historias entrelazadas que, si bien pueden leerse de manera independiente, nacen con una voluntad unitaria. Era una novedad, algo que no había hecho nunca, y por eso me atrajo, por lo que tenía de reto. Es como si unos cuentos mirasen de reojo a los demás. La relación que cada cuento mantiene con el conjunto es la misma que la uva con el racimo.
»Desde el principio tuve claro que Erizo no sería un personaje monolítico, con una trayectoria coherente y limpia, sino que más bien encarnaría una especie de «biografía en pedazos», o las ruinas de una novela que pudo haber sido y no fue. Una vida rota en esquirlas, como creo que son la mayoría de nuestras vidas. Erizo es un poco guadianesco, desaparece y reaparece, tiene el control del relato y luego lo pierde, y esa ambigüedad me ha permitido tomarme muchas libertades, que es una condición necesaria para que surja mi escritura.

P—Al leerte es imposible no pensar en los libros leídos. ¿Cuáles han sido importantes en la escritura de Plegaria para pirómanos?

R—Muchos. Todos. Imposible citarlos sin olvidar alguno. Mi libro está lleno de guiños y homenajes (a veces irónicos), que la mayoría de los lectores sabrán reconocer, desde La señora Dalloway hasta El castillo de los Cárpatos o El papel pintado amarillo, entre otros muchos, por lo que quizá sea redundante repetirlos aquí y ahora.
»No solo libros: también está la influencia del arte, la música y el cine. Sí me gustaría reivindicar la figura de François Truffaut y su creación del personaje de Antoine Doinel, maravillosamente encarnado por Jean-Pierre Léaud, al que acompañamos desde sus catorce años en Los cuatrocientos golpes hasta los treinta y tantos de El amor en fuga, a lo largo de media docena de filmes. Lo que esa pareja hizo con el tiempo y la duración es tan hermoso (¡mucho antes que Linklater!), que me siento en deuda con ellos. Poder seguir así a un personaje a lo largo de las décadas, retomarlo y abandonarlo, asomarnos a sus vicisitudes, crisis y sinuosidades sentimentales, no deja de ser un privilegio que nos brinda la escritura de ficciones.


Mi libro está lleno de guiños y homenajes.

P—Eres uno de los cuentistas más reconocidos de España. ¿Cuesta más sentarse a escribir sabiendo esto?

R—Con sinceridad: no lo sé. Agradezco que me estimen de ese modo, y por supuesto soy consciente de ello, pero no me veo capaz de discernir si eso me condiciona mucho o poco. Si lo pienso fríamente, te respondería que sí, que me parece una carga. Pero, por otro lado, si me visualizo a mí mismo a los veinte, veintiún años, sentado ante mi escritorio, inédito, sin nada que perder, temblando ante el folio en blanco, me parece que ya soportaba desde el comienzo este mismo sentido de responsabilidad y respeto hacia la literatura que mantengo hoy. De hecho, creo que en Plegaria me he tomado más libertades que en anteriores libros, lo cual me da esperanza de que esa presión, si existe, al menos no ha aniquilado en mí las ganas de probar cosas nuevas y de arriesgarme. Lo cual supone un alivio.

P—Siempre lo cotidiano. En tus cuentos importan mucho los objetos, los colores, cierta forma de la luz sobre las cosas y lugares. Tus escenas son momentos precisísimos. ¿Qué tiene de especial la escritura del instante frente a otras formas narrativas más densas o detalladas?

R—Lo cotidiano, sí. Necesito tener ese suelo, sentir esa tierra firme bajo los pies, muy bien asentada (con toda su parafernalia de detalles y motivos sensoriales que procuro captar de manera casi obsesiva, o sin casi), para, a partir de ahí, de esa seguridad que me brindan los referentes concretos y materiales, poder trascenderlos e ir un paso más allá, hacia lo que desconozco.
»Si te fijas, verás que mis cuentos empiezan muchas veces dentro de un marco reconocible, un entorno seguro (trenes, oficinas, bibliotecas), que poco a poco va adquiriendo un matiz de extrañeza o fantasmagoría, que aumenta según avanza la historia, hasta desembocar en un lugar mucho menos confortable. El recorrido parece ser desde lo estable hacia lo inestable, o desde lo conocido a lo desconocido. El impulso del cuento consiste en abandonar el hogar y caminar hacia la intemperie. A ver qué ocurre.

P—¿Escribes con el mismo entusiasmo que en tus primeros años? ¿Qué técnica de iluminación te sirve para sostener la pasión por la escritura?

R—Por suerte, el amor por la literatura no me ha abandonado. Me sigue fascinando. Leo con la misma curiosidad que a los quince años y escribo con parecida aplicación. En todos los sentidos, sigo siendo un aprendiz. Como es natural, el chisporroteo juvenil de la escritura se ha aminorado y ha dejado paso a un tono más sosegado y reflexivo, acorde con mi edad. Lo que he perdido en energía lo he ganado en hondura, o al menos eso espero. De joven tenía el fuego; ahora tengo la plegaria.

P—Eres uno de los pocos narradores en España que, sin ser poeta, escribe cuentos tremendamente poéticos. ¿Lees mucha poesía? ¿Algún poeta que te apasione especialmente?

R—En mis años de formación me alimenté mucho de poesía. Ahora leo menos, pero el interés sigue vivo. De la poesía he aprendido el rigor implacable de su música y la disciplina de sus delirios. Poetas importantes en mi vida ha habido muchos. Adoré a César Vallejo en la misma medida en que ahora adoro a Roberto Juarroz. Tengo que decir que me siento muy bien leído por los poetas, que suelen entender bien mis cuentos y los aprecian. Me honra la amistad de Jordi Doce, Francisco Javier Irazoki, Andrés Neuman, Carlos Marzal, Emma Prieto, Erika Martínez, María Paredes…, a quienes leo con placer y provecho. Como ves, no son pocos.

P—En Dichosos los ojos ofreces un elogio precioso al arte y a lo que nos hace. ¿Qué obra de las que aquí aparecen tiene un lugar especial en tu memoria; puedes hablarme de ese hallazgo?

R—Gracias por tu aprecio. Todos esos instantes son significativos por una razón o por otra. Puestos a elegir uno, un poco al azar, me quedo con la visita a la tumba de Borges, en Ginebra, hace cuatro años. Eso supuso un momento de emoción para mí. Fui a presentar Herido leve a la librería Albatros. El librero, el gran Rodrigo Díaz Pino, me explicó el camino para llegar al Cimetière de Plainpalais, no lejos de su librería. Sin embargo, me perdí. Di vueltas y caminé en sentido contrario, alejándome sin querer, hasta que al cabo de un rato logré orientarme. Después pensé que mi desorientación tal vez no habría incomodado al maestro ciego, que amaba todas esas paradojas y laberintos.
»La tumba de Borges, hay que decirlo, es muy bella. Ese cementerio es un jardín alegre. La lápida rocosa encargada por María Kodama le hace justicia. Y la frase en inglés arcaico extraída de un viejo poema sajón pertenece ya a la leyenda: AND NE FORTHEDON NA. Y que no temieran. Esta tumba, pensé, también es literatura. Alta literatura. Y yo, que no voy a misa, tuve mi parcela de recogimiento espiritual, no sé si de plegaria.


El impulso del cuento consiste en abandonar el hogar y caminar hacia la intemperie.

P—¿Cómo ves la salud del cuento en España?

R—En el titular de una publicación reciente, que tuvo la gentileza de incluirme, se hablaba de «La mala salud de hierro del cuento». Así es. Asistimos a la enésima recuperación cíclica del cuento, seguida por un semiolvido generalizado; y vuelta a empezar. Soy optimista por naturaleza (no me queda más remedio, si quiero seguir adelante: el pesimismo es un lujo reservado a rentistas aburguesados), así que tiendo a ver siempre el vaso medio lleno. También el vaso del cuento. Hay mucho talento en el aire. Entre los libros que he leído últimamente, he admirado Mientras estamos muertos de José Ovejero, Hubo un jardín de Valeria Correa Fiz, Mecánica terrestre de Emma Prieto, Todas lloran de Eva Manzanares, Cadillac Ranch de Antonio Tocornal, Pájaros mojados en un cable de luz de Virtudes Olvera, Nómadas de Javier Fernández Gadea, Los muebles del mundo de Ricardo Menéndez Salmón… Y seguro que me olvidaré de algún nombre y luego lo lamentaré.
»El listón creativo está alto. ¿Qué falta, entonces? Tal vez un poco más de pedagogía. Creérnoslo más. Ser incansables a la hora de explicar las bellezas del cuento. No solo a los convencidos, claro está, sino en cualquier lugar: visitar aulas, librerías, emisoras de radio, platós de televisión, e insistir sin desmayo en la dignidad del género. Es un trabajo de militancia entusiasta, a largo plazo, cuyos frutos tal vez no veamos. Que cada uno haga lo que pueda, dentro de sus posibilidades. Tú desde tu blog, yo desde mis áreas de influencia. En este sentido, que exista un festival literario como el que organizamos cada año en Torrijos (Toledo), que nos permite reunirnos un fin de semana para hablar del cuento con creadores, editores, libreros, periodistas, lectores y demás agentes culturales, me parece un milagro que habría que preservar y consolidar a toda costa, entre todos. Es algo de lo que me siento muy orgulloso.


«Plegaria para pirómanos», de Eloy Tizón (Páginas de Espuma)
PLEGARIA PARA PIRÓMANOS. ELOY TIZÓN. PÁGINAS DE ESPUMA. 2023

0 Comentarios