«El papagayo tocaba violín» de Gustavo Álvarez Gardeazábal (Intermedio editores)

El anteúltimo truco del maestro. Una reseña de Pablo Di Marco

Cubierta de «El papagayo tocaba violín» de Gustavo Álvarez Gardeazábal


«Se alegará que cuarenta y ocho horas después de haber nacido, no se puede guardar ningún recuerdo. Pero yo sí». Así empieza el nuevo libro de Gustavo Álvarez Gardeazábal, El papagayo tocaba violín (Intermedio editores), con un bebé que a poco de nacer rechaza la leche materna, y de inmediato es consciente de que es capaz de recordar. Nos encontramos ante un personaje que se rebela y se dispone a utilizar su memoria para contar y describir. ¿Es necesario aclarar que el bebé no puede ser otro más que el autor del libro? El buen lector apostaría que a partir de allí la narración se centrará en torno al futuro del recién nacido. Sin embargo, Gardeazábal sorprende una vez más, y decide dar media vuelta y mirar hacia atrás. Lo que prosigue no se vinculará con el devenir del pequeño sino con sus antepasados y servirá para confirmar que lo insólito es a menudo la forma más adecuada de contar la realidad. ¡Que nadie se la pierda!

Esa narración, que nos tienta con un relato autobiográfico pero que luego se aleja en el tiempo del personaje que nos interesa es arriesgada, pues es válido el deseo del lector por inmiscuirse en los vericuetos de una vida rica como pocas: a fin de cuentas hablamos del dueño de una obra descomunal que incluye un clásico de la literatura colombiana, del dos veces alcalde de Tuluá, del gobernador del Valle del Cauca, del periodista temido y respetado, del hombre que, desde su ya mítica finca «El Porce», se ha convertido en oráculo y gurú de empresarios y presidentes. Entonces, ¿por qué Gardeazábal decide mirar hacia atrás después de asegurar que deseaba relatar su autobiografía? Él mismo ha respondido a esta pregunta al afirmar que mientras tramaba el libro (e investigaba en notarías, escarbaba archivos y diversas fuentes), llegó a la conclusión que la historia importante por contar no era la suya sino la de sus antepasados.

Gardeazábal sale airoso de tal decisión. Ante todo porque la historia es llevada adelante por una prosa magnética, juguetona y mordaz, contundente y a la vez refinada. Una prosa capaz de describir las luces y sombras de un personaje, una familia o un pueblo con un puñado de palabras precisas como una daga. Pero hay otra razón que explica mejor el acierto del camino tomado: Gardeazábal comprende que el mejor modo de describirse (y comprenderse) es echar luz sobre sus antepasados. Le basta con hurgar en cualquier rama de su árbol genealógico para encontrar retazos de sí, para descubrir de dónde proviene el amante de los libros, el escritor, el político, el periodista, el actual anciano que, pese a saberse una leyenda viva, prefiere verse a sí mismo como a un niño que se divierte mientras come lento su helado para que no se acabe. Y alcanza con leer los primeros capítulos para comprender que por detrás del prolijo entramado de nombres y parentescos que muestra la novela, hay un trabajo puntilloso hasta la exasperación. No es casual que el autor asegure que nos encontramos ante una obra que le llevó más de una década de trabajo.


Gustavo Álvarez Gardeazábal fotografiado por Aymer Andrés Álvarez
Gustavo Álvarez Gardeazábal//FOTO: Aymer Andrés Álvarez

A partir de los labios llorosos del recién nacido, el relato se expande primero a su madre, después a su abuelo y a los parientes cercanos, y más tarde, como una onda expansiva, a Tuluá, al Valle del Cauca y a la nación entera. Porque a través de los hilos que tejen el vasto entramado familiar puede explicarse mucho más que un árbol genealógico. Cada nacimiento y muerte, cada epopeya y drama, cada logro y miseria, describen de pies a cabeza a Colombia, un país al día de hoy atrapado entre la barbarie y la más bella de las humanidades. Dicho esto cabe señalar que El papagayo tocaba violín bien puede ser considerado un libro anárquico, ya que es posible leerlo desde cualquier parte. Aquí no hace falta tomar notas como en Cien años de soledad: los capítulos pueden disfrutarse de modo independiente, pero a su vez cada pieza se enlaza a la perfección con el resto del libro, creando un caleidoscopio narrativo que funciona con la precisión de un reloj suizo. Como bien aclara Gardeazábal: «cada capítulo es una cajita, y cada cajita es la historia de un personaje que hace parte del conjunto».

A pesar de encontrarme ante un libro de memorias, en algún momento caí en la trampa de preguntarme si todo lo que leía era cierto. Y de inmediato olvidé ese cuestionamiento y me dejé llevar por el hilo de la historia, porque El papagayo tocaba violín nos presenta una sucesión de eslabones tan vívidos y sagazmente delineados que… ¿a quién puede importarle si lo que estos contienen es verdad o mentira? Y después de todo, ¿quién es capaz de discernir la difusa frontera que separa la realidad de la ficción? Aquí no hay ni una cosa ni la otra, aquí hay tan sólo literatura. Y hasta es posible que en algún punto de la lectura terminemos por convencernos de que este no es un libro conformado por una sucesión de palabras, oraciones y párrafos sino por aromas, colores, pasiones, desengaños, disparates, melodías y milagros.

Gardeazábal ha asegurado que El papagayo tocaba violín es su último libro, su canto del cisne. Es más, la presente novela ocupa el último y más reciente peldaño de los doce tomos que componen la Biblioteca Gardeazábal, que «El Tiempo» a través de «Intermedio Editores» ha publicado durante los últimos dos años. Optaré por rebelarme (así como lo hace el bebé que da inicio al libro) a esta sentencia. Quiero pensar que el mago esconde un truco más en su galera, que el escritor que pintó mejor que nadie a su tierra aún tiene una fábula más para regalarnos. Somos escritores mientras nos quede un cuento por contar. Y yo sé que Gustavo Álvarez Gardeazábal aún guarda en su bolsillo una hermosa mentira con la cual engañarnos y enamorarnos una vez más. Mientras esperamos su último pase de magia, aquí tenemos entre nosotros El papagayo tocaba violín, nada menos que el anteúltimo truco del maestro.

Pablo Di Marco nació en Buenos Aires y se desempeña como corrector literario. Tiene una premiada trayectoria como novelista: su primera novela Las horas derramadas fue galardonada en España con el XXI Premio Literario Ategua en el año 2010 y Tríptico del desamparo con XIII Bienal Nacional e Internacional de Novela José Eustasio Rivera en Colombia en el año 2012. Ha publicado también Espiral y Cuando éramos tres, una biografía novelada de Alejandra Pizarnik. Es colaborador del suplemento cultural Facetas del «Diario de Huila» y de la Agencia Cultural de Noticias Libros&Letras donde ha publicado entrevistas a numerosos personajes de la literatura contemporánea, algunas de las cuales se recogen en el libro Un café en Buenos Aires, conversaciones con escritores, editores y libreros.

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