Marcos Giralt Torrente: «Nunca he creído en la literatura como un vehículo de cambio social»

Conversamos con Marcos Giralt Torrente sobre sus libros «Mudar de piel» y «Tiempo de vida», publicadas en Anagrama.



Foto: Óscar Corral

«Necesita emanciparse Telémaco y necesita emanciparse Edipo», escribe Marcos Giralt Torrente en un artículo en el que reflexiona sobre las extrañas y nocivas relaciones que pueden establecerse entre padres e hijos y su herencia sobre la creación literaria. La censura, la perversión en el seno de la familia y la dificultad para llevar de forma armoniosa nuestros lazos son algunos de los temas que atraviesan toda su obra y sobre los que conversamos durante esta charla cibernética. Sumergida en la cuarentena de una pandemia que nos ha agarrado a todos por sorpresa y que ha trastocado de alguna forma nuestras vidas, siento que conversar con Giralt Torrente es una forma de encontrar algo de luz en medio de esta oscuridad impuesta. Marcos se toma su tiempo para responder, duda poco, pero se toma en serio las palabras que pronuncia, como lo hace en su narrativa. Dice que está aburrido y que tiene menos tiempo que antes para escribir, mientras argumenta por qué le interesan tanto las obsesiones y manías filiales en su escritura.


P—¿Cómo has vivido la cuarentena desde el punto de vista de la escritura.

R—Mi escritura sale de la soledad, y de tener mucho tiempo a mi disposición para pensar y machacar mis temas y obsesionarme, y en estas circunstancias es imposible. Así que no estoy propiamente dedicado a la escritura. Salvo algún artículo que me han encargado, estoy más bien releyendo textos antiguos por ver si hago una antología; pero propiamente escribir, ojalá. Aparte también yo creo que estamos todos un poco inquietos. Lo he hablado con más amigos escritores y alguno puede trabajar con normalidad o incluso más de lo normal, pero por lo general estamos todos un poco perplejos.

P—¿Quizá por la incertidumbre de no saber cuál es el panorama que nos vamos a encontrar al salir?

R— Sí. Ni cuándo saldremos ni cómo será. Y es paradójico porque efectivamente son en teoría circunstancias idóneas para escribir.

P—¿Qué posibilidades puede haber para la literatura en una situación catastrófica como ésta?

R—Bueno, yo creo que todas las situaciones extraordinarias han sido fértiles para la literatura. Pero a veces me atemoriza pensar la cantidad de libros que nos vamos a encontrar de aquí a los próximos cinco años sobre esta situación. Quiero decir que no porque tomemos la literalidad de la situación y ambientemos historias en situaciones parecidas estamos realmente aprovechando la experiencia. A veces la experiencia la metabolizas de otras maneras, no tienen porqué salir estrictamente historias de personajes confinados y demás. Esto nos va a afectar a todos: a la sociedad en general y a los escritores en cuanto a que somos ecos de la sociedad en la que vivimos, y que reflexionamos sobre ella desde nuestro tiempo o desde nuestra mismidad. Ahora, cómo nos afecte pues no lo sé. Si ya la literatura última se caracteriza un poco por la falta de certidumbre —yo creo que es uno de los rasgos definitorios de la literatura contemporánea— esto contribuye aún más, y quizá añadiéndole un grado de desesperanza. Porque miramos al horizonte, a los políticos que nos gobiernan, y da miedo. Y no digo en el caso concreto de España sino en general. La mediocridad de la clase política mundial es aterradora.



A veces la experiencia la metabolizas de otras maneras, no tienen porqué salir estrictamente historias de personajes confinados y demás.

P—¿Crees que puede servirnos para aprender algo? Por ejemplo, parece un momento propicio para replantearse el propio sistema de consumo que tenemos, ¿servirá para eso?

R—Yo creo que es una rueda tan gigante… sí hay mucha gente que dice que el mundo no será igual, que la gente habrá cambiado, pero, desgraciadamente, hay tantísimos intereses económicos en juego que, difícilmente, por muchos que seamos los que queramos torcer el curso de los acontecimientos, no sucederá. Mi visión es bastante pesimista. Esa pobre mirada, exclusivamente economicista, de sacar rendimientos a las cosas, es la que predomina en las clases dirigentes, las políticas económicas que mueven la rueda del mundo. Y esa rueda, desgraciadamente, proseguirá su camino destructivo por mucho que nos hayamos parado a pensar unos cuantos. Porque nos entrampan, porque luego la gente está desesperada y saldrán, pero todos sus propósitos serán abandonados en la lucha por la vida, por la supervivencia. Siento ser tan pesimista.

P—¿Para qué sirve, Marcos, la escritura o la literatura en este panorama?

R—Bueno, pese a que yo tengo un pensamiento de izquierdas, emancipador, realmente nunca he creído en la literatura como un vehículo de cambio social. Yo creo que la literatura en todo caso cambia a las personas y entonces, en la medida en que cambia individuos, puede tener un efecto indirecto sobre la sociedad. Pero la literatura para mí es como un intento de ordenarte el mundo tú individualmente, el que la escribe como escritor y el que la consume como lector, de indagar en la realidad y de tratar de explicarte el mundo de la manera menos estereotipada posible y menos simplista, apreciarlo en sus matices y complejidades, que muchas veces no nos dejan ver porque, precisamente, en esos discursos dominantes lo que interesa son las verdades que en verdad no lo son porque son simplificaciones, los maniqueísmos.

P—¿Cuál es el atractivo que tienen la familia como concepto y las relaciones familiares para ti, para que con tanta insistencia vuelvas a ellas?

R—Bueno, por un lado todos somos producto de nuestros aconteceres, de lo que nos ha marcado, del tipo de familia de la que provenimos, de los traumas que hemos tenido, de cómo ha sido nuestra infancia. Casi todos los escritores que nos interesan están permanentemente reflexionando sobre lo mismo, aunque varíen los géneros, aunque incluso varíen las temáticas. El asunto de la familia tiene dos raíces por ese lado. Es probable que por cómo fue mi vida en la infancia, por ser hijo único, por tener un padre más o menos intermitente, pues necesitaba solidificar unos lazos afectivos, sentimentales, que me daban seguridad. En ese sentido, la familia era para mí una red de amparo, ya que aunque en mi día a día no lo percibía tanto en mi cabeza el sentirme perteneciente a un ente que me superaba y que era la familia, pues me daba esa seguridad. Al mismo tiempo, por esas carencias afectivas y la relación con mi padre, era especialmente poroso a las relaciones familiares y a los pequeños matices que se desarrollan en las familias. Y por todo eso desemboqué ahí de manera natural cuando empecé a escribir. Pero luego empecé a darme cuenta de que la familia en sí misma ofrece un campo de exploración sobre la realidad privilegiado, porque, en definitiva, cualquier suceso lo puedes estudiar desde el prisma de una familia, y casi lo tienes de una manera más condensada.

P—¿De alguna forma lo que empezó siendo una búsqueda íntima se convirtió en una exploración más sociológica?

R—Sí, porque llegué a constatar que esa indagación de la realidad que a mí me interesa y que yo le exijo a la literatura, se puede producir perfectamente acotando el terreno, ciñéndolo a una familia. O sea, no hace falta que te vayas al mundo para explorar las pasiones del mundo, sus odios, sus traiciones, sus incertidumbres, te puedes quedar en el pequeño tejido de dos hermanos y un padre, ¿no? Y ahí, en esa pequeñez, te encuentras el mundo y te lo encuentras condensado. Y probablemente esa condensación es beneficiosa o a mí me lo parece, para aplicarle la lupa literaria, que al final es en lo que consiste la escritura.

P—¿El origen del mal está en la familia?

R—Ni sí ni no. El origen del mal está en nosotros, en nuestra condición. Yo creo que es una cuestión que viene incorporada con el hombre. Esto no quiere decir que todas las personas tengamos una semilla del mal, pero que vivir es tropezarte con el mal, es tenerlo muy cerca permanentemente. Y a veces, tú mismo ser su transmisor, sin darte cuenta, a través de esas pequeñas maldades, pequeñas traiciones cotidianas que cometemos con nosotros mismos y con los demás.


Vivir es tropezarte con el mal.

P—En el inicio de Mudar de piel hay una cita que dice: «Nuestra culpa tiene una utilidad, justifica muchas cosas en la vida de los otros». ¿Cuál es el potencial literario que tiene la culpa, que también es otro de los temas reincidentes en tu obra?

R—Sí, especialmente en ese libro. A mí me interesaba por lo que la culpa tiene de Pegamil, de sujeción. No hay mejor herramienta para atar a una persona a una situación insatisfactoria que provocarle una culpa mayor, que le haga atarse a esa situación insatisfactoria. Es decir, cometer unos pequeños delitos domésticos con tu propia familia, ser adúltero o adúltera en determinado momento, pues te lleva a la culpa, y a lo mejor a causa de ella puedes soportar situaciones inaceptables; porque las soportas para depurar tus «pecados». Esa trampa de la culpa siempre me ha interesado y en Mudar de piel está en muchos de los cuentos en primer plano.

P—Algo que he notado es que usas mucho la ironía pero a la larga la oscuridad de tu registro parece imponerse por encima de esa característica, como si de fondo el pulso de la escritura fuera la rabia, el dolor… ¿cuánto hay de humor en tus historias?

R—Una de las cosas más admirables para mí como lector es tropezarme con el sentido del humor de otros. Disfruto realmente mucho cuando una historia trágica de pronto puede contener esas pequeñas ráfagas de humor catalizador, que te permite ver las cosas desde otro punto de vista; el humor que te permite salirte de ti mismo, salir de la historia que estás contando y contemplarla desde otro punto de vista o introducir otros matices diferentes. Y uno de mis pequeños complejos como escritor, por decirlo de alguna manera, era que tenía la sensación de que no era muy capaz de trasplantar en mi escritura ese sentido del humor que yo creo que tengo en la vida real. Y en ese sentido sí es posible que la mayor parte de mis libros carezcan de él o que, si aparece, esté de una manera tan larvada que quizá solamente es perceptible para mí y para quienes me conocen, porque es un sentido del humor muy subterráneo. Y probablemente donde más ha aflorado o me he sentido más desinhibido a la hora de dejarlo escapar, aunque no todo lo que desearía, es en Mudar de piel. Ahí hay un par de cuentos en los que hay como una mirada juguetona, por decirlo de alguna manera.

P—¿Cuáles son las limitaciones que plantea el humor para la escritura?

R—Quizá en mí, el tener un temperamento grave. No predomina la pesadumbre pero sí soy una persona con esa pequeña inclinación. En un contexto relajado, superficial, con amigos, te puedes relajar y el humor aflora, pero la literatura siempre tiene algo artificioso, en el sentido de que es un acto que nace de la voluntad: tú tienes que esforzarte para sentarte en una mesa y escribir, no es algo que fluya naturalmente. En esas personas que conciben la literatura como una especie de chorreo mediante el que se vacían puede que sí, pero para mí no es así, porque tengo que buscar el momento que escribir. Me siento —soy siempre muy consciente de que estoy forzándome a sentarme—, enciendo el ordenador y escribo. Y en ese acto pues puede que me deje en el camino el sentido del humor. Se me caiga solo.

P—Dice Nuria, uno de tus personajes «es muy pesado hurgar en lo que no puede cambiarse, la vida es muy larga». ¿Qué define lo que no puede cambiarse?

R—Nuria es un personaje de Mudar de piel, del último cuento, «Baker y margaritas», ¿puede ser?

P—Sí, exacto. Para mí es el mejor cuento de todo el libro. Una maravilla. Aprovecho para felicitarte por él.

R—Muchas gracias, Tes, me encanta que te guste, porque es mi preferido. Tiene una mirada un poco fatalista, porque es el retrato de una persona que está en ese punto donde de pronto es consciente de que su vida probablemente no le gusta pero tampoco es capaz de cambiarla; porque ya forma parte de un puzzle muy complejo que si le alteras una de las piezas, se derrumba todo.

P—¿Y existe realmente algo que no pueda cambiarse?

R—Sí, existen muchas cosas que no pueden cambiarse. Para empezar el hecho de nacer y el hecho de morir. Pero incluso no te puedes rebelar contra el mismo hecho de haber nacido; la máxima rebeldía contra ello es el suicidio, pero eso no modifica nada, no modifica el hecho de haber nacido y haber tenido una vida, una infelicidad que te ha conducido a ese suicidio. Entonces estamos metidos en una corriente en la que te puedes rebelar o puedes hacerte insumiso pero estás en la corriente y en determinado momento la corriente puede hacer que te ahogues.

P—Te cambio de libro. Los seres felices ¿cómo surgió este título? Porque en verdad las historias que narras son todas bastante tristes…

R—Pues surgió precisamente con esa ironía. Fue probablemente mi libro que menos se ha vendido. Aunque no fue maltratado por la crítica, es mi ovejita negra; y sin embargo, es una novela que me costó mucho, en la que puse mucho de mí mismo. Quería jugar con un narrador un poco banvilliano, en el sentido de que era un personaje que no dice en todo momento la verdad, y ésta es una de las claves del libro. Porque no es que te dice «no estoy diciendo la verdad», eso sería muy fácil, decirle al lector que le estoy mintiendo ¿no?, justamente yo quería jugar con eso, despertar la suspicacia del lector respecto al discurso del narrador, la suspicacia en ese sentido, de si estaba contando toda la verdad, pero sin darle directamente la clave. Y es un título irónico porque precisamente me preguntaba, y me pregunto a través de él en la misma historia, sobre qué es la felicidad. Y, en definitiva, lo que venía un poco a concluir es que la felicidad, si la pudiéramos definir de alguna forma, es la ausencia de infelicidad. No hay más, creo.

P—¿Hay un elemento común en la chispa de tus relatos?

R—Por lo general antes de ponerme a escribir necesito tener una idea de lo que voy a escribir, incluso una estructura bastante cerrada en el caso de las novelas. Esto no quiere decir que luego salga con esa estructura, pero la necesito para meterme en la historia y para avanzar, aunque lo vaya modificando conforme voy escribiendo. Y en los relatos un poco también; aunque en algunas ocasiones, pocas, los he escrito a ciegas desde el principio. Pero todos tienen un poco de tanteo inicial —quizá por mi inseguridad congénita o por no creerme del todo a mí mismo ni a mí mismo como escritor ni en las posibilidades de mis historias— que poco a poco se va acotando y cerrando en un mundo en el que luego transcurre la historia. Y luego, me gusta que el final no te acerque a una conclusión, sino que simplemente te deposite en un peldaño superior de conocimientos sobre la experiencia que se ha narrado o sobre la historia; pero es un mero peldaño más, que te permite como echar la mirada por encima del hombro del narrador y ver de dónde viene pero nada más, asumiendo que por delante tiene un montón de escalones más que nunca podría subir completos. Me horrorizan por eso las historias con moraleja o con un mensaje muy definido al final, porque en la vida no existen de verdad las moralejas más que en las pequeñas miserias, y que lo grave, lo verdaderamente importante que nos acontece, no tiene una respuesta clara generalmente, sino que hay varias. Y mis narradores tienden siempre a llegar a ese nivel de comprensión, pero no de comprensión de lo concreto que han vivido en todos sus detalles, sino de comprensión de esa ausencia de respuestas nítidas y claras o absolutas sobre cualquier conflicto verdadero.

P—¿De qué diferencias partes para encontrar el tono de un relato y una novela? ¿Y cómo sabes a qué género va a pertenecer la historia que quieres contar?

R—Yo siempre me sirvo de narradores que no son un trasunto mío pero que, de alguna manera, comparten parte de mi experiencia vital. La mayoría de las veces me sirvo de narradores varones, y son varones de clase media que viven en ciudades que aparecen como al fondo. A veces se las nombra pero no necesariamente. Y en cualquier caso, si se la nombra, no se halla caracterizada en su especificidad. No soy en ese sentido un escritor costumbrista al que le interese retratar situaciones cotidianas o atmósferas concretas del mundo en el que vive; pero mi experiencia es la de una persona que vive en una ciudad a caballo entre el siglo 20 y el 21, que ha nacido en una clase social acomodada, y desde ese punto de vista pues me resulta más sencillo explorar el mundo, utilizando narradores que comparten un poco ese mismo background. Su tono puede ser el de narradores cultos, generalmente un poco dubitativos acerca de la realidad, que le van buscando las vueltas siempre, nada es como parece, siempre hay algo detrás que modifica el campo visual y eso aparece en mis novelas y en mis cuentos. En mis cuentos, algunos, como éste del que hablábamos, he metido como un tono más humorístico, más juguetón, pero yo creo que toda mi literatura comparte más o menos esos rasgos, de narradores muy parecidos. Insisto, no son yo necesariamente, aunque en algunos haya juegos autorreferenciales o guiños para disfrute de los conocidos, eso no es determinante de la historia en concreto.

P—¿Y la semilla de los libros?

R—Todos los libros que he escrito —la verdad es que soy tan lento que me lo puedo permitir— nacen de preocupaciones vitales y muy personales por las que atravieso en el momento concreto en el que estoy cuando los escribo. Todos mis proyectos literarios al final, si echo la vista atrás y los analizo, tienen mucho que ver con el punto de maduración en el que estaba en ese momento concreto, y con la visión, las ilusiones y los miedos que tenía en ese momento de la vida.

P—¿Podríamos decir, entonces, que tus relatos son autorreferenciales en cuanto al contexto emocional que atravesabas cuando los escribiste?

R—Sí, al fondo de las historias, al mundo alrededor del que orbitan, a las preguntas que plantean, indudablemente sí. No soy capaz de encerrarme y decir: «Bueno, voy a escribir una novela sobre, no sé, cualquier cosa que no tenga nada que ver conmigo, sobre los amoríos de la sociedad ilustrada en Francia»; necesito realmente coger el tema epidérmicamente, tenerlo metido dentro de mí completamente. Y sí, en ese sentido me sirvo de paisajes conocidos, algunos vividos, otros leídos, otros vistos en películas o que me los han contado, personas, conflictos, pero siempre de un entorno conocido. Porque al fin y al cabo yo creo que la literatura desde siempre ha tratado los mismos temas, es decir, no hay nada nuevo en este mundo de la literatura nunca jamás en cuanto a la temática. Los grandes temas y los que nos preocupan son siempre exactamente los mismos, por eso la vigencia de los clásicos; lo único que cambia es el punto desde el que los escritores contemplan, juzgan o ven esos grandes temas, es decir, la contemporaneidad del escritor y del propio tema. Entonces, en ese sentido, a mí me es más fácil, más cómodo, meterme en mi propia piel o en una piel conocida, que siempre será la de una persona que ha nacido en un país occidental, en una clase acomodada, en una ciudad, etcétera. Pero siempre buscando la universalidad, por eso no aparece esa concreción del territorio, porque aspiro a que las historias que cuento sean universales, en el sentido de que puedan ser entendidas exactamente igual en Buenos Aires o Helsinki que en Madrid, y que, al fin y al cabo, traten sobre conflictos que yo sitúo en el tiempo de hoy pero que podrían suceder perfectamente hace cuatro siglos o doce.


Aspiro a que las historias que cuento sean universales, en el sentido de que puedan ser entendidas exactamente igual en Buenos Aires o Helsinki que en Madrid.

P—¿Por qué te parece más apropiado narrar desde un lugar que hayas experimentado o que puedas entender desde tu piel como decías, en lugar de fantasear sobre cómo podría haber vivido un personaje en otra época?

R—Por una parte hay esa comodidad, de que ya tienes el traje y te lo pones, y eso te facilita mucho las cosas, te introduce más directamente en el asunto. Ya casi sólo tienes que encontrar el tono. Pero también porque la literatura es un acto comunicativo y aunque yo no piense en un lector concreto cuando estoy escribiendo, aspiro a hallar un lector que reconozca las cosas sobre las que estoy escribiendo, esas claves que hay allí metidas, esas preocupaciones, esos enigmas. Y en tanto que es un acto comunicativo, creo que allano un poco más el terreno de la comunicación y la facilito mucho más si no aludo a cosas demasiado concretas, si desaparecen los nombres propios y en vez de hablar de Marisa hablo de mi madre, si en vez de hablar de Madrid y de describir calles muy concretas de Madrid no aparecen esos datos concretos. Entiendo que eso separa, sino a todos los lectores, a muchos de ellos, porque de pronto les hace perder el ritmo de la narración y el ritmo de la lectura. Y como las historias que escribo no se apoyan en la especificidad del barrio donde transcurren o de ese tipo de cosas más de carácter costumbrista, como decía antes, pues tiendo a intentar prescindir de ellos siempre que sea posible. A veces no puedo evitarlo y tengo que mencionar el nombre de la ciudad y entonces lo elijo un poco aleatoriamente.

Entrevista a Marcos Giralt Torrente
P—Te quería preguntar también por tu libro Tiempo de vida y sobre su composición; no tanto desde lo personal sino desde el punto de vista literario, cómo fue su desarrollo, cómo lo planteaste desde lo técnico, siendo que era un tema tan personal.

R—Es el libro no que más seguro he escrito pero sí que más seguro he empezado o he encarado, sabiendo que tenía que hacerlo. Pero no porque necesitara depurar la experiencia que cuento en el libro, porque estaba ya depurada. El libro cuenta el reencuentro de un padre con un hijo y la superación en común de los traumas o conflictos que han tenido a lo largo de la vida, pero es la narración de esa superación en el terreno de la vida no es la superación en el momento de la escritura. Muchos libros similares acerca del duelo son en sí mismos una depuración de la experiencia, es decir, se empiezan a escribir porque la experiencia no ha supurado lo suficiente y no está curada, y la escritura es en sí misma una terapia de la experiencia. En ese sentido, Tiempo de vida lo empecé cuando la historia ya estaba terminada, ya estaba concluida, no había nada abierto, nada doloroso más allá de la pérdida. Y fue la narración de esa historia porque me parecía que era bonita en sí misma, ese reencuentro entre un padre y un hijo. Pero lo hice también desde un inevitable pudor porque entonces en la literatura en español no había tantos casos parecidos, de libros de ese género; en otras culturas, en la literatura inglesa, pues sí, pero en España había algunos ejemplos pero no tantos, y por eso también tuve la necesidad de convencerme a mí mismo de que lo podía hacer. ¿Y cómo me convencí a mí mismo? Pues leyendo y releyendo libros parecidos. Por eso el libro tiene la trama primordial que es la del Padre y el Hijo pero también está la subtrama de cómo se escribe el libro. Y ese mismo pudor me llevó a tomar algunas decisiones técnicas importantes, que las hice por simple pudor, pero que yo creo que han beneficiado al libro. Me parecía muy descarado escribir sobre mí mismo, como para encima hacerlo en seiscientas o en ochocientas páginas, entonces me marqué un límite de doscientas páginas y me dije que el manuscrito no podía superarlas, porque sino ya habría sido directamente impúdico. Y una vez que decidí esto encaré el cómo contarlo. Tenía por un lado mi vida desde mi nacimiento más o menos hasta la enfermedad de mi padre y de la enfermedad de mi Padre hasta su muerte; entonces el libro tiene cien páginas que abarcan 37 años, y las segundas cien páginas que narran los 3 años de enfermedad. Y el narrar en cien páginas 3 años y en la misma cantidad 37 te lleva a que, inevitablemente, la manera de contar varíe. Entonces, las primeras páginas del libro son casi como un aliento, de contagiar a la escritura de esa sensación de paso del tiempo, y por eso tiende a ser muy rítmica, porque me interesaba impregnarla de la fluidez de la vida. Al final, los sucesos que aparecen son intercambiables, podría haber quitado cualquiera de ellos y haber introducido otros, porque lo importante era esa cadencia casi musical y repetitiva de lo que es el vivir, partiendo por supuesto del conflicto entre ese padre y su hijo que se va acotando con la cabalgada del tiempo. En las últimas cien páginas, las segundas, la narración se contrae, se adensa porque el espacio se agranda, ya de pronto no son 37 años sino sólo 3, entonces aparecen mucho más los matices de la enfermedad, etcétera. Y luego, tenía el problema del punto de vista, es decir, yo partía de la certeza de que estaba contando mi verdad sin ocultar nada pero desde el convencimiento de que era mi verdad y asumiendo por supuesto que si mi padre de donde estuviese pudiese contar en un libro similar los mismos hechos pues serían indudablemente distintos; lo cual no quiere decir que tengamos que comparar cuál es más verdadero, ambos lo serían, pero serían distintos. Y quería separar en el libro lo que eran juicios sobre los acontecimientos de los acontecimientos en sí. Y sobre esa estructura se sobrepone una alternancia en la que a un capítulo más narrativo en el que solamente se habla de hechos —no hay capítulos sino segmentos de narración— le sucede siempre otro segmento más reflexivo; y esa alternancia se va respetando a lo largo de todo el libro para separar el juicio del acontecimiento.

P—Como bien lo comentas, cuando publicaste este libro no existía aquí en España una poética del duelo como sí la hay en la actualidad, ¿cómo fue el recibimiento de la crítica?

R—Bueno, el libro tuvo una buena acogida, en términos generales, aunque también salió en un momento parecido a éste, cuando la anterior crisis, el mismo día en el que Zapatero bajaba el sueldo a los funcionarios. Entonces fue como una travesía en el desierto. Yo creo que la repercusión habría sido mayor de no haber coincidido con esa crisis.

P—¡Qué mala suerte también!

R—Sí, total. Respecto a la crítica, noté que había desconcertado un poco a algunos. A mí también me había pasado que aunque sabía el libro que quería hacer necesitaba el amparo de una tradición que no había en España, y necesitaba buscarla y meterla en el propio libro, por mí mismo pero también por el lector, para decirle que no estoy haciendo nada raro, o sea, me amparan todos estos otros libros. Por otro lado, cuando mi padre enfermó prácticamente abandoné mi vida y me dediqué a cuidarlo, cosa que preocupó extraordinariamente a mi entorno, porque me vieron como muy volcado pero muchas veces muy extenuado. Y cuando todo terminó todos querían que volviese a escribir pronto, porque interpretaban que en el momento en que yo me pusiera escribir significaba que ya había dejado atrás ese asunto. Y cuando por fin me puse a escribir y me empezaron a preguntar «¿y qué estás escribiendo?» y yo les decía «pues, estoy escribiendo un libro sobre mi padre», noté que se les demudaba la cara, de preocupación, por pensar que no había salido del asunto. Y por eso esos libros también aparecen ahí para demostrarme a mí mismo que no era una locura, pero también de alguna forma para demostrárselo a este hipotético lector con el que luego me tropecé cuando el libro salió. Y es que, efectivamente, muchos críticos noté que no tenían rudimentos desde dónde juzgar, no tenían lecturas que les permitieran interpretar qué es lo que estaba haciendo. De hecho hubo algunos que se lo tomaron como de ficción pura e incluso otros que me condenaron moralmente. Pero bueno, en términos generales, la mayor parte de las críticas fueron buenas. Por otro lado es un libro que me ha provocado muchas satisfacciones porque es un libro que ha sido muy leído, aunque a lo mejor se habría leído más si hubiera salido en otro momento. Pero ha sido más bien el entusiasmo de los lectores comunes, de lo que se reflejó en los blogs, en los foros, en los clubes de lectura, por parte de otros escritores, realmente tuvo mucha repercusión en este tipo de lector al que de forma natural aspiras, que es por un lado el lector al que respetas porque es un escritor. Pero sí, estoy contento con la suerte de ese libro.

P—También, y esto es algo que dijiste hace un rato, y corrígeme si me equivoco, es un libro que no trata exactamente el duelo sino que narra ese encuentro entre el padre y un hijo después de mucho tiempo de idas y vueltas, y cómo tratan de hacer un balance sobre la vida y la relación. Quiero decir que se nota una cierta distancia respecto a la enfermedad y la muerte; no es un libro escrito desde las entrañas del duelo.

R—Sí, efectivamente, es así. El duelo apenas aparece. Algunas lecturas fueron cómo de qué dolor. Efectivamente, el libro tiene mucho dolor. Hay alguna página donde describo por ejemplo la muerte de mi padre que todavía cuando me piden que la lea en público se me caen las lágrimas, o sea que indudablemente contiene mucho dolor. Pero para mí siempre primó la sensación de que era también un libro muy luminoso, precisamente por eso que dices que no prima tanto el duelo, no es un libro sobre el duelo. O sea, es un libro que nace de un duelo pero cuando el duelo ya está superado. Lo que cuenta es la luminosidad del reencuentro, entre dos personas que han pasado demasiado tiempo separadas y que se reencuentran en el momento más difícil para ambos y que, sin embargo, a pesar de esa dificultad son capaces ambos dos de curar sus heridas desde la renuncia de los dos, porque los dos, tanto el narrador que soy yo como el padre, renuncian a algo de sí mismos para poder reencontrarse. Y en ese sentido yo siempre pensé que era un libro en el que habiendo mucho dolor primaba sin embargo lo luminoso, o quería pensarlo así.

P—¿Y no te parece que es uno de tus libros más luminosos? Hasta en el final lo vemos; porque cuando termina parece como si la vida se reiniciará y nos deja como un hueco de esperanza.

R—Sí, por eso te decía que todos los libros que escribo tienen mucho que ver con el momento vital por el que atravieso. Y éste, evidentemente, más que ninguno porque es completamente autobiográfico, mientras que otros lo son parcialmente, lo es en su plenitud. Pero sí, ese libro tiene que ver con la superación del duelo pero también con ese hecho al que aludes, con la llegada del hijo, y esa esperanza como de comenzar de nuevo. Ahora digamos que estoy en un momento vital en el que me da miedo el mundo que le voy a dejar a mi hijo.


Es un libro que nace de un duelo pero cuando el duelo ya está superado.

P—Lo tienes bastante complicado entonces. Y hablando de paternidad, te quería preguntar de qué manera te ha afectado la paternidad no sólo a la hora de pensar sino también de escribir y sobre todo en el ritmo de tu escritura, que creo que un poco me lo comentabas al principio.

R—Totalmente. Por esa relación que tengo con la escritura, en cuanto a que es un acto de la voluntad en el que tienes que parar el mundo para sentarte a escribir, siempre ha exigido un esfuerzo para mí, por la gravedad de la que me invisto siempre y además, porque soy muy lento, soy horrorosamente lento, y reescribo y vuelvo a reescribir. Pero antes disponía de todo el tiempo del mundo. Es que yo necesito vivir en los libros que estoy escribiendo. Me costaba mucho ser Vargas Llosa, ¿sabes?: levantarme, hacer footing, sentarme a las diez y terminar todos los días a las dos; y luego olvidarme y al día siguiente otra vez lo mismo, y demás. No he sido nunca capaz de hacer una pausa, por eso yo antes o escribía o no escribía. Pero cuando lo hacía, escribía las veinticuatro horas del día. Habitaba el libro desde sus entrañas y me supuraba por todos los poros del cuerpo. Y esa era mi manera de escribir. Pero desde que fui padre eso es imposible. Primero, porque el tiempo en el que no estuvo escolarizado el niño lo tenía las 24hs conmigo; luego, cuando empezó a ir al colegio, porque tuve que acostumbrarme a que mi único momento para escribir era cuando él estaba en el colegio. Y eso me resultó muy muy complicado. Toda mi cotidianidad se alteró porque tuve que convertirme en lo que nunca había sido que era una oficinista de la escritura; o sea, el tiempo de oficina era el tiempo de colegio de mi hijo. Y tuve que aprender a escribir de nuevo de alguna forma. Pero lo he vivido desde la convicción de que, después de todo, en términos absolutos, no era una pérdida. Siempre me ha repateado profundamente esa imagen del escritor a lo Thomas Mann, que casi que ordena que el mundo se pare para que él escriba, que tiene un entorno domesticado donde él reina y gobierna porque es el ser extraordinario dotado de un talento que tiene que volcar y todo el mundo a su alrededor tiene que respetar, porque es algo muy importante, y así somete a su familia. De esos hay miles en la literatura. Por supuesto los hubo en otras generaciones, mi abuelo mismo era uno de ellos: los niños teníamos que guardar silencio absoluto cuando él estaba en su estudio trabajando. Pero es que hoy en día, en nuestra generación, pese a que se supone que las cosas deberían haber avanzado un poco, hay demasiada gente convencida de su propia genialidad y que somete a su familia. Y es un comportamiento bastante más masculino. Parten del convencimiento de que el mundo debería pararse porque ellos estén ahí sentados escribiendo. Y para mí no es así. Yo fui padre porque quise serlo y sigo siendo felizmente padre. Y si me apuras, prefiero ser un buen padre antes que un buen escritor. Estoy en el camino de intentar conciliarlo, aunque sea a base de no dormir, de cambiar de rutinas, pero si tengo que elegir prefiero ser un buen padre antes que ser un buen escritor. Cosa que lamentablemente no se puede decir de la mayoría de esos escritores de los que te hablo y que por eso pienso que en sí mismos son monstruosos. Porque no hay conflicto, no hay disyuntiva.

P—Y el hecho de tener que modificar tu relación no sólo con la escritura sino también con la lectura ¿te ha servido para sacar algo provechoso?

R—Bueno, no sé si algo provechoso. O sea antes por ejemplo tenía mucho más tiempo para leer también lo cual me llevaba muchas veces a leer cosas a lo mejor innecesarias. A picotear más, a estar más al tanto de novedades y ahora mi lectura por un lado se ha empobrecido porque voy más a lo seguro. Como tengo menos tiempo, intento atinar más y me permito menos investigaciones; en ese sentido he ganado, porque acierto más, pero quizá he perdido ese punto de mayor curiosidad o de llevarte una sorpresa repentina.


P—¿Y estás escribiendo algo en este momento?

R—Sí, tengo un libro. Me demoré tanto entre El final del amor y Mudar de piel porque cuando estaba escribiendo Tiempo de vida tenía como la sensación de que ese libro podría provocar la parálisis posterior. El miedo a no ser capaz de encarar un reto similar o superarlo. Siempre cuando escribes intentas ir un paso más allá del anterior. Y entonces tenía miedo de que Tiempo de vida no me permitiera superarme. Entonces escribí muy rápidamente, creo que es el libro que he tardado menos en escribir, para conjurar este miedo, El final del amor, pero lo escribí tan deprisa que no me ayudó a conjurarlo. Realmente, lo que sucedió es que la gente después de El final del amor seguía pensando que mi último libro era Tiempo de vida, y yo mismo no supe escaparme de él aunque fui capaz de escribir un libro posterior. Y también porque mucha gente, muchos amigos con toda la buena intención del mundo, después de Tiempo de vida se sentían muy concernidos y autorizados a decirme qué es lo que tenía que escribir después. Y entonces me decían «ahora tienes que escribir algo que no tenga nada que ver con Tiempo de vida; tienes que escribir una novela, que sea pura ficción y además que el narrador sea en tercera persona y que transcurra en otro tiempo» como para alejarme de eso; y por el contrario había otros que decían que tenía que incidir ahí. Y hablaba con uno y me convencía, luego me iba a otro que me decía lo contrario y me convencía también; o sea, estaba un poco aturdido y atontado y así estuve, empezando varios libros que abandoné. Comencé una novela, que abandoné con ochenta páginas y que efectivamente no tenía nada que ver conmigo, pero nada nada. O sea, tan poco tenía que ver conmigo que no tenía el más mínimo aliciente para escribirla. Y bueno, pues en los últimos años me vi escribiendo dos libros a la vez que uno es Mudar de piel y el otro es un libro que tengo bastante avanzado. Un libro autobiográfico, una Memoir por decirlo de alguna manera, a pesar de que yo en él no soy personaje. Es una especie como de historia de mi familia materna, un poco para explicarme por qué somos básicamente como somos; por qué viniendo de un escritor, con un mundo sólido a su alrededor, qué tuvo éxito, que pudo llevar a sus hijos a la universidad, etc., cómo al final salieron todos tan disfuncionales y cómo yo mismo, de alguna forma, acarreo esa especie de nociva herencia. Y bueno, investigar en esa anomalía. Todas las familias contienen anomalías y todas parten de ellas. Así que estoy escribiendo esta historia, pero se me alarga mucho en el tiempo, porque más o menos desde Navidad que no escribo. O sea, estoy muy cerca del final pero es un libro hecho de textos autónomos que tienen sentido en sí mismos y que se pueden leer, pero que juntos suman y cuentan una historia, que es la historia de esa familia. Me faltan dos de esas piezas; espero no prolongarme demasiado. De todas formas no es casual que me falten esas dos piezas porque de alguna forma es como si no estuviesen terminadas, no me refiero al texto sino a la historia que quiero contar, o sea que estoy esperando a que la vida avance para poder incluirla en los textos.


Siempre cuando escribes intentas ir un paso más allá del anterior.

4 Comentarios

  1. ¡Qué maravilla y qué necesidad de leer a este autor!
    Gracias, Tes. Una charla fantástica

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    1. ¡Me alegra un montón saber que te ha gustado, Vero! Y espero que leas a Marcos porque es un gran escritor. Muchas gracias por pasarte. Abrazote. :)

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  2. ¡Muy interesante! Gracias por la entrevista. ¡Un saludo! ¡Nos leemos!

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    1. ¡Muchas gracias a ti por tu lectura y mucha suerte con tu nuevo blog! Abrazo gigante. :)

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