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Amelia Pérez de Villar // FOTO: Juan Fajardo |
Una de las habilidades más asombrosas de Amelia Pérez de Villar es que es capaz de extraerle el jugo a las cosas pequeñas de la vida ofreciendo reflexiones poéticas y hondas. Su libro más reciente Domus aurea (Fórcola), propone un viaje fascinante de una perspectiva bifocal: un estudio de nuestra relación con las casas por un lado y un viaje a través de la relación que estos edificios han ido adoptando en la historia de la literatura. Las casas, el sitio más seguro y el más peligroso. Conversamos con la autora acerca de esta obsesión que ha sabido plasmar de forma tan rotunda. Y aquí puedes leer la reseña que publicamos sobre esta obra magistral.
Un estudio de nuestra relación con las casas a través de la historia de la literatura
P—«El tiempo es nuestra carne». Escoges estas palabras de Roberto Peregalli para iniciar tu libro Domus aurea. Me gustaría empezar preguntándote por los vínculos semánticos entre el cuerpo y la casa.
R—El cuerpo encierra el alma, para quien quiera creerlo. Encierra y contiene la vida, es la carcasa que nos permite existir. La casa es el cuerpo del cuerpo, lo que nos relaciona con nosotros mismos, con las personas más allegadas a nosotros, y representa en primer término nuestra forma de estar en el mundo como individuos y de relacionarnos con él, como animales sociales. No de forma tan inmediata como el vestido, por ejemplo, porque la casa es el ámbito más cercano a nosotros, y también el más íntimo. Si el vestido es nuestra carta de presentación cara a la galería, una afirmación de nosotros mismos y casi una declaración de intenciones, la forma en que nos mostramos a nosotros, la casa es un reducto donde los otros solo pueden entrar si nosotros queremos, salvo que violenten, que allanen, ese espacio íntimo y privado.
P—La casa es epitoma, dices, de protección y seguridad, hasta que aparece la traición y el miedo. ¿Cuál es el origen de tu fascinación por este tema y por afrontarlo desde esa dicotomía?
R—El tema de la casa siempre me ha fascinado. Vengo de una familia de albañiles y me he criado recorriendo casas en construcción, una fase maravillosa del proceso porque te permite imaginar cómo será todo, o cómo podría ser, cuando todavía no hay apenas nada: cuatro paredes y, con suerte, el tejado. Ver cómo va tomando forma, semana tras semana, lo que hasta hace un momento era un solar es como ser espectador de una intrahistoria muy hermosa. Las casas que construía mi abuelo eran encargos, no promociones suyas, con lo que él iba poniendo en cada lugar lo que le habían pedido que pusiera. Pero si tienes seis o siete años y mucha imaginación eso se puede convertir en cualquier cosa. Sin embargo, el impulso de afrontarlo, como tú dices, desde la dicotomía entre protección y seguridad es mucho más reciente. Hace unos años Cristina Pineda, editora de Tres Hermanas, me invitó a hablar en una conferencia sobre Cumbres borrascosas, que yo había traducido para su editorial. Esta novela es la primera de la historia donde la casa es un personaje más, con un carácter propio y una carga narrativa arrolladora. Mi plan era hablar de eso, pero mientras preparaba mi intervención me iba dando cuenta de que en todas las casas de la literatura y el cine esa dualidad desempeña un papel importantísimo. Creo que no me gustan las películas de miedo por esa razón, porque despojan a la casa de la condición de inexpugnable que goza la nuestra para cada uno de nosotros. Pero no puede ser más cierto: la casa es refugio, pero también cárcel. Y por desgracia el Mal puede encontrarse agazapado en su interior, a pocos pasos de nosotros y de la forma más insospechada.
La casa es el cuerpo del cuerpo
P—De fondo nos encontramos con un fabuloso homenaje a la literatura. Este canon propio que nos propones en torno a la literatura ¿qué parámetros persigue?
R—Persigue encontrar un hilo conductor, una especie de cordada de alpinistas para hacer un recorrido por las casas que todos conocemos. Claro que reflexiono. Claro que cito a Heidegger, pero sin estas casas en las que toda la humanidad ha entrado no es fácil contextualizar mi tesis. Todas esas casas me han ayudado mucho, me han permitido explicar lo que pienso y siento sobre el hábitat, que seguramente es lo que piensa y siente tanta gente. Y entonces es cuando se obra el milagro: ¿Quién no ha entrado con Rebecca en Manderley? ¿Quién no ha deseado llegar a Tara tanto como Escarlata O’Hara tras ayudar en el hospital de guerra y asistir al parto de Melania Wilkes? ¿Quién no ha deseado ser invitado a las fiestas que daba Gatsby en el jardín de su mansión?
P—Encontramos la dicotomía en la mirada: pasamos de El jardín secreto al páramo amenazador, en ambos paisajes hay dulzura, pero también en ambos una sombra persistente nos ahoga.
R—El jardín es muchas veces la antesala de la casa, lo que nos hace desearla pero también nos impulsa a retardar el momento. Están estrechamente vinculados y, por tanto, como sucede en la casa, los sentimientos que inspira también son ambivalentes. Del mismo modo, la mejor de las casas, la más excelsa de las mansiones, no es garantía de nada: no sirve para conquistar el amor, ni asegura la pervivencia de ese patrimonio en la familia, generación tras generación. La vida cambia y también el destino de las cosas, no solo el de la gente. El jardín más cuidado puede tener un trasfondo tan amenazador como el páramo, mientras el páramo puede revelarse espacio para la huida, reducto de libertad y, por tanto, de plenitud.
P—Siguiendo con esa idea, la casa aquí es un espacio de significado fluctuante: de refugio a cárcel, de escenario de la infancia a ruina. ¿Cómo dialogan estos cambios con nuestra memoria y nuestra identidad?
R—Creo que Heráclito lo contó mucho mejor de lo que yo pueda contarlo. El devenir del tiempo y de la historia no está en nuestras manos. Lo único que nos queda es adaptarnos, surfear en los vaivenes del mundo lo mejor que podamos. No siempre es posible. Creo que perder una casa, o no poder conservar la que tienes, genera un dolor extraordinario para el que no hay duelo, porque muchas veces las casas que uno pierde acaban en manos ajenas y siguen estando ahí, fuera de nuestro alcance; pero en otras ocasiones perecen víctimas del derribo o de alguna desgracia imponderable: una fuerza de la naturaleza, una guerra… Lo normal es acabar superando esta pérdida aunque a veces nos dejemos llevar por la nostalgia, mientras en otras ocasiones nos pasamos la vida buscando el modo de reproducir la casa que perdimos, si no es posible recuperarla. En fin, me corrijo: nunca es posible recuperarla, incluso en el caso hipotético de que la recuperásemos físicamente. Ya no sería la misma.
P—¿Lo extraño y lo familiar están tocándose todo el tiempo?
R—Todo el tiempo, sin duda. Son anverso y reverso de la misma moneda, porque cada uno es la ausencia del otro. Ambos entran en la casa porque el otro no está, no ha entrado, o ya ha salido.
P—Hablas de la casa como un espacio que nos precede y nos sobrevive. En este sentido, ¿crees que habitamos realmente las casas o más bien ellas nos habitan a nosotros?
R—Creo que es una relación bidireccional, biunívoca. Nosotros habitamos las casas, pero también ellas nos habitan. Las casas viven en nosotros eternamente: cuando ya no vivimos en ellas, cuando ya no son nuestras, cuando ya no existen porque han sido reformadas, derribadas, arrasadas. Las casas que fueron nuestras porque en otro tiempo las habitamos siguen viviendo en nosotros, siguen habitándonos. Incluso aunque no haya habido tiempo para establecer una relación emocional con ellas, aunque –supuestamente-- no exista un vínculo afectivo. Digo “supuestamente” porque todas las casas en las que hemos vivido han dejado un poso que sigue en nosotros para siempre y nos condiciona, influye en nosotros a la hora de elegir o soñar la que queremos que sea nuestra casa. Eso tan manido de “nuestra casa ideal” que, a fin de cuentas, configuran todas las casas que hemos conocido, con sus buenos y malos recuerdos, porque de esa manera podemos concebirla añadiendo lo que perseguimos, lo que deseamos, y desechando aquello que nos repele.
Las casas que fueron nuestras porque en otro tiempo las habitamos siguen viviendo en nosotros
P—La casa es un territorio también de intimidad femenina. ¿Qué importancia ha tenido en el desarrollo de libertades y en la asentación del feminismo?
R—La casa puede ser el espacio real que designa esa magnífica metáfora de Virginia Woolf de la habitación propia. Naturalmente, aunque la casa es un bien que históricamente aportaba o facilitaba el marido, el hogar ha sido, tradicionalmente, territorio de la mujer. Al abrigo de la lumbre, de la cocina, de la costura o de los cuidados, las mujeres podían establecer unas relaciones con otras mujeres que estaban a la altura de las que los hombres establecían en el trabajo (en la mina, en la fábrica, en el campo) o en la taberna. Las confesiones y las confidencias, la guía de las más jóvenes, el desarrollo de actividades que en otro tiempo fueron las únicas que podían desempeñar, según la clase social a la que pertenecieran, se daban en el hogar, en la casa. Claro que era su territorio, porque hasta cierto momento de la historia no tuvieron acceso a otro. Otro aspecto más de su historia en el que la mujer ha tenido que arar con los bueyes que tenía, apañárselas con lo que hubiera. No puedo evitar recordar aquí a las mujeres de los mineros de D.H. Lawrence, que tiene algunos relatos fantásticos donde las mujeres comparten opiniones y pareceres sobre la relación con sus maridos o enamorados. Pero también está la cara oculta / oscura de la luna: la casa era territorio de la mujer y sus comadres hasta que el marido llegaba borracho o herido de la mina. El margen de disfrute, incluso de las cosas más pequeñas, era muy estrecho en las clases más bajas.
P—¿Alguna de estas casas literarias ocupa tu deseo, tus sueños o pesadillas?
R—Mi deseo, la casa de la película Un hombre soltero; mis sueños están plagados de casas, pero se repite una: la casa donde vivía mi tía, la única tía que me queda (99 años), cuando yo era pequeña. Está extrañamente mezclada con la casa donde vivo ahora, que en ese sueño tiene un salón enorme que ha quedado sin reformar (reforma que, por cierto, nunca logro acometer) atestado de muebles antiguos, con una luz dorada que atraviesa el polvo que flota y un balcón que da al jardín. Nada de esto forma parte de mi casa de verdad. Mis pesadillas siempre tienen que ver con la pérdida o la destrucción, y con más frecuencia de la que quisiera, con el fuego.
Mis pesadillas siempre tienen que ver con la pérdida o la destrucción
P—Me ha gustado mucho ese capítulo en el que pones al desván como símbolo de la primera memoria. «El lugar que habita, en la planta alta de la casa, es el símbolo de la niñez y la inocencia», escribes. Me gustaría que desarrollaras esta idea.
R—Dos libros estuvieron en mi memoria mientras escribía este capítulo: Mujercitas, con sus juegos y sus disfraces, y Este domingo, de José Donoso, que describe la impresionante casa de los abuelos, con el inevitable ático lleno de trastos antiguos donde los niños, que pasan allí los fines de semana para que los padres puedan hacer vida social, suben a jugar y disfrazarse. Cuando a uno le queda muy bien el disfraz dicen que está “muy uecks”. Esa palabreja es una obra de arquitectura literaria. Cuando acaba la niñez, cuando pasa la vida y transcurre el tiempo, volver al desván es la forma de volver a la niñez, recuperar recuerdos, encontrar cosas que creíamos perdidas. Otro asunto que da mucho juego narrativo.
P—En la historia de la arquitectura, las casas han reflejado el orden social y las aspiraciones de cada época. ¿Podemos decir lo mismo de las casas en la literatura?
R—A mi modo de ver, sin duda. Una casa siempre da mucho juego en cualquier historia, y si en la vida sucede, en la literatura sucede también.
P—¿Qué paralelismo te sugiere la relación de los arquitectos con sus casas y la de los escritores con su obra?
R—Para ambos se trata de algo que construyen, que materializan según han imaginado. Las dos son actividades creativas, y las dos crean a partir de cero. Cierto que se mueven en entornos muy distintos y que quizá la literatura no tenga una función utilitaria estrictamente hablando, pero para un arquitecto su casa, como para un escritor su libro, son su criatura, carne de su carne.
P—Hay una nostalgia en Domus aurea, un deseo de recuperar una idea de hogar que parece imposible de fijar. ¿Crees que en la literatura contemporánea la casa ha dejado de ser refugio para convertirse en un lugar de exilio?
R—Es una tentación incuestionable que así sea, dada la problemática actual de la vivienda y la nueva tendencia al nomadismo que seguramente viene impuesta, en parte, precisamente por ella. Estamos en un mundo líquido en todos los órdenes, y mucha gente prefiere fluir con la vida y con los tiempos en lugar de echar raíces, que es una opción más exigente y, tal como están las cosas, más cara. Pero también hay un cambio de mentalidad muy sano, la voluntad de no atarse a nada material es una opción menos comprometida y libera de ciertas cadenas, lo cual no representa que sea fácil o que no acarree otro coste, otro peaje. Todo esto sin duda se traslada a la creación contemporánea. Pero hay un libro muy reciente, del italiano Andrea Bajani, que se titula El libro de las casas, en la que el narrador recorre su biografía a través de las casas en las que ha vivido: no solo habla de sus vivencias personales, también de las cosas que sucedieron en el mundo y más concretamente en Italia durante esos años. Conocemos su niñez, su adolescencia, su paso a la edad adulta y sus relaciones de pareja a través de las casas por las que ha transitado, y el recorrido no solo es fascinante y enriquecedor: tiene también un componente filosófico, como sus reflexiones sobre la vida de una tortuga o el modo en que sabe si puede o no visitar a su amante. Es un autor relativamente joven, pero lo suficientemente vivido para recordar, por ejemplo, la muerte de Pasolini o el secuestro de Aldo Moro, la explosión inmobiliaria de los años sesenta y setenta, la irrupción de la televisión… Hay nostalgia en la novela, pero no una nostalgia asfixiante de esa que nos atenaza en el presente o, en el peor de los casos, en el pasado. Es una nostalgia que nos permite vernos como resultado de todas las cosas que nos han sucedido… muchas de ellas, también en casa.
Estamos en un mundo líquido en todos los órdenes, y mucha gente prefiere fluir con la vida y con los tiempos en lugar de echar raíces
P—No te dejas fuera el lugar de las casas en la literatura moderna, aunque el símbolo ahora es otro, se ha trastocado. ¿De qué manera se transforma esa relación cuanto más autonomía adquiere el hogar?
R—Mi percepción seguramente será errónea, porque muchas veces me cuesta ponerme en la piel de la gente que tiene ahora veinte o treinta años, pero creo que el afán, el deseo, la ilusión de tener una casa (de tener, no de poseer, en muchos casos), siguen estando presentes. Sin embargo, es fácil sucumbir a la forma de pensar de tantos, hoy en día, donde la casa es sobre todo un activo económico, un valor inmobiliario.
P—La literatura está llena de casas que terminan siendo personajes en sí mismas, como Manderley en Rebeca o la casa Usher de Poe. ¿Qué elementos convierten una casa en un personaje literario?
R—Sucede cuando su presencia es constante y marcada, cuando su peso en la trama es tal que sería imposible concebir la historia si no existiera, si no estuviera ahí. En Rebecca, El gran Gatsby, Ciudadano Kane… En Cumbres borrascosas, naturalmente. La historia no sería la misma sin la casa. En otras obras la casa tiene peso, tiene importancia y cierto protagonismo (como Tara en Lo que el viento se llevó) o alcanza la categoría de símbolo, como en Psicosis, pero no es la estrella de la obra.
P—¿Hubo alguna lectura que haya funcionado como disparadora de este ensayo?
R—No. Después de aquella conferencia sobre Cumbres borrascosas la idea se quedó cociendo en mi cabeza y fue tomando forma a lo largo de cinco años, hasta que pude sentarme a escribir. Pero mientras “cocía” y tomaba notas de las casas literarias que ya conocía (algunas recientes, otras que tuve que releer) fui descubriendo otros libros donde la casa era protagonista o actor secundario. Uno de mis favoritos fue la Historia de San Michele, de Axel Munthe, sobre un médico sueco que descubre “su lugar en el mundo” en la escarpada orografía de Capri y decide reformar con sus propias manos un antiguo complejo de edificios que es, en sí mismo, la radiografía de un yacimiento arqueológico con todas sus capas. El esfuerzo denodado que hace ese hombre por culminar la construcción y la fe inquebrantable que le acompaña en el proceso convierten el libro en una aventura de la construcción en toda regla.
P—Después de haber escrito Domus aurea, ¿ha cambiado tu manera de mirar las casas, tanto en la literatura como en la vida?
R—Tal vez me he vuelto más pesada con el asunto… Y mira que ya lo era antes. No soy capaz de ver una casa como un bloque inerte: siempre acabo yéndome por los cerros de Úbeda, imaginando vidas o recolocando piedras, como cuando pasaba las mañanas de los sábados en las obras de mi abuelo. No tengo remedio.
P—Si tuvieras que imaginar la casa perfecta para habitar en la literatura, ¿cómo sería?
R—Sin duda, la de Un hombre soltero.
P—¿Hacia dónde mira ahora tu obsesión en la escritura? ¿En qué estás trabajando?
R—He vuelto a mi primera novela, que está sin terminar. Se publicó en primer lugar la última que escribí, y siguió la primera. Pero esta se quedó a medias, y siempre me tira de la manga. No sé cómo acabará la historia, porque mi tozudez me ha provocado, seguramente, más sinsabores que alegrías, pero el plan sigue siendo acabarla, a ver si ahora lo logro por fin.
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DOMUS AUREA. AMELIA PÉREZ DE VILLAR. FÓRCOLA EDICIONES. 2024 |
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