Tres escritoras afligidas. Dolencias mentales y literatura

Sexton, Agustini y Woolf. Dolor y escritura.


¿Qué relación existe entre literatura y padecimientos mentales? Sin duda es una pregunta que muchos se han hecho antes que yo. Existen, de hecho, numerosos estudios que intentan responder a esta inquietud, y que han arrojado luz sobre la perspectiva emocional de la escritura, colaborando también con la visibilidad de las dolencias mentales enredadas en las obras literarias. Gracias a esa indagación constante llegamos a otra pregunta, todavía más misteriosa y fascinante: ¿cuál es la naturaleza de la escritura? Revisando la voz de tres fascinantes autoras que tuvieron que batallar con afecciones del ánimo, intento sumergirme aquí en esta pregunta. Pero al avanzar sobre ella me resulta inevitable formular otra: ¿sería posible la literatura sin el dolor que la impulsa? Para ello busco en Anne Sexton, Delmira Agustini y Virginia Woolf una voz común y firme que me ayude a encontrar la raíz del dolor, que es, en todos estos casos, la semilla de la escritura, lo que ha hecho posible la poesía en cada una de ellas. El dolor, ese agitador de mentes y palabras, al que desde tiempos antíquisimos se ha intentado aplacar desde las ciencias con toda clase de sortilegios medicinales. El dolor, ese extraño habitante del sí mismo que sólo encuentra sentido a través de la palabra, de la escritura de las palabras del alma.


Anne Sexton. Vivir o Morir


Las experiencias dolorosas y traumáticas empiezan pronto en la biografía de Anne Sexton. Un padre abusivo y una madre temerosa son el punto de partida de su raja y su fractura emocional. A los maltratos de su progenitor se sumó la incapacidad de su madre para abandonarlo; debilidad que justificaba argumentando que no eran tiempos como para que una niña creciera sin padre. Esta experiencia primaria de vínculo familiar fracturado la acompañaría a Anne Sexton durante toda su vida, provocando serias dificultades en sus relaciones. El desapego experimentado colaboró con su dificultad para emprender a tiempo un camino de autoconocimiento, y las consecuencias fueron una serie de decisiones que extenderían el dolor y la extrañeza por tiempo indefinido.

Pese a su innato rechazo hacia la maternidad —quizá motivada por la certeza de que no sería capaz de cuidar porque nadie le había enseñado a hacerlo— fue madre dos veces. El deseo de reconvertir su infancia herida en una posible luz para sus hijas le resultó imposible, y mantuvo con ellas una relación en muchos aspectos similar a la que había tenido con su madre. De apego y desapego constante. De violencia y abusos psicológicos. A través de la maternidad, sin embargo, también descubrió la escritura. ¿O del dolor que esta experiencia le provocó, deberíamos decir? Un médico que la trató de su depresión posparto le recomendó que escribiese lo que sentía para conseguir canalizar su angustia. A partir de entonces, Sexton y poesía serían compañeras íntimas para siempre. Un siempre que, sin embargo, no duraría mucho. Los ciclos de angustia y depresión se volvieron cada vez más frecuentes y a un nivel directamente proporcional aumentaron las fantasías de suicidio. Fabulaba con quitarse la vida de muchas maneras posibles. Se veía intentándolo. Se aferraba a la posibilidad de liberarse, que significaba librarse de la vida, a través de la imaginación, con la esperanza de tener tarde o temprano la fuerza suficiente para concretarlo.

Y ese día llegó. El 4 de octubre de 1974, después de dejar revisado el manuscrito de El horrible remar hacia Dios se puso un abrigo heredado de su madre, se subió a su coche y encendió el motor. Mientras sus pulmones y sus células se hinchaban de monóxido de carbono, su voz se apagaba para siempre. Tenía 45 años y una obra que se quedó inconclusa para siempre.

Como lo había anunciado, Sexton se internó en la espesura de la muerte con la misma insignificancia con la que se arroja un texto mal concebido a la papelera. «Seré una cosa liviana. / Entraré en la muerte / como las gafas perdidas por alguien», había escrito. En su poesía, absolutamente confesional y ácida, descubrimos a una mujer profundamente dolida que encuentra en las palabras no una manera de aliviar el dolor sino de exteriorizarlo. Vive o muere había escrito. Y nueve veces había intentado acabar con su vida siendo amenazada por el miedo a último momento. Pero a la décima fue la vencida, y en aquel garaje dio por concluida esa vida donde la enfermedad, las internaciones y los excesos habían sido figuras persistentes. Esa vida sentenciada desde el origen por el desapego y el abandono, ahora reconvertida en lenguaje para siempre.



Delmira Agustini. Pasión por la muerte y asesinato


La muerte de Delmira Agustini fue atroz. Un disparo en el centro de la cabeza, de costado. Un disparo que podría simbolizar la facilidad con la que muchas mujeres han ido desapareciendo de la vida, detrás de la nostalgia de eufemismos como «muerte apasionada». Las dudas en torno a los acontecimientos que tuvieron lugar minutos antes en el dormitorio de Reyes, su exesposo, siguen sin resolverse. La mayor parte de los ejemplos apuntan a que estamos frente a un caso de violencia machista, de asesinato machista. Y aunque la relación de Agustini con la muerte fue desde su adolescencia de seducción y encanto —había algo que la atraía mordazmente— las evidencias confirman que Delmira Agustini fue asesinada. También hay que decir que éste, como cualquier crimen efectuado en manos de un amante, no tuvo nada de sensual ni de apasionado: fue un momento sangriento que más nos valdría no romantizar si queremos evitar que continúe sucediendo hora a hora a lo largo y ancho de todo el globo.

¿Dónde estaba el daño en Agustini? Es probable que en la imposibilidad de cortar para siempre con un hombre que la maltrataba residiera el miedo al rechazo tan bien abonado en su círculo familiar. Su manera de luchar contra la angustia fue glorificando el borde del dolor y reconvirtiéndolo en poesía. Pero tal vez, si hubiera podido reconocerse en su cuerpo sin esa necesidad de relación ambivalente entre muerte y vida, habría tenido una vida más plena. Quién sabe. Tampoco podríamos saber si en esa utópica realidad habría sido poeta. La relación entre el arte y el dolor supone uno de los aspectos más interesantes y fascinantes, así como inescrutables, en torno a la naturaleza de la escritura. Ahí tenemos el nudo de la rama que nos impide seguir ascendiendo con seguridad. «Copa de vino donde quiero y sueño / beber la muerte con fruición sombría», escribió Delmira. ¿De qué raíz dolorosa nacía su obsesión fascinada por la muerte? Revisar su historia puede ayudarnos a entender mejor este rasgo distintivo de la vida y la obra de una de las poetas latinoamericanas más sorprendentes de todos los tiempos.

Delmira Agustini nació en Montevideo el 24 de octubre de 1886 en el seno de una familia burguesa. En un contexto familiar donde quien ejercía la autoridad era una madre desapegada y dura, Delmira desarrolló una doble personalidad: la que ponía a funcionar en casa —niña dócil y estudiosa— y la que le permitía desenredar su infierno interior a través de la poesía —rebelde, inconformista y sumamente audaz—. La actitud posesiva de su madre y la melancolía infantiloide de su padre le impidieron relacionarse adecuadamente con sus emociones. La llevaron a convertirse en una chica retraída pero con cierta necesidad de agradar. Una dificultad que arrastraría a lo largo de todas sus etapas vitales y que supondría un muro para el desarrollo saludable de sus relaciones adultas.

Su matrimonio con Reyes le trajo algo de luz. Una primera etapa de dicha, tal vez le hizo creer que la vida se había acomodado. Pero las sombras avanzaban a una velocidad que la propia Delmira, intuyo, no fue capaz de predecir. Escogió el divorcio para cumplir con el deseo de la familia y distanciarse de una relación tóxica. Pero algo estaba truncado desde el principio y, en la necesidad de sostener la vida de los otros y en el desesperado afán de sentirse amada, continuó viéndose a escondidas con aquel hombre que acabaría matándola. Dejar entrar la violencia en nuestra casa no es cosa de una sola, quizá podríamos pensar que la propia Agustini fue horadando su propio destino, que sería de una violencia abisal extrema; sin embargo, cabría preguntarse por qué no tuvo las herramientas para cuidarse de ese final terrible. «Delmira se siente escindida, dividida entre el deseo y el deber, entre la imagen de niña y la de mujer que siente pero sólo puede expresarse a escondidas. Delmira soporta un fuerte conflicto al vivir su sexualidad, ya que en su casa y ante su madre debe ser una niña». Volver a leer este fragmento puede ayudarnos a comprender la naturaleza de la poesía de Agustini, donde cuerpo y espíritu vivían en constante batalla. Quizá, con estas palabras haya intentado explicar la semilla de la angustia y la naturaleza ambivalente de su psique.



Virginia Woolf. Un paseo por el río


Virginia Woolf le fascinaba pasear. Escribe en su diario «El día era tan bueno que planeamos ir de picnic a Telscombe». La autora de La señora Dalloway se quitó la vida ahogándose en el río Ouse que pasaba cerca de su casa, en Sussex. Pero este gesto que quizá la define en el perfil de escritoras suicidas no es la condición de su drama, sino el clavo ardiendo al que necesitó aferrarse. Hay que ir a sus orígenes para entender la herida de una de las escritoras más grandes de la historia.

Virginia Woolf nació en el seno de una familia aristocrática con las mejores influencias de la sociedad victoriana. Al entrar en su adolescencia tres hechos marcarían su psique para siempre: la pérdida de sus dos progenitores y los abusos sexuales por parte de uno de sus hermanastros, experiencia terrible que la autora narra en su libro autobiográfico Momentos de vida. Se ha hipotetizado muchísimo acerca del origen de su trastorno bipolar, adhiriendo a la causa genética o al hecho de quedarse huérfana de tan chica. Sin embargo, no hace falta hurgar mucho ni es necesario tener tanto corazón para entender cuál fue el hecho desencadenante de esa inestabilidad. Si al hecho horroroso que supone sufrir una violación en la infancia, le sumamos el hecho de que tuvo lugar en el seno familiar, podemos imaginar el terrible naufragio que vivió Virginia. Quienes debían cuidar de ella ante la ausencia de los padres fueron los que la traicionaron, la humillaron y la hirieron psíquica y físicamente. Y de ese dolor nada pudo salvarla.

Woolf era bipolar. Pasaba largos períodos recluida. Algunas de esas crisis fueron acompañadas de hospitalización debido a la gravedad de sus consecuencias. La medicina que halló contra la bipolaridad fue la escritura. Escribía fervorosamente durante sus crisis de hipomanía —me gustaría preguntarle si consiguió darle sentido así a su dolencia— y atravesaba profundos períodos de depresión entre un libro y otro. Sus diarios nos permiten descubrir la inestabilidad de su mente y los trucos o «mentirijillas» que se contaba para aguantar. Pero como aquel día de septiembre —«se levantó viento y una extraña bruma oscura delante del sol»— en determinado momento, Woolf ya no pudo seguir avanzado, no pudo seguir combatiendo contra sus fantasmas. Quizá ya no fuera suficiente la literatura —¿ya no te era suficiente, Virginia?— o tal vez el desgaste entre ese tire y afloja que impone esa dupla tremenda —hipomanía-depresión— de la bipolaridad fuese demasiado profundo y sus fuerzas para insistir en este mundo, nulas. Tenía 59 años. Llenó de piedras los bolsillos de su chaqueta y se metió en el Río Ouse. Dejó una nota de su suicidio a su compañero de viaje, Leonard Woolf. «Siento que voy a enloquecer de nuevo» (...) «Comienzo a escuchar voces y no puedo concentrarme. Así que voy a hacer lo que creo que es mejor». Me gustaría saber, y a veces lo imagino, cuál fue su último pensamiento. Si hay un último pensamiento. Pero sobre todo me gustaría saber a dónde va a parar todo ese dolor acumulado que nunca se hizo lenguaje.

Dice Joan Didion en su libro El año del pensamiento mágico«Las guirnaldas se marchitan, las placas tectónicas se deslizan, las corrientes profundas se mueven, las islas desaparecen, las habitaciones se olvidan». Podríamos agregar para terminar que lo único inalterable son las palabras que hemos elegido para explicar el propio dolor. Las palabras, fieles a la historia que nos hemos contado, se rebelarán contra el mundo y sus elucubraciones para soterrar el origen del dolor, la violencia en los cuerpos y las psiques. Las palabras como alimento desde el dolor y para el futuro.



[Este artículo lo escribí en 2020 como colaboración para un monográfico de la revista Pandemonium, sobre Trastornos mentales y literatura. A causa de la pandemia y sus derivas la revista nunca vio la luz y por eso he decidido rescatarlo y publicarlo aquí.]

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